1

3.5K 103 0
                                    

—Sophie— gritó Jhon.

El hombre, de voz ronca, casi siempre grave en demasía y cargada por un tono autoritario, se hizo escuchar por encima del volumen de la televisión. Su lugar favorito de la casa era, sin duda alguna, la sala, en el sillón de cuero cambiado con cierta regularidad, el control remoto en la mano y la tele a todo volumen. Parecía no importarle mucho qué era lo que pasaba en la tele, pero su fascinación se reducía en simplemente verla. Sin embargo, en ese momento, no era él quien estaba en la sala, sino Sophie, con el pelo largo y moreno rozando el suelo mientras estudiaba. Nunca usaba el sillón de quien decía ser su padre. Ella solía sentarse en el piso, usando la mesita ratona para hacer sus deberes. Permanecer debajo del nivel de la vista de Jhon, se había vuelto una forma de vida. Al escucharlo, esa tarde, subió la escalera sin siquiera perder un segundo. Llegó a su puerta y apartó la vista.

— ¿Que necesitás, Jhon? — preguntó ella con la vista gacha. Había mucha más piel de la que estaba dispuesta a ver.

—Traenos dos cervezas.

Ella bajó las escaleras y subió con dos cervezas frías en las manos. Al hombre le gustaba que se lo obedeciera sin chistar, que las cervezas llegaran rápido y frías y que las palabras no salieran con frecuencia de la boca de la chica. Ella lo sabía y, como suele suceder, había adoptado sus modos como reglas a seguir porque no le gustaban las consecuencias que conllevaban hacerlo enojar. Extendió las cervezas. La mujer bajo su padre no la miraba, él frunció el ceño.

—Ahora ándate. — gruñó.

La chica obedeció rápidamente y salió de ahí, dejando la botella de la chica sobre la cama. Cuando los ruidos comenzaron a aumentar en el piso de arriba, Sophie salió por la puerta delantera y cerró lo suficientemente despacio como para no interrumpir la desagradable escena. Caminó por distintas calles hasta un pequeño departamento que había logrado comprar después de muchos años de monedas sueltas, billetes robados y apuestas con los amigos de Jhon. Siempre le había parecido impresionante la cantidad de billetes que un grupo de borrachos podía perder con una adolescente, más con una que estaba dispuesta a todo con tal de salir de esa casa. El departamento no estaba en el mejor barrio y las cerraduras eran disfuncionales. Cada vez que quería entrar, debía luchar varios minutos con las llaves parada en un pasillo algo destartalado que tenía como principal regla no hacer preguntas. Ahí nadie jamás las hacía. Los vecinos eran solo vecinos, sin nombres, edades o rostros. Sin pasado. Sin miradas furtivas. Pero era un hogar y, para ella, uno mucho mejor del que había tenido jamás. Además, si alguien comenzaba a hacer preguntas, ella tendría que irse. Logró abrir la puerta y entró a la pequeña sala-cocina que componía uno de los tres espacios que componían el departamento. Contra la pared, había varios tachos de pintura de diversos colores que había rescatado hacía un tiempo de un contenedor de basura fuera de un edificio en obras. Se ató el pelo con ambas manos, agarró un pincel y, en el más absoluto de los silencios, terminó de pintar. Le parecía ver el paso de sus muchos días pintando. Las diferencias de color marcaban donde había dejado un día para comenzar en su siguiente visita, pero no tenía tantas pretensiones. Quería un hogar y ese, por más que tuviera desperfectos en la apariencia, podría serlo.

—Solo unos días más. — suspiró y miró el espacio que la rodeaba.

Volvió a casa antes de que pasara demasiado tiempo. Sabía que Jhon seguía con esa chica en la cama, conocía sus tiempos, sus gustos, sus manías. Nunca se quedaban menos de cuatro horas, ni más de seis. Él era así, despreciable. Sophie había visto tantas chicas de su edad pasar por esa cama que había perdido la cuenta. Sin embargo, no decía nada. Había encontrado la forma de conseguir lo que quería y, si para eso tenía que ser sorda, ciega y muda, lo haría. Ordenó todo y guardó parte de sus cosas en una valija. Los ruidos regresaron. Otra vez. Miró con desgano a la puerta cerrada al final del pasillo. Sacó la valija de la casa, y la dejó bien escondida. A la mañana siguiente, antes de ir a la escuela, tendría que dejarla en el departamento. Preparó la comida, la dejó en la heladera y subió. Las risas roncas salían de la habitación. Ella se dio una ducha y se metió en su propio cuarto. A comparación del departamento, las paredes desnudas de la habitación tenían pintura vieja y algunas filtraciones de agua había marcado surcos largos hasta el suelo. Se puso los auriculares y procuró dormirse antes de que los nuevos ruidos se metieran entre la música para darle pesadillas.

Cuando se despertó, la chica se había ido, Jhon había cenado y se había dormido y todos los platos seguían sin lavar. Dejó el desayuno limpio y, para su sorpresa, encontró más billetes de los que esperaba en la billetera del hombre. Tomó un cuantos, después de todo, él siempre podría echarle la culpa a la chica que se había ido y, con suerte, jamás la volvería a ver. Salió, tomó la valija y, un buen rato más tarde, llegó corriendo al colegio antes del toque de timbre.

—Hola, Sophie. — saludó una de sus compañeras de historia.

—Catherina. — susurró Pett en su oído. — ¿Estás lista?

Ella volteó a mirar a su mejor y único amigo real y sonrió. Pett. Juntos, eran el dúo dinámico. Si uno se metía en problemas, el otro lo sacaba. Si uno faltaba, el otro se escapaba para ir a buscarlo. Si uno se caía, el otro se tiraba al suelo para hacerle compañía. Pero, lo que quizás más lo unía, era un sueño, escapar de sus respectivas casas.

—Ya casi. — dijo ella— ¿Y vos?

—Esta mañana llevé las últimas cosas antes de venir.

— ¿Podrías ayudarme con las mías?

—Claro que sí. —sonrió él. —No puedo creer que hagamos esto. Escapar de nuestros padres...

—Sabés que Jhon no es mi papá. —susurró ella de mala gana.

—Pero no sabés quién es. —dijo él y una mueca le bastó para aclararse. —No quería ser brusco, perdón. Solo que..

—Entiendo, esté todo bien, de todos modos no recuerdo a mi familia.

Pett la miró apenado, pero se recompuso al instante. Regla número uno, aunque todo sea una mierda, nunca mires con pena a la única persona que va a estar ahí en las buenas y en las malas. A nadie le gusta que sientan pena por él. Entraron en clase y, entre salón y salón, resumieron su mañana. A diferencia de ella, Pett contaba con más lujos en su vida. No se iba de un lugar destartalado a otro, sino que estaba renunciando a una habitación completamente diseñada a su gusto para vivir en un departamento que tenía la mitad de espacio y, encima, sería compartido. Había sacado el registro de los 16 y no encontraba a su padre con una mujer diferente cada día ni tenía que llevar cervezas frías de un lado al otro siguiendo reglas, pero quería irse de ese "lugar de ensueño" hacía tantos años como Sophie. Había pagado mucho más que ella y volvería a hacerlo, porque la había visto realmente feliz por primera vez en muchos años.

—Llevame estas cosas. —pidió ella, sacando varias bolsas de su mochila y tirándolas en el asiento trasero del Honda.

—A las 11 en punto voy a estar acá. Traé todo, no vas a volver a pisar esta casa.

Ella asintió y salió del auto sin perder un segundo. Era el último día, realmente el último. Terminó de guardar todas sus cosas. Jhon no estaba. Era extraño no encontrarlo, pero no le dio mucha importancia porque, luego de ese día, Jhon ya no iba a ser algo de lo que preocuparse. Nunca más. Empacó todas sus cosas y las escondió entre los arbustos. La hora indicada llegó y ella bajó. Subieron todo al auto.

— ¿A dónde creés que vas, Sophie? — resonó la voz a su espalda.

Lo más difícil de soñar, es cuando todo tiene que seguir siendo simplemente un sueño.

Mi angelWhere stories live. Discover now