2. Me morí

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THEA

El problema de tomar decisiones arriesgadas muchas veces podía llevarme a cometer errores, como calcular mal el precio de un taxi y quedar varada en el medio de la nada por no tener efectivo suficiente.

—¡Voy a morir aquí! —lloriqueé.

Me aferré a una de mis maletas y miré a mi alrededor mientras mi teléfono marcaba el número de la señora Nolan, la mujer en cuya casa me hospedaría. Papá y ella eran amigos desde hace décadas, antes de que emigráramos, por lo que ella aceptó recibirme encantada. Incluso se ofreció a buscarme desde el aeropuerto, pero no, la señorita (yo) quería tomarse un taxi porque ya era una mujer independiente.

—Ay, me van a asaltar —me estremecí.

El barrio era una zona suburbana, con decenas de casas una idéntica a la otra y ni una sola persona a la vista. El sol del mediodía me pegaba directo en la cabeza pero el clima era tan helado que se sentía más como una caricia cálida sobre mi cabeza. Todo a mi alrededor era blanco: la nieve, las paredes de las casas, los techos de los autos y las copas de los árboles. Me sentía como dentro de una película navideña, solo que navidad había sido hace más de una semana.

Felix no había podido acompañarme en el viaje porque tuvo que postergar su vuelo a causa de un evento importante al que debía asistir. Además de ser un perrito caniche, su otro pasatiempo era el arte. Y era muy bueno en eso. Lo suficiente como para ser aceptado en varias exposiciones de la ciudad, como a la que tuvo que asistir hoy.

Normalmente yo habría ido con él para apoyarlo, pero la diferencia de precios en vuelos entre un fin de semana y un día de semana era enorme y mis padres se negaron rotundamente.

Ahora, mientras temblaba bajo un árbol congelado, deseaba poder tener a mi amigo a mi lado para quejarme con él.

La señora Nolan finalmente atendió y yo bendije mi plan de roaming internacional por darme señal en la otra punta del planeta.

—Dorothea, querida. ¿Te encuentras cerca?

Lo estaría si el taxista no me hubiera abandonado a mitad del camino.

—En realidad, tengo un problema.

Solté una risa nerviosa y procedí a explicarle mi situación. Había gastado mi poco efectivo en comida durante el viaje y ahora no tenía ni siquiera para tomar el autobús, porque el taxista se llevó hasta el último centavo. Y la casa de ella estaba cerca, sí, pero no como para ir a pie. Eran más de cinco kilómetros.

Si esta fuera una de mis novelas históricas, esta sería la parte en la que aparecen los bandidos y me roban todo. Luego llega un caballero al rescate y...

—De acuerdo. Puedes enviarme tu ubicación —la señora Nolan interrumpió mis fantasías—. Iré a buscarte ahora.

Bien, no habrán caballeros por el momento.

Le envié mi ubicación como pidió y temblé dentro de mi chaqueta de cuero roja. Sabía que hacía frío aquí, pero no estaba preparada para tanto. La piel de mis piernas se me había puesto de gallina porque no las cubría nada más que una minifalda oscura y unas polainas con pompones.

—El frío es psicológico —me dije.

Y lo repetí todas las veces que fueron necesarias hasta que se detuvo frente a mí un auto color gris. La ventanilla polarizada bajó y una señora en sus cuarenta, con cabello negro y rizado asomó la cabeza. No la recordaba demasiado bien, pero pude identificarla gracias a las fotos que papá me había mostrado de ella antes de que nos mudáramos.

Laura Nolan tenía cuarenta y seis años y era dueña de un bar restaurante en la ciudad. Era viuda de Jamie Nolan, el mejor amigo de mi padre y con quien ella tuvo un hijo de mi misma edad, Erik.

Enredos del corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora