Te lo suplico

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Aquel ángel se fue, tal como vino y no volvió en todo el día. No parecía que fuera a volver. Ni siquiera se le pasó por la cabeza. Y eso era lo que Ciel se echaba en cara, agarrado a los barrotes de la celda, con la cara entre ellos, gritando a todo pulmón, sin saber muy bien por qué ni con qué finalidad, el nombre de su mayordomo e intentando recordar cómo habían llegado a aquella situación.

Recordaba haberse quedado dormido, tumbado en el suelo con el frac de su mayordomo como manta, mientras este reposaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, al otro lado de la habitación. El ruido metálico de los barrotes al abrirse le despertó, pero estaba demasiado dormido como para darse cuenta de qué pasaba.

Vio a dos hombres de blanco agarrar a Sebastian, quien también acababa de despertarse y a duras penas oponía resistencia. El demonio plantó los pies en el suelo, pero finalmente lograron llevárselo a rastras. Su amo se levantó del suelo y corrió hacia él, aunque solo consiguió dar dos pasos antes de que un tercer ángel lo agarrara por detrás, levantándolo un poco del suelo para que aún le fuera más difícil escapar.

–¡Sebastian!– gritó el nombre del demonio, como si aquello fuera a darle más fuerza para agarrarse a los barrotes de la celda, como estaba haciendo, con un gran gesto de dolor en la rostro, mientras los ángeles tiraban de él. Finalmente, sus manos enguantadas resbalaron y cayó de bruces al suelo.

Clavaba las uñas en las baldosas, siendo arrastrado por las piernas pasillo abajo. Las risas de los ángeles resonaban en sus oídos, despertando cada vez más la rabia del conde y su impotencia.

El ángel que los sujetaba lo dejó caer y cerró la celda justo antes de que Ciel pudiera atravesar la puerta. El joven conde, al verse encerrado por tan poco, soltó un grito de impotencia, estirando su brazo a través de los barrotes intentando llegar al ángel de pie delante de él al otro lado, quien sonreía viendo que no lo lograba.

El sonido de un golpe seco lo paralizó, cambiando inmediatamente su rostro enrabiado por uno aterrorizado. Era el característico sonido de piel contra piel.

Un latigazo. Otro. Y otro. Como pequeñas agujas clavándose en su pequeño y roto corazón. Un único y doloroso sonido rompiendo intermitentemente el amargo silencio que lo consumía por dentro.

Ciel había contado treinta cuando el primer gruñido se distinguió entre ellos. Era un gemido quejoso, dolorido, que había intentado retener pero que ya no había podido aguantar. Y a ese le siguieron otros, al compás de los golpes, cada vez más fuertes, hasta que un grito de dolor desgarró la garganta del demonio.

–¡Sebastian!– volvió a gritar su joven amo, sin ningún propósito en concreto. ¿De qué servía? Tan solo le recordaba a su mayordomo que Ciel estaba allí, observando su patética debilidad.

El conde se cansó de gritar y empezó a zarandear con todas sus fuerzas los barrotes, igual, sin ningún propósito en concreto. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, apretando los dientes. No tenía derecho a llorar. No tenía derecho a quejarse. No tenía derecho a nada ya que era por su culpa todo lo que le estaba ocurriendo.

Ya hacía media hora que se había cansado de ser inútil, se había sentado, apoyado en la pared frente a los barrotes, hecho un ovillo, abrazado al frac de su mayordomo. Tenía la mirada perdida en algún lugar del suelo, no recordaba la última vez que había pestañeado. Y ya hacía diez minutos que no se oían gritos, pero sí golpes. No iban a dejarlo en paz ni aunque estuviera inconsciente.

Temblaba, aunque no hacía frío. Solo salió de su trance cuando todo quedó en silencio. Los latigazos que se oían al final del pasillo cesaron. Alguien empezó a arrastrar algo en dirección a la celda.

Kuroshitsuji: Mi ángel caídoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora