SEPTIEMBRE - 3

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En el Hogar Los Rosales cada día las cosas iban peor. El director era un ser de lo más inepto e irresponsable, que apenas se interesaba por las necesidades de las criaturas que allí vivían.

En total, había seis niños, cada uno con sus propios problemas e inquietudes, además de que las edades eran dispares: dos adolescentes, dos niños de doce años y dos pequeños de ocho añitos. Para añadir más problemas, los niños entre ellos no se llevaban bien, la celadora tenía mal humor y no solía tratarlos muy bien, y don Roberto no se implicaba en los problemas todo lo que debías (por no decir que se implicaba mínimamente).

Era un horror.

Él único que podía librarse era el jardinero: Ignacio, al que todos conocían como Nacho. Era un chico de 27 años que desde los 18, nada más terminar el colegio, se había puesto a trabajar como jardinero en el Hogar.

El padre de Nacho también había trabajado en el Hogar, aunque por así decirlo, su hijo le había quitado el puesto. Cuando su padre dejó de trabajar, ya era mayor, y directamente lo jubilaron. Padre e hijo eran muy unidos, y siempre que Nacho tenía un ratito libre iba a visitarlo a su casa, puesto que Nacho dormía allí, en el Hogar, en un cuartito muy pequeño, en la planta del sótano. Allí también tenía su dormitorio la celadora.

Aquella mañana, unas horas antes de que Mariana y su padre, Agustín llegaran al Hogar para que en él comenzara una nueva etapa, empezaron, como siempre, los problemas.

El primero en bajar a desayunar, fue Bruno, el niño más pequeño. Ocho añitos, y una dura historia detrás de él. Lo habían abandonado de recién nacido en una casa cuna, no muy lejos de donde estaban "Los Rosales". No se sabía nada ni de sus padres, ni de en qué hospital había nacido, ni de su fecha de nacimiento... Nada de nada.

Y aunque Bruno intentara sonreír de vez en cuando, otras veces se acordaba tanto de su triste vida que no le salían las sonrisas. Era un niño callado, que solo se sentía bien con Tomás, Marco y con la que era su mejor amiga: Lola.

Los dos más chiquitos del hogar eran inseparables. Los mejores amigos del mundo. Dos hermanitos de corazón, como bien dije, inseparables.

Lola había tenido una infancia algo más sencilla. Aquella niña de ojos claros y pelo rubio rizado, al menos se había criado con una persona conocida: su abuela Melina. Su madre se había marchado, dejándola con Melina, y Melina la había criado con mucho amor hasta que ella cumplió los seis años. Una casa normal, una vida normal: despertarse por la mañana, desayunar juntas, ir al colegio, salir a la hora de comer, que su abuela la ayudara a hacer los deberes... Todo completamente normal. Después, su querida abuela falleció, y minoridad la trajo a "Los Rosales".

Y sinceramente, la celadora: Justiniana, era la que más problemas tenía con los dos más chiquitos. Ella los trataba mal, y los niños se defendían con las travesuras más divertidas, y también terroríficas, para la pobre mujer, que además era mayor.

Justiniana también llevaba muchos años trabajando para el Hogar. Don Roberto la obligaba a ser exigente con los chicos, y ella se lo tomaba al pie de la letra. Ya era mayor, y en el caso de que se quedara sin el puesto de celadora del Hogar, tenía por seguro de que se quedaría sin trabajo. Por eso se lo tomaba en serio.

Aunque, por otra parte, también hacía mal su trabajo. Y muy mal.

Bebía cerveza cuando nadie la veía, y siempre que tenía día libre se iba al bingo, gastando dinero de la asignación del orfanato.

Y sí, don Roberto no se preocupaba de lo que la mujer hacía mal.

Como bien hemos dicho, los dos medianos del Hogar se llevaba bien entre ellos, y también se llevaban bien con los más chiquitos. Ambos también tenían historias duras.

Chiquititas: Los RosalesWhere stories live. Discover now