IV

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—Ya pueden salir, muchachos —dijo Omar—. Ah, y déjenme sus tareas y cuadernos en mi escritorio, se los doy el lunes. Hasta luego.

Todos recogían sus cosas para salir. Emma fue la primera en abandonar el salón, pues no había sacado nada, y gracias a Alexander, Omar acabó su clase.

Alexander dejó sus cosas y siguió rápidamente a Emma. Cuando llegó junto a ella, la tomó del brazo, haciéndola parar y girarse hacia él.

—Hola —saludó Alexander, sonriendo.

Emma rodó los ojos.

—¿Ahora qué? —Y cruzó los brazos.

—Podríamos empezar con el trabajo —propuso él, con un tono demasiado amable para lo que Alexander recordaba de sí.

—Nos restan dos semanas para el trabajo, podemos empezar otro día.

—Por favor.

—No, hoy quiero tener mi día libre.

—Bien. —Él se arrodilló y tomó la mano de Emma—. Por favor, señorita sin nombre, ¿quiere hacerme el honor de pasar la tarde conmigo haciendo un estúpido y aburrido trabajo?

Emma miró a su alrededor. Los muchachos que salían del salón se quedaban viendo la escenita y murmurando estupideces, como siempre. Le arrebató la mano.

—No seas ridículo y levántate —le espetó. En realidad él era la única persona a la que le hablaba mal (sin contar a Chloe) porque con el resto sería tremenda humillación.

—Di que sí y me levanto.

—Sí. —Se cruzó de brazos con vergüenza. No le gustaba aquello y ceder fue lo más rápido que logró hacer.

—¿Me acompañas a ver mis cosas?

Emma calló, pero entró de nuevo al salón, dándole a entender que su respuesta era sí.

Alexander guardaba sus cosas cuando empezó a hablar.

—No te agrado mucho, ¿cierto?

—No —aclaró ella, seca.

—¿Por qué? —Se puso su maleta.

—Porque ya sé el tipo de chico que eres.

—No me conoces.

—Conozco a los de tu tipo —escupió ella. «Noah», le susurró su subconsciente.

Alexander calló un momento.

—Sígueme —dijo después—. Ya sé dónde podemos empezar a hacer el trabajo.

Ella sólo hizo caso. Todos los miraban, pero nadie se atrevía a molestar a Emma. Tal vez era el hecho de que estaba con Alexander, o… No, no había otra opción.

A él le gustaba estar así de bien con ella. Aunque definitivamente no estaban muy bien, pero para él era suficiente. Al fin y al cabo, prefería que lo recordara despreciándole a que le fuera 100% indiferente.

Llegaron a uno de los edificios menos ocupados.

—¿A dónde vamos? —cuestionó ella.

—Es sorpresa.

Él paró de caminar y sacó una badana de su mochila.

—¿Quieres seguir con la sorpresa?

—Está bien.

—Déjame cubrirte los ojos.

Ella lo miró pensativa y accedió. Sentía un vacío en el estómago, por la ansiedad. Nunca había hecho nada parecido con ningún chico, y además, Alexander estaba buenísimo.

Una historia de bulimia másDonde viven las historias. Descúbrelo ahora