Aguardamos una hora más, Beomgyu y Yeonjun acurrucados en el sofá pareciendo una pareja, Taehyun jugueteando con el anillo y yo viendo el horrible reloj gigante. Mi mejor amigo se levantó entonces, y comenzó a abrir y cerrar los cajones en busca de algo que hacer. Yo seguí cada uno de sus movimientos con la mirada, hasta que se agachó y soltó un ajá feliz al encontrar un libro.

La portada estaba completamente comida de humedad, así que sólo era un duro trozo de cartón verdoso con orillas roídas. Las páginas no estaban en muy buen estado, amarillentas y con pedazos faltantes, pero Taehyun se alegró cuando comenzó a leer y se dio cuenta que era un libro de recopilaciones de Edgar Allan Poe.

—La persona que vivía antes aquí definitivamente tenía gustos góticos. —comentó, más animado mientras leía página tras página de El Cuervo.

Yo me incliné hacia él para ojear lo que estaba leyendo. El libro estaba en el inglés original por lo que las palabras se me hacían difíciles de entender. Era una edición mucho más antigua que la propia cabaña.

Beomgyu se durmió entre los brazos de Hyung poco después, y yo me estaba muriendo de hambre. Me levanté y caminé hacia la cocina, buscando el lugar donde Yeonjun había guardado las provisiones que trajo y rogando que alguna de ellas no tuviese que ser cocinada.

Cuando abrí la puerta de vidrio de la alacena, un escalofrío leve recorrió mi espalda. No me giré. Estiré mi mano, tanteando por la falta de luz y suspirando alegre al encontrar lo que parecía ser un paquete de galletas saladas. Al cerrar la puerta, vi el reflejo de un rostro en el vidrio, pero sólo duró hasta que pestañeé.

Al regresar al salón, Taehyun seguía leyendo con gesto concentrado mientras mordisqueaba sus uñas. Me senté de nuevo a su lado, abrí el paquete de galletas y le ofrecí a mis amigos, Taehyun tomó una, pero Yeonjun la rechazó mientras acariciaba preocupadamente el brazo de Beomgyu con la mirada puesta en su crucifijo oxidado.

Cuando conocí a Beomgyu me causaba mucha curiosidad ese crucifijo, porque a simple vista se veía muy estropeado por el paso de los años, y aún así él lo cuidaba más que a su propia vida, sin quitarlo de su cuerpo por un solo segundo. Tiempo después me enteré que fue la única posesión que le dejó su abuela antes de morir.

El tac del reloj sonó más fuerte que las veces anteriores, anunciando que era una hora más, y Taehyun, por acto reflejo, se levantó y escarbó en sus pertenencias buscando el pastillero que cargaba consigo todo el tiempo, sacando al menos unas cinco pastillas y tragándolas en seco. Siempre me preocupó que se fuera a asfixiar con ellas, pero él no parecía ni inmutarse.

Después volvió a sentarse junto a mí, me dio una mirada sonriente y yo seguí observando el reloj.

Tenía los patrones difusos de pajaritos alrededor de la esfera de números romanos, probablemente tenía el mecanismo del cucú en el pasado y ahora estaba roto, porque había una puertecita bajo las manillas. Me pregunté si los muñecos que contenía dentro serían el clásico pajarito o si habría algo más interesante como un par de enanitos enamorados.

Beomgyu se despertó balbuceando algo. Se veía mucho más sereno y de mejor semblante, se animó cuando vio las galletas y se lanzó sobre el paquete para comer una tras otra casi sin respirar. Yeonjun frunció el ceño preocupadamente mientras acariciaba la espalda de su amigo, murmurándole que fuera más despacio.

El aire se sentía asfíctico por la humedad, ya el sol había desaparecido por completo y tuvimos que encender dos de los candelabros para no quedarnos sumidos en la penumbra. Beomgyu sólo se detuvo cuando el paquete estuvo vacío, pero ninguno dijo nada, ya sabiendo que él solía darse atracones cada vez que le daba un ataque de ansiedad.

Permanecimos en las mismas posiciones media hora más. Sólo se escuchaba el tic tac que no se detenía nunca, las ramas de los árboles golpeando contra las ventanas y el susurro de las páginas que Taehyun leía a velocidad alarmante.

Justo cuando él cerró el libro, Yeonjun anunció que era hora de empezar.

Tuve miedo de que Beomgyu comenzara a llorar de nuevo, pero él no hizo ni siquiera una mueca, levantándose dócil del sofá y siguiendo a nuestro Hyung al sótano. Después de que Tae y yo nos miráramos, empezamos a caminar detrás de ellos, llevando los candelabros.

Sólo habíamos estado ahí por un par de segundos cuando habíamos llegado, pero eso apenas había sido un vistazo rápido y a oscuras. Teniendo luz, el aspecto era diferente a lo que vimos antes. Era mucho más pequeño de lo que imaginaba en primer lugar, no había ni una sola capa de pintura en las paredes, ni tampoco baldosas en el piso. Sólo el color gris helado que hacía contraste con los montones de armatostes y trastos oxidados. Yeonjun se había encargado de despejar el centro, donde estaba acomodada una sábana limpia, cuatro cojines y una caja cerrada.

Beomgyu por un instante hizo un gesto como de vomitar, pero se contuvo, colocando sus manos sobre la boca con ojos llorosos. Olisqueé disimuladamente, pero no había un olor lo suficientemente desagradable como para ser nauseabundo, sólo óxido y madera fermentada. Supuse que las ganas de vomitar de Beomgyu eran por miedo y no por asco, especialmente cuando su piel volvió a tornarse aterradoramente cadavérica cuando Yeonjun se sentó en un cojín y destapó la caja para revelar aquella famosa tabla repudiada por todos.

Como todos nos quedamos en silencio, el tic del reloj lograba colarse hasta el sótano, y sólo nuestras respiraciones acompañaban el ritmo.

Esa fue la segunda noche.

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