9. El Imperio romano de Erik

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ERIK

Tengo algo llamado "instinto de supervivencia".

Es algo que me hace desconfiar de las personas por cualquier mínima razón y estar alerta. Prefería decidir que alguien me caía mal, a confiar y arriesgarme a una decepción.

Félix, por ejemplo, me caía mal por el simple hecho de estar usando lentes de sol a las nueve de la mañana. Incluso aunque los llevara sobre la cabeza, escondido entre sus rizos. Eran de esos redondos, como los de John Lennon, que lo hacían ver aún más pretencioso.

—¿Thea? ¿Por qué estás llorando?

Dorothea se pasó el dorso de la mano por el rostro y parpadeó, sentada a mi lado. Félix me envió la mirada de soslayo más amenazante que jamás recibí en mi vida. Normalmente no me habría sentido intimidado por un duende, pero la culpa por haber provocado el llanto de ella me había hecho bajar la guardia.

—Por nada. Es que se murió mi personaje favorito en la novela que estoy leyendo.

Dorothea abrió la puerta antes de que alguno de nosotros pudiera procesar la respuesta y salió. Quise decir algo para detenerla, arreglar las cosas, aunque no sabía cómo.

Félix retrocedió y la vio pasar a su lado, pero en lugar de seguirla, entró a mi auto y se acomodó en el asiento del acompañante. Tuve que mirar dos veces para corroborar que mis ojos no me estaban engañando.

—¿Pero qué diablos...?

—Escucha. —Levantó el cristal de la ventana y me señaló con un dedo—. No me importa si Thea y tú son enemigos mortales. No viajé hasta aquí por ella para verla llorar por tu culpa.

—No tengo idea de cómo terminó esto así —dije.

Quiero decir, sí, sabía que ella estaba molesta porque no la recordaba como ella esperaba que lo hiciera. Pero, ¿Cómo podría ser mi culpa?

—Mira, te entiendo. ¿Está bien? Tu papá murió. Tienes traumas de la infancia. Todos tenemos uno.

Sentí que la sangre abandonaba mi rostro por completo. Fue como ser drenado en tan solo segundos.

—¿Ella te dijo eso?

Sabía que ella le había hablado a su novio de mí, porque escuché su conversación por teléfono el primer día. Después de verlos pasar tiempo juntos en clases y enviarse mensajes, era de esperarse que ella le contara todo. Pero aún así me sentí traicionado.

La muerte de mi padre no era ningún secreto. De hecho, jamás intenté ocultarlo ni lo traté como algo privado. Y, sin embargo, la imagen en mi cabeza de ella hablándole sobre nosotros me hizo sentir enfermo del estómago.

Era algo nuestro. No quería que lo metiera a él.

—No sobre tus traumas. No hizo falta. Se nota.

—¿Cómo qué se nota?

Él no vaciló. Alzó la mano y comenzó a enumerar con los dedos.

—En primer lugar, porque tratas mal a Thea, cuando sólo alguien trastornado podría tratar mal a la persona más desinteresada del planeta. Y razón por la que te pondré polvo pica pica en los calzones si no paras. —Intenté interrumpirlo, pero levantó el otro dedo—. En segundo lugar, porque no recuerdas cosas importantes de tu infancia. ¿Jamás te has detenido a pensar en que a lo mejor el estrés post traumático te hizo olvidar muchas cosas de esa época?

Eso era ridículo.

—Todo el mundo olvida cosas de su infancia —respondí a la defensiva—. Tengo mala memoria. ¿Y qué? Pasaron diez años.

Enredos del corazónWhere stories live. Discover now