6. Los que se pelean se aman

21.3K 2K 1.6K
                                    

ERIK

El día no fue mejor que mi noche de mal sueño. Como si el universo se hubiera puesto de acuerdo para hacerme pasar una tarde horrible, pronto comenzó a llover.

No fue una lluvia calmada, de esas que disfrutaba, sino una tormenta. Y el auto aún no podía usarse porque la pintura de los asientos debía de secarse por más tiempo, por lo que Dorothea y yo tuvimos que salir con paraguas y viajar en autobús.

La tienda de uniformes se encontraba a sólo dos calles del instituto y viaje fue casi el mismo. La lluvia caía con tanta fuerza que incluso con los paraguas abiertos nos las apañamos para mojarnos las piernas. Especialmente yo, que gracias a mi altura el paraguas casi no me ofreció cobertura.

Ya me encontraba de mal humor por la terrible noche de sueño que tuve y las estúpidas palabras de Dorothea sobre su novio, pero ella parecía estar pasándolo genial. Saltaba los charcos de agua en lugar de rodearlos y aceleraba el paso de vez en cuando para examinar los edificios y las tiendas antes de regresar a mi lado. En más de una ocasión me salpicó agua estancada de la acera sin darse cuenta mientras iba de un lado a otro.

—Ten cuidado —le ordené por tercera vez luego de ver cómo chocaba con un hombre que iba mirando su teléfono—. Te vas a resbalar y romper el cuello.

Dorothea se llevó una mano protectora a la nuca y la acarició, como si necesitara comprobar que aún seguía ahí.

—No soy tan estúpida.

Levantó la cabeza y me miró a los ojos, como si quisiera dejármelo claro con esa mirada, antes de volver a pasearse con el mismo descuido. Quise acotar algo más, pero me resistí.

Esta mañana me desperté con la intención de ser más indulgente con ella. Si yo la estaba pasando mal con el estrés, sabía que ella estaría peor. Pero de alguna manera u otra se las ingeniaba para fastidiarme el humor. No podía ser amable. Simplemente no era parte de mi naturaleza.

La tienda estaba vacía, como era de esperarse. Con este clima nadie querría salir a ningún lado, incluso aunque estuviéramos de vacaciones.

Dorothea abrió puerta y un chirrido acompañado del tintineo de una campana anunció nuestra llegada. El local era pequeño y con mala iluminación. Las paredes estaban cubiertas con distintos uniformes de institutos cercanos desplegados. Había estanterías que iban desde el suelo hasta el techo y, en el fondo, tres cambiadores.

Una señora anciana y baja nos recibió y mi acompañante se apresuró a pedir los uniformes que ella y su novio habían reservado. Yo me quedé un momento en la entrada mientras secaba mis zapatos en el tapete y cerraba mi paraguas. No les presté atención hasta que el tono de voz de la mujer cambió.

—...si este uniforme es para él, no creo que le vaya a entrar. —Me volteé justo para encontrarme con los dos pares de ojos. La anciana alzaba un chaleco de punto color azul, con su cabeza ligeramente inclinada en mi dirección—. Tal vez un talle más. O dos. Es muy alto. ¿Cuánto mides, muchacho?

—Uno noventa —respondí sin pensar.

En realidad, medía uno ochenta y nueve, pero esa mentira no lastimaba a nadie.

La señora asintió, como si yo le hubiera dado la razón, y nos dio la espalda para buscar otro chaleco. Dorothea atrapó la prenda y evitó que se retirara.

—No, no es para él.

—Ah. —La mujer se detuvo y le sonrió—. ¿Es para tu hermano pequeño?

Ella se quedó muda, con la boca abierta. Su rostro comenzó a tomar color mientras intentaba responder.

Enredos del corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora