Capítulo 1 - La travesía

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Fran estaba acostumbrado a las largas estancias en el espacio. Había pasado parte de su adolescencia formándose en la Estación Espacial Nacional Nubla, y más tarde, cuando su solicitud para entrar en el cuerpo especial de cosmonautas fue aceptada, se acostumbró a pasar más tiempo en las opresivas estaciones cilíndricas que bajo el extenso cielo azul de la tierra. Para él, el ruido del tráfico, los rayos del sol y la caricia de la brisa húmeda de la mañana eran cosas lejanas, incluso de dudosa credibilidad. No había más verdad que esa oscuridad insondable que asomaba desde su ventana, nada más sólido que las placas de titanio reforzado que formaban cada pasillo estanco, ni nada más tranquilizador que el silencioso paseo en la ingravidez de la sala de controles. Y precisamente por eso se encontraba inquieto en ese momento.

No viajaba en un instrumento creado por la mente del hombre. No se movía en el cercano espacio que fluía en torno al Sistema Solar, ni en la proximidad de ninguna estrella observada desde los magníficos telescopios del ser humano. Estaba navegando en medio de lo desconocido, con una tecnología que no alcanzaba a entender y en dirección a un lugar que ni siquiera la mente podía llegar a imaginar.

Cuando la humanidad encontró a los hirge, la primera raza extraterrestre de la que habían tenido constancia, se había sentido abrumada y aterrorizada, pero al final había obrado bien. En aquel momento, bajo la amenaza de los liscuanos, la alianza con el Imperio no sólo había significado un gran salto en el campo de la investigación astrofísica y tecnológica, sino la victoria en el Conflicto de Alfa Centauri y la seguridad de que la Vía Láctea, en toda su cambiante amplitud, pertenecía al ser humano. Ahora, tras haber roto toda relación diplomática con sus antiguos aliados, podían estar a las puertas de una tragedia de consecuencias mundiales o ante una victoria en la política intergaláctica que propulsaría al planeta Tierra a la cumbre de la influencia universal. Todo dependía de ese viaje y de las negociaciones que pretendían mantener con la especie que poblaba la misteriosa y cerrada galaxia de Yldium.

El Imperio Hirge rara vez había aportado información sobre los yldianos. Los humanos sabían que era la segunda especie inteligente más parecida físicamente a ellos, lo cual no revelaba mucho si se tenía en cuenta que las tres especies restantes de cuya existencia se tenía constancia guardaban más parentesco genético con un monstruo lovecraftiano que con ninguna otra especie terrícola, a ojos de Fran. Todos sus conocimientos se limitaban a confirmar que los yldianos, al igual que los hirge, se comunicaban mediante un lenguaje articulado, andaban erguidos y tenían dedo oponible. El primer dato lo habían deducido cuando recibieron el mensaje de confirmación del Rey Supremo, señor de Yldium. Aunque los chips de idioma que habían heredado de los hirge superponía la traducción en la mente del oyente, Fran, que había escuchado la grabación una docena de veces, había llegado a captar el tono suave y melodioso del Sumo Benigno Supremo, quien actuaba como voz del Rey Supremo. El resto de la información también había sido deducción empírica: después de pasar siete semanas en el espacio, caminando por pasillos diseñados por otra especie, durmiendo en camas pensadas para otros hombres y comiendo en mesas dirigidas a otra sociedad, uno no podía más que sacar conclusiones sobre sus futuros anfitriones.

La primera gran obviedad fue que a los yldianos les gustaba viajar con espacio y comodidad, desplazándose sobre sus piernas —fuera cual fuese el número de estas que cada espécimen tuviera—, puesto que la gravedad artificial había sido programada en toda la nave sin importar las proezas de ingeniería que hubieran hecho falta. Entre los humanos tal cosa sólo estaba obligado por ley en travesías de más de nueve meses, por lo que antes, cuando las relaciones con los hirge aún estaban en buen estado, incluso los organismos públicos preferían contratar naves pilotadas por hirges, que tenían núcleos gravitacionales, a fletar vehículos propios. Ahora estaban sufriendo las consecuencias de esas medidas con la carencia de una flota bélica básica.

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