Uno.

13.2K 605 19
                                    

Perfección.

Odiaba esa palabra. La odiaba incluso un poco más que mi propia vida. Deseaba que la botaran de los diccionarios; que las personas dejara de usarla; que desapareciera de mi cabeza cuando veía a súper modelos en las portadas de las revistas. Aunque, debo admitir, que me hubiera gustado que cuando me viera en el espejo esa palabra llegara a mi mente, como un flash.

Mas sin embargo eso no era así. Lo único que venía a mi mente cada vez que me veía al espejo era todo lo contrario. Era un poco como asco.

Lo odiaba.

Odiaba todo lo relacionado a esa palabra.

Todo.

Todos.

En fin, no podía eliminar esa palabra ni asesinar a todas las personas que la reflejaran, pero lo que sí podía hacer era deshacerme del dolor.

Por favor, no preguntes cómo.

Desperté esa mañana cansada, como de costumbre. Aparentemente no importaba cuántas horas durmiera la noche anterior, siempre despertaría cansada.

Antes eso me tenía un poco preocupada, tal vez me faltaban vitaminas o tenía cáncer o algo por el estilo. Pero pronto descubrí que eso se debía a causa de la depresión que tenía desde hacía casi ocho meses. Entonces lo superé y aprendí a vivir con esa sensación.

Me di una ducha rápida con agua fría para despejar un poco mi cabeza e irme un poco tranquila al agujero, perdón, a la escuela. No me esforcé en mi atuendo: suéter holgado de manga larga, pantalón de mezclilla ajustado (no tenía otra opción) y unos tenis viejos.

Mi mamá ya había preparado el desayuno cuando bajé. Huevos y panceta frita.

—Buenos días, Noelle.

—Días, mamá.

Denisse frunció el ceño, irritada. No le gustaba que dijera “días”. La cuestión era que a mí no me gustaba decir “buenos”. Nunca lo eran. Entonces...

—¿Ya enviarás tu solicitud a la universidad? Ya se va a terminar el tiempo de envío...

—Lo sé, Denisse. La llenaré cuando regrese.

Ella no se molestó en replicar algo. Continuó cocinando y yo salí de ahí antes de que dijera algo más.

Afuera hacía calor. Algo completamente normal en abril. Lo extraño de esa situación era ver a una adolescente de 17 años caminar rumbo a la parada del autobús, bajo un intenso sol, con ropa de invierno. Pero no había nada qué pudiera hacer al respecto.

Sí. Había probado con pulseras, pero me eran incómodas y lo único que encontré para esconderlas fueron estos suéteres. Así que no tengo opción.

Pronto llegué a la parada. El autobús escolar no tardó mucho en aparecer y en cuanto subí, vi a Andrew sentado al fondo.

—¡Noelle, estamos ardiendo en temperatura y tú con tus suéteres! —dijo, cuando me senté a su lado.

—Calla —reí.

Lo miré por un momento y vi que, efectivamente, no había ninguna gracia en esa situación. Él sabía la razón por la cual usaba esos suéteres y yo conocía a la perfección su opinión al respecto.

—Prometiste no volverlo a hacer.

—Lo siento.

Él no esperó ningún segundo más y me jaló el brazo, lo descubrió y admiró indignado lo que había hecho la noche anterior. La expresión en su rostro rompió mi pequeño y extraño corazón en miles de añicos.

Traté de despegar mi mirada de él, con la misma intensidad que él trataba de despegar sus ojos verdes de mis heridas y de mis cicatrices. Pero tampoco él podía. Lucía derrotado, cansado y herido. Eso no me hacía sentir mejor. Lo juro.

—Andrew, yo...

—Lo prometiste.

—Es que no puedo —susurré.

—Sí puede, que no quieras es diferente.

Quise decirle algo más. Quise replicarle que estaba equivocado, que había ocasiones en los que quería detenerme, pero no pude. Las lágrimas se agolparon en mis ojos y le arrebaté mi brazo, escondí mis cicatrices y cortadas y esperé a que el autobús se estrellara con un muro de contención para terminar con ese dolor.

Llegamos a la escuela unos minutos después —los más largos de mi vida, cabe decir— y Andrew se fue en silencio, ignorándome, como si no existiera. Vivía siendo ignorada por muchas personas y había aprendido a ser invisible, pero que él, mi mejor amigo, lo hiciera... era como si el dolor dentro de mi pecho se amplificara diez mil veces más. Era insoportable.

—¡Andrew! —grité a sus espaldas—. No lo hagas, por favor.

El muchacho se volvió hacia mí. Sus ojos verdes mostraban tristeza y decepción, sin embargo, seguían mirándome enfurecidos. Me encogí.

—¡¿Que no haga qué, Noelle?! —exigió.

—Eso —susurré, mirando mis viejos tenis.

—Es exactamente lo mismo que tú haces —dijo acercándose hacia donde yo estaba—. Te he pedido, suplicado que te detengas. Pareciera como si no existiera, Noelle.

Lo miré con todo el valor que fui capaz reunir.

Era guapo. Mucho. Él no era el tipo de persona que pasaría desapercibido: alto, atlético, ojos verdes, sonrisa de dentífrico, castaño. Era perfecto, lo que me decía era una mentira. Todos notaban su existencia. Pero sabía a lo que se refería.

—Trato pero no puedo detenerme.

Él soltó un largo suspiro y pronunció las palabras que tanto temía.

—Perdón, Noelle. Pero no te puedo ver así una vez más. No quiero ver más esas cicatrices ni esas cortadas en tus brazos. Le diré a tus padres.

—¡Prometiste que no dirías nada! —reclamé.

—Tú prometiste no volverlo hacer —me recordó.

Antes de poderle hacer otra promesa sin fundamente, la campana sonó. Lo vi desaparecer entre la población estudiantil.

Ciertamente no hizo falta que él le dijera a mis padres sobre mi situación. Esa noche, yo me encargué que ellos se enteraran.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora