Capítulo 31

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Me senté en la camilla. Un haz de luz se filtró entre las rendijas de la persiana a medio bajar e incidió en el medallón, que me cegó al mirarlo. De repente fui engullida por otro recuerdo.

Cinco seres se aproximaban en formación, los rodeaba una fuerte aura de poder casi perceptible al ojo humano. El primero se hacía llamar Atlas, el «rastreador» del grupo, conocido por su dominio de los mapas, alto, de cabello y ojos oscuros. El segundo, de nombre Helios, tenía pelo castaño y piel bronceada; su sello de identidad eran dos extrañas espadas similares a khopes egipcios de hoja curva con acabado de diamante en el filo. Morfeo, el tercero, era un hombre de ojos claros cuyo as en la manga eran unos polvos diamantinos que sostenía sobre un guante de gruesa piel. Este le protegía de sus efectos, ya que al entrar en contacto con la carne del vampiro provocaban la desintegración progresiva de la misma; lento y doloroso. Había un cuarto hombre cuya tez era del color del ébano y sobre ella resaltaban unos iris que parecían oro líquido. De nombre, Ares, el líder, gran estratega y luchador experimentado. El quinto componente era Artemisa, una mujer de bellas formas y caminar seguro. Su melena trigueña le caía a la altura de las rodillas y ondeaba mecida por el viento. Su punto fuerte era el arco, con el que lanzaba a sus adversarios flechas con punta de diamante.

Portaban atavíos de guerreros, cotas de malla que cubrían sus vestimentas. Llevaban capas de color hueso sobre las que lucían su emblema: un triángulo marrón con un ojo en su interior que lloraba una lágrima de sangre, idéntico a los sellos que descansaban en sus anulares y con los que marcaban a sus víctimas. Se hacían llamar los Hijos de Abel, una hermandad de inmortales cuyo único objetivo era aniquilarnos: cazavampiros, de los cuales se desconocía el origen exacto. Seres longevos que compartían nuestra intolerancia al diamante pero lo usaban como arma en una muestra de ego. Representantes, según sus palabras, de la luz. Debían sus nombres de batalla a los dioses de la mitología griega, al igual que ellos eran respetados y temidos, no solo por los vampiros, sino por todos aquellos seres que sabían de su existencia.

Se acercaron a nosotros y comenzó la batalla; Donovan y Aedan aparecieron por un flanco, Declan y Brannagh atacaron desde el otro. Mi hermana utilizó sus poderes, que en menor medida afectaron a los cazadores, pero los desorientó lo suficiente para concedernos tiempo. Nos desplegamos. El sonido que producían los metales al chocar era igual de ensordecedor que los gritos proferidos por quienes blandían sus empuñaduras, combatientes dominados por una furia ciega.

En el fragor de la batalla, una mujer salida de la nada se abalanzó sobre mí. De pronto me hallé en sus brazos. Un dolor punzante atravesaba mi pecho Mi atacante, de aspecto desaliñado, cabello canoso y brillantes ojos grises, me depositó en el suelo con suavidad.

Ahora estamos en paz dijo, mientras arrancaba el puñal de diamante que previamente me había clavado en el corazón. Pude ver lágrimas brotar de sus ojos humanos y las sentí húmedas al impactar contra mi rostro.

—¿Por qué?pregunté agonizante, sentía un fuego interno que abrasaba mis entrañas implacable.

Mi hija fue asesinada el día de su boda por un monstruo de tu especie. Sé quién eres, niña, y ahora otro padre ha de llorar tu muerte y otro esposo yacer en el lecho a la espera de una esposa que nunca llegará. Ojo por ojo. Acarició mi rostro, besó mi mejilla y emprendió la huida.

Pude oír la voz de Brannagh desgarrada por el dolor. Corrió a mi lado. Apenas vislumbraba más allá de su contorno al agacharse y el rostro desencajado que se tornaba borroso segundo a segundo. Me zarandeaba, pero ya era demasiado tarde. Escuchaba a los guerreros corear mi nombre, los lamentos de mis amigos, impotentes ante la escena que se desarrollaba, y a Donovan proclamar su amor. Se arrodilló a mi lado, clavó su espada en la tierra y clamó al cielo justicia. Posó una mano temblorosa sobre mi rostro, apenas notaba su contacto. El tiempo se agotaba, el sonido de mi propia respiración se extinguía y los latidos de mi maltrecho corazón eran lentos, irregulares, espaciados. El ardor cesaba. Sentía que me sumergía en una calma absoluta, una oscuridad total y extrañamente dulce. Lo último que escuche fue una voz susurrar: «Volverás».

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