Parte 8

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Más de una año después de la partida me Gyorgy a Estados Unidos, Lajos Trapolyi  y Adrian Troadec no habían recibido la más mínima noticia de Gyorgy o de Alma. Lajos y Adrian jugaban tediosas partidas de ajedrez que ya no les entretenían  como antes. Ambos estaban cayendo en una callada desesperación.

Adrian sabía que no tenía ningún derecho a inmiscuirse en la vida de Alma Trapolyi, señora de Willman, y luchó por aprender a resignarse.

Lajos Trapolyi tenía entonces 51 años y estaba sólo. La música y la dirección, su pasión a lo largo de su vida, por primera vez le eran indiferentes. Su trabajo, el ajedrez y su vida diaria le eran indiferentes. Sólo esperaba noticias de América.

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Pero Adrian, animado por la idea de que antes o después tendría que hacer un viaje a los Estados Unidos, y fiel a su manera de planificar las cosas a largo plazo, decidió que tenía que conseguir más dinero para semejante aventura y para todos los imprevistos que pudieran surgir de ella. Para esto, y lleno ahora de las nuevas energías que su sola pretensión le imprimía, decidió abrir en Ginebra y en Berna dos establecimientos más de su Petit Chocolat Troadec .

En menos de un año Adrian compró dos nuevos locales para sus nuevos comercios. Todas sus energías y pensamientos se habían volcado en sus proyectos intentando olvidar las amarguras del corazón.

En Rusia, Stalin había colectivizado la tierra, España proclamó la República y la ya llamada Gran Depresión iba asolando todo el continente. Los precios comenzaron a dispararse, las monedas se devaluaban. De todas partes llegaban rumores de problemas sociales. Pero Suiza parecía mantenerse como una isla virgen al socaire de los malos vientos.

Sin embargo, el chocolate dejó de venir de París.

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Pero cuando los negocios le comenzaban a funcionar, Adrian Troadec fue llamado a filas. El Gobierno llamó a filas a todos los menores de 35 años por un período de tres meses. El sistema suizo se había establecido sobre la base de que todo pueblo estaba permanentemente en período de instrucción, pero siempre había sido pocas semanas al año. La situación de Alemania, especialmente con Francia, parecía no andar por buen camino

El 15 de marzo de 1936, días después de que los alemanes ocuparan Renania rompiendo el tratado de Versalles, cuando Adrian Troadec tenía 32 años,hubo  de presentarse para participar en el más poderoso ejército europeo: la marina suiza.

Su vida ya no volvería ser la misma.

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Fue enviado a Kufstein en la frontera con Alemania, cerca de Múnich y Salzburgo. Allí, paradójicamente, vivió meses de tranquilidad y camaradería, donde compartiría su tiempo con sencillos compañeros. Allí conoció a Frank Peter Schweinberger con quién jugaría largas partidas de ajedrez; a Fabio Cidini, empedernido fumador y gran contador de historias; a Jorg Peter Merkel, gran payaso, con quien reiría en las noches de guardia; a Erik Letelier, amante de Bach que tocaba el violín todas las noches, y a Gregor von Herzen, silencioso amigo que amaba a sus amigos con la mirada. Todos ellos murieron espantosamente en una absurda emboscada alemana que estuvo a punto de provocar un conflicto internacional que, ruinmente, luego, se silenció y de la que él, años después, sólo recordaría su cobardía: agazapado en la cocina oyó los gritos de la entrada salvaje; oyó los disparos acelerados de la metralla; oyó el ruido seco de sus compañeros al caer, oyó los gritos enloquecidos del alemán, pero sobre todo oyó su silencio.

En la partida que él jugaba con la vida, sus mejores peones habían caído en una sola jugada.

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Adrian Troadec perdió la conciencia por el shock y no la recuperó durante meses. Cuando comenzó a comprender de nuevo que seguía vivo, y desolado, estaba viviendo en la casa de Lajos y durmiendo, paradójicamente, en la que fuera la cama de Alma. Su olor le devolvió la vida.

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Cuando Hitler entró en Viena, Alma Trap y su hermano oían las noticias desde la vieja casa de Georgetown en Washington. Sabían que era el principio del fin para Suiza. Pensaron en su padre, del que no tenían noticias desde hacia años, y Alma se descubrió pensando en Adrian, Adrian Troadec.

Sólo dos días después, Alma fue visitada por un sargento que le traía una nota de pésame del general Taft: Mel Willman había muerto.

Alma, entonces, lloró. Pero sólo por ella.

SABOR A CHOCOLATEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora