La misión

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PARTE EDITADA ✔    

En los días siguientes, Percy y Charlie se volvieron buenos amigos. 

A Charlie le molestaba que el resto de los campistas se separaran de Percy como si tuviera una enfermedad rara. Nadie mencionaba el perro del infierno, pero todos lo comentaban en susurros. El ataque había asustado a todo el mundo. Enviaba dos mensajes: uno, que Percy era hijo del dios del mar; y dos, los monstruos no iban a detenerse ante nada para matarlo. Incluso podían invadir el campamento que siempre se había considerado seguro.

Los demás campistas se apartaban de todo lo posible. Después de lo que les habían hecho a los de Ares en el bosque, la cabaña 11 se ponía nerviosa con Percy, así que sus lecciones con Luke ahora eran particulares, como las de Charlie. Annabeth seguía enseñándoles griego por las mañanas, pero parecía distraída. Incluso Clarisse mantenía las distancias, aunque sus miradas cargadas de veneno dejaban claro que quería matarlos por haberle roto la lanza mágica.

Por otro lado, Quirón parecía más nervioso que nunca. Desde que Percy fue reconocido, no le dejaba descansar a Charlie. Le había pedido a Luke que duplicaran las clases: dos horas a la mañana y dos horas a la tarde, todos los días. Castor y Pollúx (los hijos del señor D), le enseñaban a controlar las plantas y practicaban con los campos de fresas. Petra y su hermano, Will Solace, la ayudaban a perfeccionar el tiro con arco y flecha e intentaban descubrir si tenía poderes de curación o música. Los chicos de Hefesto le enseñaron a forjar una espada, pero desistieron cuando Charlie se golpeó la mano con un martillo. Silena Beauregard, hija de Afrodita, intentaba descubrir si Charlie poseía la habilidad de embrujahablar (doblegar la voluntad de los demás con su voz). 

Al final del día, Charlie terminaba desplomándose sobre su litera. Una noche tuvo su peor pesadilla.

Corría por la playa en medio de una tormenta. Esta vez había una ciudad detrás de ella. No era Nueva York. Estaba dispuesta de manera distinta, los edificios más separados, y a lo lejos se veían palmeras y colinas. 

A unos cien metros de la orilla, dos hombres peleaban. Parecían luchadores de la televisión, musculosos, con barba y pelo largo. Ambos vestían túnicas griegas que ondeaban al viento, una rematada en azul, la otra en verde. Se agarraban, forcejeaban, daban patadas y cabezazos, y cada vez que colisionaban, refulgía un relámpago, el cielo se oscurecía y se levantaba viento.

Charlie quería detenerlos. No sabía por qué, pero cuanto más corría el viento ofrecía mayor resistencia, hasta que acababa corriendo sin moverse, sus talones hundiéndose en la arena. Por encima del rugido de la tormenta, oía al de la túnica azul gritarle al otro:

—¡Devuélvelo! ¡Devuélvelo! —Como dos niños peleando por un juguete.

Las olas crecían, chocaban contra la playa. 

—¡Deténganse! —gritaba—. ¡Dejen de pelear!

La tierra se sacudía. En algún lugar de su interior resonaba una carcajada, y una voz tan profunda y malvada que helaba la sangre entonaba con suavidad:

—Baja, pequeña mestiza. ¡Baja aquí!

La arena se separaba bajo los pies de Charlie, se abría una brecha hasta el centro de la tierra. Ella resbalaba y la oscuridad la engullía.

Despertó cayéndose de la cama. Estaba en la cabaña número 6. Era por la mañana, pero aún no había amanecido, y los truenos bramaban en las colinas: se fraguaba una tormenta. Eso no lo había soñado. 

Oyo el sonido de pezuñas en la puerta, un carnicol que pisaba el umbral. Se levantó del suelo y echó un vistazo a la cabaña; todas las literas estaban vacías.

La Protectora del Olimpo IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora