15. Amado y Octavio se enfrentan a una pequeña amenaza

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Tal como Amado había señalado, casi nadie circulaba por los pasillos de la Galería Garza a esa hora. A medida que recorría con Octavio los amplios corredores y las salas vacías, a la sombra de los esqueletos de animales extintos, el eco de sus propios pasos retumbó en sus oídos.

El verano se había quedado afuera, junto con los empleados que almorzaban en los jardines. Amado, que estaba vestido para la elevada temperatura del exterior, tiritó un poco cuando entraron a la gran sala de los dinosaurios, donde el aire se sentía más frío que en otras zonas. La calidez de la mano de Octavio, aferrada a la suya, era un alivio.

Mientras atravesaban aquel silencioso cementerio de gigantes, Amado se volvió hacia atrás, convencido de haber creído ver que alguno de los dinosaurios se movía, solo para encontrarse con las cuencas vacías de un triceratops del tamaño de un tanque de guerra.

—Me pregunto qué tan grande será esa... criatura del volcán —murmuró Amado.

—Si juzgamos por el sueño —respondió Octavio—, bastante grande.

La mención al sueño hizo que el cuerpo de Amado reaccionara con un hormigueo, que nació en el lugar donde su mano se entrelazaba con la de Octavio y se expandió a todas partes. Todavía no se atrevía a iniciar la conversación de qué tanto había coincidido su experiencia onírica, pero él la tenía bien presente. El frío que sentía fue sustituido por una ráfaga de calor, cuando recordó la forma en que la piel de Octavio ardía contra la suya, en aquel sueño. Para regresar al mundo real, se esforzó en volver su atención a los dinosaurios.

El centro de la sala era dominado por un argentinosaurus —cuyo largo cuello se elevaba hasta casi tocar el techo—, y al final de esta se encontraba el tiranosaurio. En el mismo sector, junto a un ejemplar del feroz utahraptor, estaba el camino al pasillo que debían tomar para seguir hacia el subsuelo. Un cartel indicaba que esa área estaba reservada a empleados. Amado se sintió un criminal al empujar la puerta, pero esta cedió. En las laterales del corredor que se abrió ante ellos había oficinas comunes.

Amado se inquietó al ver que la puerta del departamento de tecnología estaba abierta, e intercambió una mirada nerviosa con Octavio. Después de dudarlo un poco, los dos pasaron un brazo por la cintura del otro, antes de seguir adelante. Una pequeña voz dentro de sí le dijo que dejara de usar la excusa de mantener una fachada para su propio beneficio, pero no podía evitar sentirse reconfortado por la presencia de Octavio, y por la forma en que él lo trataba. Desde un punto de vista objetivo, aquello era beneficioso, y era lo que habían acordado. Para cuando pasaron frente a la oficina abierta, se veían como una pareja de tímidos amantes furtivos.

Desde el interior de la oficina, un chico y una chica —que comían un sándwich sentados frente a un enorme monitor— levantaron la vista. El video que miraban siguió sonando de fondo, mientras los cuatro se observaban sin saber qué decir. Para romper la tensión, Amado les hizo un guiño y se llevó un dedo a la boca para indicarles que guardaran silencio. Los técnicos asintieron, y volvieron a poner su atención en el monitor.

Al final del pasillo encontraron el famoso ascensor industrial mencionado por Calista, y frente a él, una puerta que llevaba a unas escaleras descendentes. Luego de titubear un poco, eligieron el ascensor. Por dentro era enorme y rústico, con paredes metálicas, piso antideslizante, y sin ningún espejo. En el panel aparecían solo tres botones: 1, 0, y -1. Debajo había una cerradura, sobre la que Octavio puso un dedo.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Amado, que no le había prestado atención a ese detalle, respondió:

—Supongo que es para quitar el panel, si hay que repararlo...

La actitud de Octavio, sin embargo, le hizo dudar de su propia explicación. Octavio no dijo nada al respecto: solo chasqueó la lengua, mientras se ajustaba las gafas.

El alma del volcán (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora