PRÓLOGO

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Me encuentro aquí, sentada en medio de tres adultos, quienes conversan de un tema que debería interesarme, pero que no lo hace en absoluto. El frío que expulsa el aire acondicionado del pequeño despacho hace que me estremezca y me remueva en mi lugar, captando la atención de las tres personas aquí presentes. Todos me miran por lo que parece durar un segundo y luego siguen en lo suyo. En ese momento, con la mirada perdida en un punto fijo de la pared, pienso en lo mucho que detesto muchas cosas como, por ejemplo, estar aquí.

Miro de soslayo a las únicas personas que esperaba que me entendieran, a aquellos dos seres humanos que me dieron la vida pero que siento que no me conocen; y luego mi mirada cae lentamente sobre la mujer al otro lado del escritorio, quien responde a sus dudas y preguntas respecto sobre como tratan a los que ingresan y los programas que existen para la mejoría de estos.

Me gustaría decir que presto atención a los cientos de cosas que salen de la boca de la mujer, pero la verdad es que no lo hago. No porque algo me impida hacerlo, sino porque no quiero. Sé cómo funcionan estos sitios y las estupideces que ofrecen para el supuesto progreso de los que ingresamos aquí, porque sí, como leíste querido lector, mi ingreso a este lugar será mañana, lo que significa que se convertirá en mi nuevo hogar.

No obstante, esta no es la primera vez que piso uno de estos lugares para quedarme. Antes de este, estuve en otros dos reformatorios. Luego del segundo, mi conducta mejoró y sentí que mi vida podría ser estable después de tanto tiempo, por lo que pude regresar a casa con mis padres. Sin embargo, esa estabilidad no duró mucho tiempo y mi comportamiento empeoró, obligando a mis padres a internarme en un establecimiento que se ajustara a mis necesidades y conductas que, como llamó mi psicólogo, eran más violentas. Aquello explicaba el por qué estaba aquí: había oído hablar a mis padres de la alta seguridad de este reformatorio y eso lo diferenciaba de los que había visitado antes.

Se notaba a leguas que no tenía que ver con los que había estado antes.

Pero eso no es lo que me preocupa de este lugar, sino el hecho de que cuando he sido ingresada, ya no puedo ver a Amanda, mi única y mejor amiga, la única persona que ha estado para mí y que sin tener que decirle cómo me siento, ha sabido de qué se trata y siempre sabe qué decir para ayudarme.

En los reformatorios dejo de recibir visitas, incluidas las de Amanda, y sé que a partir de mañana es lo que más extrañaré.

Azalea©Where stories live. Discover now