I

6 0 0
                                    

Varios años habían pasado ya de las duras batallas que tuvieron que librar los nobles caballeros atenienses. Desde entonces los dioses convivían en armonía, asumiendo que continuar con las guerras no solo acabaría por destruir sus ejércitos y sus mundos, sino también a ellos mismos. Las divinidades hallaron en lo más profundo de sus corazones un sentimiento que les resultó extraño, y casi desagradable según las palabras del mismísimo Hades, aunque necesario a fin de cuentas para mantener el equilibrio del universo en el que indefectiblemente debían coexistir: La compasión.

Los dioses fueron piadosos con los guerreros que lucharon incansables aferrándose a su firme e inquebrantable lealtad por el bien de sus señores. Hades había permitido a las almas de los valerosos hombres regresar al plano terrenal para recuperar sus vidas, en tanto Athena les dio la opción de marcharse si así lo deseaban pues, ante el nacimiento de una nueva era de conciliación, un ejército casi parecía innecesario. Sin embargo, los caballeros, los guerreros divinos, incluso los espectros, ninguno de ellos estuvo dispuesto a abandonar a su deidad correspondiente. No había nada más en el mundo para los que habían sido elegidos, nada que pudiesen atesorar más que la seguridad de sus dioses. No existía para esos valientes otra vida además de la vivida hasta ahora, y si algún evento se sucedía, querían estar allí para proteger todo lo que hasta entonces habían conocido.

Mu, el caballero de Aries que aguardaba con paciencia en la primera casa del Santuario, fue el primero en notarlo. Aunque el cielo se encontraba cubierto de densas nubes aquel día, éstas parecieron apartarse para dejar paso a lo que el joven caballero catalogó como 'un meteorito', que fue a dar casi al inicio de las escaleras. No sabía lo que era, en ese momento no consiguió verlo por la rapidez con que el objeto se precipitó hacia el piso, pero si se trataba de una nueva amenaza contra Athena debía apresurarse y evaluar la situación para advertir a los demás de cualquier inconveniente.

El sonido de sus pasos al chocar las suelas contra el piso de roca llamó la atención de la muchacha que había descendido del cielo y sus violáceos ojos se alzaron con dificultad hacia la figura que se acercaba. Su mente se encontraba desordenada, sus recuerdos difusos y su visión se hacía borrosa. Le pesaba el cuerpo pero a la vez sentía la mente ligera. Notó como una finísima tela carmín se extendía sobre su ojo derecho, impidiéndole observar por completo a quien se aproximaba.

—¿Eres aliada o enemiga? Dependiendo de la respuesta, pueden ser tus últimas palabras así que piensa con cuidado, si es que puedes—sus propias palabras le sonaron rudas y desconsideradas, pero Mu no podía permitirse a si mismo confiar aun si la desconocida mujer estaba herida. Aun había altas probabilidades de que fuese una trampa.

—¿Dónde estoy? —balbuceó aturdida la joven, cosa que Mu atribuyó a la caída.

—En el Santuario de Athena.

—¿Athena? —el nombre sonaba familiar, como un lejano recuerdo enterrado en lo más profundo de su consciencia. Mas, aunque lo intentase, nada pudo hacerle evocar la vida que llevaba antes de caer en ese lugar que el joven había llamado 'Santuario'.

—¿Cuál es tu nombre? —exigió saber el caballero dorado, manteniéndose con una postura firme a una prudente distancia de la dama. Ella lo miró en medio de su confusión y, con una sonrisa amable, solo pudo mencionar el primer nombre que le vino a la mente.

—Sarah—mintió, dibujando en su rostro la sonrisa más sincera que pudo con las fuerzas que le quedaban. No quería ser deshonesta con el hombre cuyos ojos brillaban con intenciones de ayudarla, pero ¿Qué podía hacer? ¿Podía acaso decirle que no tenía idea de quién era o cómo había llegado allí? ¿Podía confesarle al desconocido que su mente estaba en blanco? ¿De qué forma sería capaz de evitar el trato hostil si no tenía ni una sola carta a su favor? Todas esas ideas se agolparon en su mente, zumbando como un enjambre de abejas. Sus ojos se cerraron y sucumbió entonces ante el cansancio, y el dolor que comenzaba a invadir su cuerpo. Su cabeza golpeó una vez más las agrietadas rocas del piso y las negras hebras de su cabello cubrieron su rostro.

The ChosenWhere stories live. Discover now