Capítulo 7

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—Pasa, Kate, pasa. —papá se hizo a un lado, empujándome con su brazo hacia el interior.

Arrastré mis pies, ingresando rápido a casa. Me generaba un sentimiento de vacío vivir en la misma casa en las que tantas veces jugué con mamá, en la que lloré, caí y reí. Una casa en donde viví seis años junto a la única mujer que amaría con todo mi corazón, esa que me enseñó en tan poco tiempo todo lo que ahora sé. Vivía en una casa en donde mamá había dejado más acertijos que respuestas.

Shannon Collingwood era un completo acertijo sin respuesta, a menos que ella misma la diese.

Toqué instintivamente el collar que colgaba de mi cuello, aquel que perteneció en su momento a la mujer que me dio la vida. La forma de corazón me dio fortaleza a entrar a casa, caminar los pasillos que me conducían al salón.

—Katherine, niña —llamó Eddy, obteniendo mi atención completa—. Ginger decidió ir a casa, ¿estarás bien sola?

Asentí, incrustando por poco el corazón de oro en la palma de mi mano. Odiaba estar sola, sentir el vacío de las palabras no dichas y la soledad que se cernía sobre mi alma.

Había pasado más tiempo de mi vida sola que acompañada: luego de la escuela volvía a casa, el lugar más solitario que podría llegar a pisar jamás, y me quedaba en mi habitación hasta que podía bajar a cenar. Y a veces ni siquiera cenaba.

Me acostumbré a la soledad, a no tener nadie a mi lado más que a mí misma.

Ginger no podía pasar todas las horas de su vida conmigo, debía estar con la persona que todavía tenía a su lado y la amaba: su abuela.

Yo tenía a mi padre, un señor de casi cuarenta años que le dedicaba más tiempo a su trabajo que a su casi huérfana hija. Creía que sola estaría mejor, que él no podría llenar el vacío que mamá dejó: pero sí podía llenar el de padre.

—¿Tienes que irte, Eddy? —cuestioné, abrazando mi cuerpo.

Nunca le reclamé haberme por poco abandonado cuando más lo necesitaba. No acostumbraba a llevarle la contraria, no podía echarle en cara nada. En lo poco que me ayudó lo hizo bien, aunque fueron peores los desprecios y comparaciones que hizo con mi mejor amiga, el amor que le demostraba a Ginger y el menosprecio que hacía delante de ella.

—Sí, me necesitan en el trabajo. —me miró de soslayo, con culpa—. Lo siento.

Asentí, apretando mis labios. No iba a hacer nada, no podía hacer absolutamente nada para que se quedase a mi lado.

Papá tomó su abrigo y salió de casa sin saludarme, cerrando de un portazo. Cuky salió de su cucha agitando la cola, alegre como siempre.

Por lo menos tenía a mi fiel perro que cada vez que lo necesitaba estaba para mí y, cuando tampoco precisaba su presencia, aparecía ante mí. Siempre agitando su larga y peluda cola. Simplemente lo amaba.

—Ven, can —llamé, chistando los dedos. Se acercó rápido, lamiendo la punta de mis dedos. Reí por las cosquillas, acariciando su pelaje—. Buen chico, buen chico.

Subí con su compañía hasta mi habitación, llegando hasta la puerta cerrada que me pertenecía como espacio de descanso. O como yo le decía: mi vida.

Abrí con lentitud, sorprendiéndome por cómo estaba: acomodada. Lo único que estaba sobre la cama eran los portarretratos rotos, fotos y la carta que mamá me dejó.

Los libros no estaban, ¡no estaban!

Grité desesperada, agarrándome de los pelos. ¿Por qué, por qué siempre lo mismo? No dejaba que confiase en él, hacía cosas contraproducentes a mis espaldas. Decidía por mí cosas que jamás hubiese hecho, pensaba en mi bienestar, pero lo empeoraba cada vez más.

Tú DecidesWhere stories live. Discover now