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Aquella misma noche, Vianna esperó que el cansancio y la energía, que había gastado en el día tan ajetreado que tuvo, la ayuden a conciliar el sueño inmediatamente.
Pero no fue así.
Apenas una hora después de quedarse dormida, se encontró con el rostro de sus padres. Maldita sea la hora en que su inconsciencia decidió jugarle esa mala pasada, una vez más.
Como de costumbre, su cuerpo emtumecido descansaba sobre la silla de experimentos, con numerosos cables inyectados en la piel de sus brazos.
Todo dolía. Incluso respirar.
Podía sentir los diferentes líquidos recorriendo euforicamente sus venas, y allí quemar con fervor. Al mismo tiempo que sus párpados le resultaban pesados, tanto que todo a su alrededor se volvía borroso de a ratos.
—Arthur, tal vez ya fue suficiente.
Escuchó la voz de su madre como un susurro, algo lejano, propagándose en ecos dentro de su mente. Pronto distinguió el ruido de sus tacos sobre el mármol.
—Aún no se completa.
Ahora la voz de su padre. En su interior emergió esa tan característica ira que venía arraigada con él. El hombre se escuchaba decidido.
Una punzada hincó en su pecho, y Vianna gritó dolorosamente. A pesar de no tener fuerzas para nada, del alma le salían los alaridos de sufrimiento.
Pronto él apareció a la vista. Sus ojos denotando una falsa lástima hacia su hija. Él transformó sus labios en una línea recta, para apoyar una de sus manos en el cabezal de la silla.
—Lo siento, Vanessa. A veces debemos hacer sacrificios, por un bien mayor. —soltó, asintiendo. Ella escuchó su voz como un sonido grave y casi perdido en su consciencia. —Quiero que sepas... éste un valioso sacrificio, por el bien de nuestra honorable sociedad, hija.
Para cuando Cuatro había llegado, causando ese molesto ruido contra los barrotes de metal en las escaleras, Vianna se encontraba completamente lúcida. Lo que había visto en esa pesadilla le había aterrado, y lejos de volver a caer en los brazos de Morfeo, lo único que pudo hacer fue tratar de calmar su mente antes de que la rutina diaria comience.
