Huida.

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El aire de la habitación se encontraba enrarecido. Elizabeth estaba totalmente inmóvil entre el verdugo y Prudence. Patíbulo continuaba sujetándola por la muñeca, y Prudence vio en sus ojos ónice que él no dejaría que Elizabeth le hiciera nada, al menos en su presencia.

El corazón le tamborileaba en el pecho. Un dolor agudo la oprimía, pero Prudence no sabía si era un dolor físico, o era de otro carácter. Quizá se debía a verlos juntos, quizá era ver la perfección que los dos emanaban, de cómo se complementaban a pesar de sus diferencias. De cómo él, con su altura y su corpulencia hacía parecer a Elizabeth más delicada. De cómo los rasgos distinguidos y dulces del rostro de ella hacían que los rasgos firmes e indómitos de Alexander resaltaran.

Prudence recordó las historias de antiguas culturas que hablaban de cómo el dios de la guerra y la diosa de la belleza se habían amado sin límites, y se preguntó si lucirían así.

Los celos la estrujaron. Solía ser sincera consigo misma, pero en ese momento no quería abrir los ojos para darse cuenta de lo que sucedía. Sólo era capaz de notar aquel sentimiento que hacía que quisiera golpear a aquella diosa rubia, pero había algo en ella, algo que Prudence no podía distinguir, que hacía que sintiera miedo cerca de Elizabeth.

¿No debería ser al revés? ¿No debería querer alejarse del dios de la guerra para acercarse a la de la belleza?

No. Le gustaba el tormento, la lluvia, la tragedia que el verdugo había llevado a su vida. Le gustaba mucho.

Abrió la boca antes de darse cuenta siquiera:

-Alexander...

Elizabeth se giró hacia ella inmediatamente. Su sonrisa se ensanchó y el brillo de sus ojos castaños se enfrió. Prudence no era tonta, sabía que la había provocado y que nadie debería provocar a una criatura como Elizabeth, capaz de destrozarlo todo solo con pronunciar una palabra.

-Ah, ¿ya sois tan amigos que puedes llamarlo por su nombre de pila, sin más? –preguntó.

Prudence alzó la barbilla. Nunca había sido especialmente valiente, pero odiaba sus aires de superioridad, odiaba toda aquella asquerosa perfección que rezumaba por los poros de la rubia, odiaba que lo tuviera todo. Y aquel odio, para bien o para mal, la hacía querer enfrentarse a ella.

-Disculpe, Lady Elizabeth –pronunció su nombre con sorna-, pero puedo llamarlo como quiera.

Elizabeth sonrió aún más, pero sus ojos se oscurecieron, y se lanzó hacía ella. Sólo el agarre de hierro de Alexander evitó que la tocara.

-Elizabeth... -advirtió él, en voz baja.

La rubia lo miró, y su mirada se endulzó en el acto. Prudence la odió todavía más.

-Ven a mi casa, Alexander –le dijo. Su voz era miel-. Tenemos mucho de lo que hablar...

Alexander suspiró y toda aquella ternura que el rostro de Elizabeth había mostrado se resquebrajó como si se tratara de una máscara de piedra, pero él pareció no notarlo.

-Alexander –repitió, y su voz era hielo esta vez.

-No puedo irme, Elizabeth. Tengo que ocuparme de unos asuntos.

-¿Y esos asuntos no serán la señorita Anderson, por un casual? –Prudence vio la rabia en su gesto, en su mirada.

-Elizabeth, ya basta. Deberías irte.

Elizabeth entornó los ojos y se cruzó de brazos.

-No puedes quedarte aquí solo con ella, Alexander. No es apropiado, la gente hablará.

Las lágrimas de la bruja. #PNovel #BubbleGum2017 #Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora