10. Las cartas de Drake

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Querido Erik: En la escuela me enseñaron el juego de la llorona. Lo jugamos en el baño y se nos apareció una niña en el espejo. Lo jugamos?

Dorotea: Sí, pero de día, porque si lo hacemos de noche la niña se va a quedar a dormir y me va a jalar las patas.

Querido Erik: Eso ya lo hago yo.

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ERIK

Estaba obsesionado con ella.

No sabía cuándo había comenzado todo esto, pero sí cómo. Desde que éramos pequeños, incluso aunque me quedaran pocos recuerdos de mi infancia, sabía que Dorothea había ocupado cada espacio libre de mi cabeza. Fuera porque sentía una tonta rivalidad con ella y quisiera superarla en todo, porque me hacía rabiar más que nadie, o porque cuando estaba cerca de mí, era feliz.

Después de que se fuera, las cosas cambiaron. Seguí pensando en ella por un tiempo, pero poco a poco los recuerdos comenzaron a desaparecer. Conocí a Drake y pensé que había olvidado a Dorothea por completo, hasta que recibí la noticia de su llegada. Fue como abrir el cierre viejo de un abrigo y dejar que el frío entrara en mi pecho. De repente el vacío que solía reservar para mis pensamientos comenzó a llenarse de ella.

Dudas. Me pregunté si también me recordaba, si me había guardado rencor por jamás responder a sus llamadas o me culpaba por echar a perder nuestra amistad. Entré en pánico. Temía volver a verla y al mismo tiempo me di cuenta con el paso de los días de que hacerlo se estaba volviendo una necesidad. La busqué en redes, miré sus fotos de perfil por horas, escuché las listas de canciones que compartía, incluso revisé su cuenta de Goodreads para ver qué cosas leía.

Mientras menos faltaba para verla, más ansioso me volvía. No entendía por qué alguien a quien apenas recordaba podía disparar tantas emociones en cadena.

Estaba listo. O creía que lo estaba. Porque cuando ella llegó, presionó mi rostro entre sus manos y dijo "¿Eres tú?" sentí que algo antiguo y profundo se sacudía dentro de mí. Algo sin nombre había despertado después de diez años y me di cuenta de que mi mente podía olvidarla, pero mi corazón no. Latió tan fuerte que creí que me estaba por dar un ataque de pánico.

No quería sentirme tan vulnerable con alguien y mucho menos por una persona que ya tenía pareja. No podía dejar que ella supiera cómo me sentía, porque sabía que iba a rechazarme y luego iba a contárselo a él, porque siempre le contaba todo.

Así que guardé las distancias lo mejor que pude durante las siguientes semanas, pero continué mirándola cuando no se daba cuenta. Aprendí muchas cosas sobre ella que no sabía si eran nuevas o si siempre las hizo. Como que sus contraseñas eran secuencias de ceros y unos, que formaban otros números en el código binario; que durante el desayuno llamaba a su padre y luego de la cena, a su madre. Aprendí que podía terminar novelas enteras en menos de una semana y que cuando estaba leyendo una escena emocionante, golpeaba lo que tuviera más cerca (la mesa, mi brazo, su propia cadera). También, que le gustaba bañarse por la noche, le daba comida a Baltasar cuando creía que yo no la veía, hablaba sola cuando cocinaba, como si estuviera en un programa de cocina, y nunca estornudaba una sola vez: siempre eran dos, o cuatro. Una vez estornudó cinco veces seguidas y cuando terminó soltó tantas groserías que tuve que apretar los labios para que no me escuchara reír.

Creí que con el tiempo, si me acostumbraba a ella, dejaría de reaccionar como un idiota cada vez que la tenía cerca. Pero fue todo lo contrario. Mientras más la conocía, más me enamoraba. Y la llegada de San Valentín empeoró todo.

Enredos del corazónWhere stories live. Discover now