Capítulo 7 - El invernadero

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Según le había explicado el tutor a los embajadores, el tiempo en la Lirdem se regían por lo que ellos llamaban el séptimo ciclo. Los días disponían de veinte horas, y no de veinticuatro; la mitad nocturnas y la otra mitad diurnas, y entre ambas estaban las llamadas «horas de gracia». El yldiano les había recomendado encarecidamente que madrugaran o trasnocharan en alguna ocasión para poder disfrutar de lo que definió como el don de los dioses, un espectáculo lumínico que se representaba en el cielo de la estación espacial.

Ese afán por recrear las condiciones de uno de sus planetas —Fran no sabía cuál, pero suponía que sería para los yldianos lo mismo que la Tierra para los terrícolas—, no se limitaba a los horarios. La temperatura subía y bajaba según el momento del día, y un sol falso se desplazaba por el lejano techo para que cada estatua y arbusto arrojara su correspondiente sombra. Los técnicos de la Orsa-gaas estaban fascinados por tal derroche innecesario de recursos. Los embajadores, en cambio, estaban asustados. El poderío de Yldium quedaba patente allá donde miraran.

La cena secreta había durado hasta bien entrada la noche. Fran se había acostado excitado por los sucesos del día, con la mente llena de extraños rostros azules, complicada cortesía y teorías descabelladas sobre lo que sería su nueva rutina en la Lirdem.

Aunque no quería meditar mucho sobre ello, le emocionaba la idea de que le invitaran a visitar las instalaciones bélicas de la estación. Estaba seguro de que cualquier instrumento de esa sorprendente raza sería tan curioso estéticamente como útil. También, la perspectiva de descubrir unas técnicas de entrenamiento distintas a la de los hirge le mantenía intrigado.

Le había sido imposible sacar ninguna conclusión sobre las capacidades de los soldados, pero en el poco tiempo que pasó con ellos comprendió que ningún ejército de la tierra le podía hacer sombra en lo referido a obediencia y silencio. Excepto por una o dos frases cortas para avisarle de que estaban a su servicio, su comportamiento no había sido muy distinto al de una estatua, especialmente en lo referido a sus gestos faciales. El resto de los yldianos, los cuales debían ser nobles o gente de especial importancia por su forma de comportarse, pasaba frente a ellos sin prestarle la menor atención o incluso haciendo ademanes de desdén, como si su presencia los irritara.

A pesar de la efervescente actividad en su cabeza, desarrollando un pensamiento tras otro, entre los que estaba el deber de devolver cierto anillo, terminó cayendo dormido con la facilidad de siempre, y siete horas más tarde, treinta segundos antes de que la discreta alarma de su reloj sonara, abrió los ojos.

Frente a él, entre las cortinas que ondeaban suavemente bajo la brisa cálida, el sol arrojaba sus primeros rayos. Su primera reacción fue estirarse y decirse que él era una persona simple, de poca sensibilidad artística y con placeres más terrenales, como oler un buen café después de una ducha caliente, y que a él los amaneceres le causaban el mismo efecto que los museos: somnolencia. Sin embargo, mientras bostezaba, sus vista se quedó atrapada ante la hipnótica escena de los haces de luz brillante ondeando bajo un fondo aún oscuro.

Salió de la cama con lentitud, haciendo ejercicios para calentar los músculos de hombros y cintura, antes de asomarse al balcón y disfrutar de unos tranquilos diez minutos de contemplación. Nunca había visto una aurora boreal pero sabía lo que era e intuía que «las gracias» era la versión de ésta en Yldium. En el cielo las luces bailaban como un pentagrama lumínico, fundiéndose los rojos con los azules y creando morados, verdes y amarillos. El aire a su alrededor estaba cuajado de motas plateadas que flotaban a merced de una brisa cálida y los haces rojos jugueteaban sobre su piel, haciéndole entrar en calor con sólo rozarlo.

 Cuando fue consciente de lo ridículo que debía verse un hombre con el feo pijama reglamentario —de cuerpo completo—, ensimismado observando el infinito, decidió ponerse el chándal de deporte y salir a hacer sus ejercicios matutinos. Llevaba demasiadas semanas atrapado en la Orsa-gaas, que si bien era una nave grande, no lo suficiente como para poder hacer distintas rutas de entrenamiento. La Lirdem en cambio le estaba ofreciendo en ese momento un jardín floral a cielo descubierto, por muy artificial que fuera. Era demasiado tentador como para resistirse.

Sangre azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora