capítulo 4.

4 0 0
                                    

Estoy a punto de volverme loca.

Llevo más de media hora esperando aquí y no hay ni rastro de Coleman. Ni siquiera es cuestión de ser puntual o no serlo, porque el caso es que ella no sabía que yo iba a venir. De hecho, nadie lo sabía excepto yo.

De brazos cruzados, observo a las gimnastas de mi edad a través de la ventana. Las zorritas de Coleman. No es que las esté insultando, así es cómo solíamos llamarnos. A algunas las conozco, pero a otras no las he visto en mi vida. Supongo que no puedes mudarte a la otra punta del país y esperar que todo siga igual cuando vuelvas.

Cuando por fin me decido a entrar, oigo los cuchicheos con claridad, pero finjo que no. Me quedo en mi sitio, la cabeza bien alta. Pertenezco ahí, no tengo que demostrárselo a nadie. Bueno, a nadie menos a Delaney Coleman. Una vez más.

La puerta se abre detrás de mí y un hombre negro de unos cuarenta años entra como un vendaval. No dudo en acercarme a él: es André LeBlanc. He visto alguna foto suya en uno de esos artículos que nunca te paras a leer, ya sea por falta de tiempo o por pereza. Tal vez trabaje para Delaney ahora, pienso. Sus gafas, grandes y redondas, descansan sobre su cabeza.

—Buenos días, señor LeBlanc —lo abordo con carisma, andando a su lado—. Estoy buscando a la entrenadora.

Se detiene para mirarme, con las cejas alzadas.

—Aquí lo tienes —me dice en un tono glamuroso, gestualizando hacia sí mismo.

Frunzo el ceño y me río, algo extrañada.

—No, en serio, ¿sabe cuándo va a llegar la entrenadora Coleman?

—Cariño, no podría ir más en serio. Coleman ya no entrena aquí. De hecho, ya no entrena en ninguna parte.

Continúa andando como si no acabara de alterar toda mi realidad como la conozco, como si no acabara de hacer añicos mis planes. Sólo me sale balbucear. Tengo muchísimas dudas, vaya si las tengo. Pero ahora mismo lo único que sé es que tengo que ganarme a ese hombre si quiero volver a tener un futuro en la gimnasia. Si quiero volver a tener un futuro, en general.

Me apresuro para interponerme en su camino, juntando las palmas de mis manos.

—Perdone mi impertinencia, no me he presentado bien. Mi nombre es Nova Masipag, y me gustaría entrenar para usted.

—Y a mí me gustaría adelgazar cada vez que bebo vino, pero aún no es posible —me explica. Va a seguir a lo suyo hasta que se detiene, fijándose en mí—. Espera, ¿has dicho "Nova Masipag"?

Asiento con las manos detrás de mi cuerpo.

—¿No eres esa chicuela que se rompió el brazo a principios de año delante de la élite de la gimnasia?

Ladeo la cabeza.

—Me gusta pensar que no es mi momento más característico, pero sí, esa soy yo.

Suelta una carcajada.

—Chica, me partí de la risa contigo. Me mandaron un meme tuyo, de una foto en la que salías con el mallot y la escayola. De veras, recuerdo pensar: "¡me encanta esta chica!".

Ni siquiera me ofende. Sonrío ampliamente.

—¡Genial! Entonces, ¿eso quiere decir que puedo formar parte de su equipo?

—Eh, me temo que no. ¿Cuánto llevas sin competir? Seis meses, por lo menos. Además, la temporada ya ha empezado. No puedo tener un eslabón débil en mi equipo.

—No soy un eslabón débil, señor. Me he estado poniendo en forma —le aseguro, y es la verdad—. No estoy igual que antes, pero progreso muy rápidamente. Estoy lista para estar en su equipo, y puedo demostrarlo.

InfameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora