Parte 13

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Helmuth Loffler era un arribista psiquiatra judío procedente de la muy en boga escuela vienesa de Sigmund Freud, cuarentón  y amante de la música, que comenzó a tratar a Elena y de quién acabó siendo su confidente y amante. Helmuth Loffler empezó a estudiar la historia personal de Elena con sesiones de sosegada conversación sobre su infancia que le hicieron mucho bien. Y tras unos meses, él diagnosticó una neurosis basada en los celos que el mundo intelectual al que su madre estuvo entregada durante su niñez de Elena le producía y que ahora ella, en cierto sentido, había repetido con acto emancipatorio de dejar su tierra y su vida por sus propias ilusiones.

Elena no tenía certeza de aquello fuera verdad, pero le gustaba sentirse escuchada por alguien, aunque tuviera que pagar.

Helmuth Loffler comenzó a suministrarle cocaína para que desinhibiera sus represiones infantiles, para sosegar sus ataques de gula y para obtener sus favores sexuales.

Elena Petroncini apareció ahogada en el lago Leman una mañana de diciembre de 1949 tenía 29 años.

La autopsia mostró que Elena se había quedado embarazada del doctor Loffler sólo tres semanas antes.

Por aquellos días, miles de alemanes del Este huían hacia Alemania Occidental. En Estados Unidos Gene Kelly cantaba New York, New York en los grandes cines de la capital.

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El suicidio de Elena volvió a hundir a Adrian como en los meses posteriores al asalto al cuartel de

Kufstein. Él, una vez más, por omisión, se sentía responsable de lo ocurrido. "Ahora- pensó- se había quedado realmente solo. Y para siempre".

Pensar en su soledad, y no en el dolor que su abandono le había producido a ella, hizo sentirse aún más mezquino.

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Cinco años después, Alma Trap llegó a la entrada de su vieja casa en Lausanne. Era un mayo luminoso y la puerta estaba abierta. Entró hasta el salón y vio a su padre y a Adrian jugando ajedrez  como si nada hubiera pasado en los últimos veintiséis años. Ellos levantaron la mirada del tablero. Todos se reconocieron extraños. Lajos Trapolyi tenía 68 años; Adrian, 50 y Alma 48.

Alma tenía la íntima convicción de que su padre había muerto. Y sin embargo estaba allí, recio fibroso, como lleno de una energía sobrehumana. Adrian tenía un canoso bigote que en nada mortificaba su antigua cara . Alma tenía el pelo corto con las puntas redondeadas hacia arriba y veinte kilos más.

El tiempo transcurrido que se veía en los tres rostros le mostraba a cada uno su propia decadencia física. Comprendían que cada uno de ellos debía estar tan viejo como el cansancio que procedía de la mirada opuesta. Era la vida con sus heridas, la que se exhibía en aquellos lienzos.

No obstante el tiempo y el cansancio, los tres se sintieron inmensamente felices.

Alma pensó lo fácil que era ser feliz y lo difícil que ella se lo había puesto a la vida.

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Alma y Adrian pasearon por la orilla del lago. Se resumieron sus vidas en tan sólo unos minutos. Alma habló de Mel, de Rebeca, de George y de Eleonor. Adrian le habló de Lajos, de la guerra y de Elena. En sólo unos minutos comprendieron todo el dolor por el que cada uno había pasado. Adrian, por fin, cansado en sus estrategias de conquista a medio y largo plazo, sintiéndose espoleado por la premura del tiempo, la miró a los ojos y le dijo:

- Alma, siempre te he querido.

- Siempre lo supe- contestó ella.

Y en un acto de entrega, de claudicación definitiva, de abandono a sus sueños largamente amasados, Alma tomó las manos de Adrian entre las suyas y lo miró. Tanto Adrian como Alma sintieron como si llevaran treinta años conviviendo, como si fueran un viejo matrimonio que se entrelaza las manos, un sencillo gesto de cariño después de los años. Tan asentado estaba su amor en el corazón de cada uno de ellos.

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Alma había llegado a Lausanne justo a tiempo para asistir al último concierto de su padre al frente de la Orquesta del Conservatorio después de ser su director durante 35 años. Lajos siempre había soñado obtener una plaza de titular en una de las grandes orquestas del entorno: la Suisse Romande de Ginebra, la Orquesta de la Scala de Milán o la Filarmónica de Viena. Y aunque consiguió dirigir esporádicamente la Orquesta del Kursaal de Montreux y la Orquesta Suiza francesa que fundó Ernest Ansermet en su sede de Lausanne nunca sería propuesto en firme como titular. Sin embargo, su trabajo con los jóvenes talentos le

satisfizo en una vertiente que las grandes orquestas no podían darle: la de trabajar con músicos que todavía tienen ilusión.

Y aunque no pudo abarcar el gran repertorio sinfónico en su totalidad, llegó a muchas de las grandes obras con las que todo director sueña alguna vez: se solazó en Bach y dirigió su totalidad Magnificat, su Gran Mira en Si menor   y su Pasión según San Mateo, vibró con el Réquiem de Mozart, batió el aire con Beethoven y su Quinta Sinfonía , y acarició el sonido con el Réquiem de Fauré. Le quedaba el sueño de dirigir el Réquiem Alemán de Brahms, que eligió para su despedida. Por que eso era el Réquiem Alemán , una dulce y serena despedida, una confiada entrega a una transformación para la cual la muerte no era más que una absurda puerta que flanquear sin miedo, aunque con nostalgia.

Lajos dirigió sentado en una banqueta alta. Sus delgados brazos parecían moverse como el lento vuelo de una gaviota, por una vez la música no pareció salir de él sino ser él mismo.

Lajos Trapolyi, sin enfermedad especifica alguna, murió tres días después de su despedida del escenario.

Si no podía dirigir, no tenía sentido seguir viviendo.

SABOR A CHOCOLATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora