Esperando la libertad

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Un papel pegado en el muro con la esquina desprendida. La pared sucia, color blanco que ahora languidece; una base, cuyo pigmento carmín ha regresado a su estado disperso sobre las vidas cácteas. En la alborada anterior, el vértice era apenas un grano imperceptible; para el ocaso, se había convertido en el ala de un pajarillo revoloteando constantemente para escapar de sus secuestradores.

Frente a lo que queda de la antigua casa comunitaria se encuentra una plaza solitaria que despierta al amanecer. El frío de la mañana obliga a levantarse. Una mujer está tendida debajo de lo que en tiempos recientes fue una banca de descanso. El cabello lacio y canoso cubre su espalda. La nívea cascada de la anciana saluda el muro otrora albo. Entre ellos avanza un caballero de pasos grandes. La mujer se voltea y alcanza a distinguir la figura que se aleja; se levanta con gran pesar, acomodándose las enaguas y sujetando la alforja vieja que le sirvió de compañera; se soba las sentaderas para bajar a los chamorros, turna las manos que aplacan ligeramente el malestar, luego reinicia fatigosa su camino apoyada de un palo de guayabo.

El día anterior los bandidos habían pasado con el alboroto que los distinguía, a galope, arrebatando los bienes de cuántos cándidos estuvieran paseando por las calles; hicieron un par de disparos al aire, los necesarios para no acabarse las municiones, luego se fueron a la cantina. En el poblado quedaban dos caballeros ancianos venidos a menos y un pueblo bajo acostumbrado a deambular como si no existiera. Los bandidos se fueron de aquellas ruinas a las que poco podían saquear y con más sed de la que trajeron. La anciana llegó detrás de los pasos en polvo. Las personas la atendieron como se ignora a un vagabundo. A saber cuánto tiempo llevaba la mujer caminando, pero sus pies coronados de grietas estaban enrojecidos; aún con la mugre conjuntada de sus andanzas podía apreciarse un leve hinchamiento que delataba su cansancio.

Algunas personas salían de sus hogares con preparativos improvisados para acoger al hijo del castellano recién llegado, sin reparar en aquella figura sombría que intentaba apurarse para alcanzar su destino. El sol mostraba el camino de la mañana como guía incuestionable de los deseos de la mujer, sólo cuando siguió su curso natural, ella dejó de perseguirlo para continuar las huellas de la alborada desvanecida. Cada amanecer consultaba a su brújula celeste para corroborar que no se hubiera desviado.

El camino era de terracería, tierra seca salpicada de matas como constelaciones en el firmamento, las cuales hacían juego con sus labios arenosos. Al frente, únicamente, un campo árido sin fin. Tres días estuvo en el camino viendo pasar caballerías, caminantes con guardarropas y perdidos en busca de salvación; algunos venían en contra, otros la rebasaban y otros más cruzaron frente a sus pies.

Cuando el camino pedregoso quedó atrás, su cuerpo se estaba descascando, hilos de líquido escarlata escapaban de las comisuras de su piel, en las grietas de sus labios, en la sequedad de sus ojos, y el prurito atacaba sin piedad sobre sus piernas cansadas y sedientas, sólo el trueno de las herraduras en cataratas la despertó de súbito, cual si hubiera despertado de una pesadilla. Los hombres llenos de lozanía reían en paseo dominical: "¡hagamos patria!", se le escuchó a uno, mientras sus compañeros alzaban sus dagas de acero. Entonces los alrededores se mostraban más bondadosos con una alfombra de pasto y el canto de un río que resplandecía al final del sendero. Los caballeros rebasaron a la anciana conduciendo a sus caballos para atravesar el afluente, perdiéndose entre escaramuzas lúdicas.

*

El sueño lo atormentó durante toda la noche, tenía tanta sed que pensó que moriría en ese momento. Los pies los tenía inusualmente hinchados. Debía ser por la falta de movilidad. Los grilletes ya comenzaban a deformar sus tobillos, los cuales observaba con el deseo que su mirada los rompiera por un designio divino. Cada día disminuía su ración de comida, unas gotas de aguamiel y un pedazo de tortilla fría era lo que le quedaba. Afuera un sol esplendoroso, un día maravilloso mezclado de noticias sobre fusilados y ratas colgadas del cadalso improvisado por los árboles. Aquel jovenzuelo de hombros escurridos pasaba su tiempo dibujando aires de libertad tras las rejas, aguardando la compasión en los ojos de sus carceleros.

Tiempos invisiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora