Luz de luna, noche de venganza.

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Luna llena. Era noche de licántropos, hombres lobo, zombies y vampiros. Una noche peligrosa, si de la supersticiosa época medieval se tratase, claro. Pero estamos en el siglo veintiuno y la gente, animada por el ambiente propio de un viernes noche, caminaba de acá para allá, de un bar a otro, de un parque a otro, o de un coche a otro. Las chicas llevaban cortos y ceñidos vestidos, algunos llevaban lentejuelas, otros eran negros y otros, mejor no comentarlos. Pero lo que todas ellas tenían en común eran sus ojos ahumados por el rímel y el eyeliner. Los chicos, llevaban camisa y pantalones largos, los pelos engominados y unos cuantos litros de colonia de más.

Ahora bien, si alguien hubiese girado por una callecita del centro de Milán, habría dado con una imagen muy romántica, formada por una pareja muy característica.

Un chico, muy, muy alto y una chica, no tan alta, estaban sentados en el suelo de un callejón, con la espalda apoyada en una pared de ladrillo y con un trozo de pizza en la mano. Y se reían a carcajadas.

-       Vaya día – dijo Marianna con felicidad. Apoyó la cabeza en el hombro de Miguel.

-       No puedo quitarme de la cabeza a ese pobre niño… - decía él, riéndose.

-       Ya… Pues imagínate al calvo…

-       ¡Dios! – Miguel soltó más y más carcajadas – ha sido increíble. Es la primera vez que veo vomitar a un crío desde lo alto de una noria.

-       Y seguramente, sea la última – añadió Marianna. – De todas maneras, el pobre calvito ha tenido muy mala suerte.

-       Sí, quién le mandaba ponerse debajo – Miguel casi se atraganta con la pizza al recordar la anécdota, no es bueno reír mientras se come.

Marianna le arreó un par de palmaditas en la espalda. Cuando terminó de toser, Miguel le dio un buen trago al botellín de cerveza que tenía a su lado.

-       Ten más cuidado. Un poco más y te mueres – dijo ella. Sus ojos azules brillaban con intensidad. Hacía tanto tiempo que no disfrutaba así… Estaba muy contenta, no podía dejar de sonreír. Además, Miguel era muy divertido y tenía un extraordinario sentido del humor. Cada dos palabras te sacaba una sonrisa.

-       Por lo menos iría al cielo.

-       ¿Tan bien te has portado? ¿No tienes ningún pecado para confesar? – dijo Marianna, bromeando. Levantó las dos cejas para darle énfasis a la última pregunta.

-       Para confesar, no. Pero se me está ocurriendo uno que me llevaría derechito al infierno…

Los ojos castaños de Miguel se clavaron en los azules de ella, una de sus manos se deslizó sobre la pierna de Marianna y la otra la utilizó para retirarle el pelo de la cara.

-       ¿Y, yo? ¿Iré al infierno contigo? – dijo ella en un susurro.

-       No – respondió él – tú eres un ángel – y se posó sobre sus labios. Con ternura y suavidad.

Ella le respondió, con timidez al principio, con pasión al final.

-       Soy un ángel caído, Miguel. No lo olvides – dijo ella cuando se separaron.

-       Y yo soy un pobre mortal que necesita que lo rescates – dijo él con una media sonrisa.

-       Qué teatrero eres – contestó Marianna riendo.

Miguel bebió otro poco de su cerveza. Marianna terminó su porción de pizza.

-       Admítelo. En el fondo te gusta.

Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora