SEPTIEMBRE - 4

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—Hermanito querido... —Roberto se tira a los brazos de su hermano para saludarle después de tantos años—. ¡Cuánto tiempo! ¿Y esta preciosidad? ¡Qué mayor! Y cada día más parecida a su madre...

—Hola Roberto —estaba bien claro que Agustín no estaba cómodo con su hermano. Todo el trabajo que habían hecho durante tantos y tantos años en el hogar, en poco tiempo su hermano lo había echado a perder. Que cada vez tuviera menos huérfanos, solo era culpa de él.

A Mariana tampoco la hace mucha gracia ver a su tío. Es más, en ese momento estaba pensando que su tío no tenía que tomarse tantas confianzas con ella cuando hacía años y años que no la veía. Pero bueno, ella sonrió falsa y se mostró todo lo amable que pudo.

—¿Todo bien? ¿Qué tal el viaje? —el tío saludó también a la sobrina.

—Todo bastante bien. Llegamos puntuales. Bueno, enséñame todo esto. ¡Cómo ha cambiado todo desde que yo no estoy acá, hermano! —exclamó Agustín.

También había cambiado para mal. En si, la decoración estaba igual que hacía 20 años. Además había menos internos que nunca... Se estaba anticuando, y había que cambiar eso. Tenía que empezar a ser un Hogar moderno. Con muchos más niños.

—Sí mucho. Bueno te enseño todo y luego conoces a los chicos, son geniales, estupendos —dijo Roberto, sonando bastante falso—. Son joyitas, aunque aún las falta ser pulidas. En definitiva, son diamantes en bruto.

Mariana miró a su tío con cara de desesperación. No confiaba nada de nada en él. La desesperaba. Tal vez luego se equivocará, pero en verdad, esa nena tenía un buen ojo, no solía equivocarse.

Pasearon por el salón, por el comedor, la cocina, los respectivos cuartos de baños (el de niños y el de niñas), los dormitorios (también separados por sexo), la habitación de la celadora Justiniana y la habitación del jardinero. Había otro par de cuartos, uno el del papá y mamá de Mariana cuando aún vivían y dormían en el Hogar, y otro aún vació. También había un sótano, bastante desordenado, un aula, una sala de juegos y un pequeño jardín, el cuál fueron a visitar en último lugar ya que en él estaban jugando y conversando todos los chicos.

Roberto abrió la puerta, y Agustin y Mariana pudieron conocer a los chicos. Los dos más pequeños, muy serviciales, fueron los primeros en correr para saludarlos. Mariana, a quién la encantaban los niños, los recibió con los brazos abiertos. Comenzaron a pelearse por quién la daba un beso primero:

—Yo me llamo Lola —dijo la niña de melena rubia y ojos claros mientras saltaba como una loca.

—Y yo me llamo Bruno.

A Mariana la dieron ganas de comerse a los dos. Su padre sonrió y fue a saludar al resto, pero mientras, su tío Roberto sonreía falso.

—Ven a jugar con nosotros —la dijo la niña con una cara muy dulce.

—Mariana, nos tenemos que ir, tenemos cosas que hacer y arreglar en casa en este mismo momento. Recogemos los papeles que me tiene que dar el tío y nos vamos a casa —la dijo Agustín algo serio esta vez—. ¿Mañana es la reunión con el licenciado Luis?

—Sí —le respondió Roberto.

—Déjela quedarse — dijo Bruno con una carita irresistible. Pero Agustín y Roberto ya habían abandonado el patio, y Mariana se había quedado a solas con todos los chicos. Los mayores la miraban con cara de amenaza, los del medio simplemente hablaban entre ellos, ignorándola, y los pequeños no paraban de agobiarla mientras la rogaban que se quedasen. Mariana estaba a punto de gritas SOS.

Se armó de valor y decidió despedirse de los más pequeños:

—Vuelvo otro día.

—No... —la rogó Lola—. No te vayas, eres muy buena, no te puedes ir.

—Sí me voy, debo irme —dijo dándole a Lola un beso en la cabeza—. Tranqui que mañana voy a venir, mi papá tiene que venir a hablar con el funcionario que lleva el Hogar, así que no se preocupen que voy a venir —le dio otro beso a Bruno y volvió dentro sin decirle nada más al resto.

Juntos, Agustín y su hija regresaron al coche e iniciaron su camino hasta la casa del abuelo, el fundador del Hogar, quién había fallecido ya hacía años.

—¡Cómo te quieren todos los niños cielo! —le dijo Agustín a su hija.

Mariana se rió y le contestó:

—Solo los más chiquititos papá, el resto ni me saludó.

Su padre la miró y después volvió a mirar hacia delante, estando pendiente de la carretera:

—Bueno, sabes que esos niños tienen una falta de amor enorme. Hay algunos que no tuvieron otra alternativa de venir acá porque sus papás fallecieron, pero a otros les abandonaron... Y eso es muy duro.

—Ya lo sé papá, pero yo no tengo la culpa, les tengo lástima nada más.

—Tienes que ir de a poco con ellos. Paso a paso, muy despacio. Seguro que terminarán siendo muy amigos. Tu mamá también estuvo en este Hogar, al principio era una niña muy callada, muy tímida, y luego mira lo que pasó... Terminamos juntos, teniendo dos niñas preciosas —Mariana miró a su padre, el cuál tenía lágrimas en los ojos. Pero no le dijo nada al respecto, no quería que rompiera a llorar.

Había sufrido muchísimo. Mariana sabía perfectamente que volver al Hogar Los Rosales, para su papá, suponía un trauma. Allí se había conocido con su madre, se habían enamorado, teniendo una historia preciosa y muy romántica, habían tenido a Mariana, se habían mudado a la India con la intención de comenzar una nueva vida, habían tenido otra nena, y tanto la pequeña como su madre, se habían enfermado de repente, y a los pocos días, habían fallecido, sin dejar ni que Agustín, ni Mariana pudieran despedirse de ellos.

—Papá, te quiero —dijo Mariana de un momento a otro con intención de calmar a su padre.

Agustín sonrió, la tomó un momento de la mano y terminó de conducir hasta la casa del abuelo. Allí, dónde Agustín y Roberto se habían criado, ahora vivirían un tiempo.

Un corto periodo de tiempo.

Chiquititas: Los RosalesWhere stories live. Discover now