Dos.

10.6K 537 19
                                    

El regreso a clases después de las vacaciones de Pascua siempre resultaba tedioso. Significaba despertarte a una hora indecente, lidiar con personas odiosas y estudiar cosas sin sentido, pero, había algo que lo hacía llevadero. Perdón, alguien.

Su nombre era Andrew.

A Andrew lo había conocido en secundaria. Exactamente en el laboratorio de biología: el día de la disección de ranas.

Justo ese día se le ocurrió entrar a la escuela y dado que mi compañero (no recuerdo su nombre) se había intoxicado, el Profesor Rickman nos asignó como pareja.

En cuanto lo vi me quedé boquiabierta. Era demasiado lindo para ser real. Era tímido por supuesto, pero ¿quién no lo es en su primer día de escuela?

—Hola, soy Noelle —lo saludé amablemente en cuanto se sentó a mi lado.

—Soy Andrew, ¿en verdad vamos a abrir la rana? —preguntó, asqueado.

—Sí —contesté de la misma manera.

—¿Te importaría si vomito? —dijo de pronto un tanto ¿verde?

Me eché a reír.

—Un poco.

La conversación se fue dando y supongo que, después de abrir una rana, lo normal es que una hermosa amistad inicie.

A partir de ese curso nos volvimos inseparables. Éramos como uña y carne: siempre unidos. Y hablo en serio. Había ocasiones en las que considerábamos que habíamos sido separados al nacer y que en realidad éramos hermanos. Sin embargo los demás no pensaban eso. La mayoría del alumnado, vecinos, familiares y demás creían que éramos novios o en su defecto, que nos amábamos en silencio. Siempre lo habíamos negado, por supuesto. Pero algo dentro de mí siempre había considerado que, en dado caso que Andrew me invitara a salir como algo más, le diría que sí. Y eso me aterraba un poco.

Ahora él estaba enojado. Molesto. Furioso. ¿Por qué? Por mi culpa.

Él sabía que me cortaba y miles de veces me había rogado que lo dejara de hacer. Incluso me lo había hecho prometer antes de las vacaciones de Pascua. Recuerdo que esa ocasión me había pedido que regresáramos a casa caminando porque debía hablar conmigo.

Mi corazón dio un vuelco de una extraña felicidad dentro de mi pecho. ¿Y si me invitaba a salir? ¡Demonios! A pesar de que en ocasiones fantaseaba con esa idea, nunca se había cruzado por mi cabeza qué es lo que haría cuando él lo hiciera.

“Noelle, guarda la calma.”

Entonces asentí con la cabeza y nos encaminamos rumbo a mi casa. La primer parte del camino fue en silencio. Lo miré expectante y vi como si se estuviera debatiendo internamente. Justo como si tuviera una lucha consigo mismo.

—Entonces... —balbuceé, desesperada.

Él suspiró.

—Noelle, sabes que eres mi mejor amiga.

“¡Por Dios!”, pensé.

—Sabes que te quiero mucho —dijo mirando el camino, profundamente—, es por eso que quiero que me prometas algo.

—Dime —pedí con voz calmada.

Se detuvo y volteó a verme seriamente. Sus ojos verdes escrutaron los míos, como si tratara de adivinar lo que estaba pensando en ese momento. Tomó mi mano con dulzura y acarició con su pulgar mis dedos. Su contacto erizó el vello de mi nuca.

El mundo se había detenido para mí en ese instante. Solamente existíamos él y yo. Los pájaros habían dejado de cantar y el viento había dejado de soplar, lo único que escuchaba eran nuestras respiraciones e incluso nuestros corazones latiendo al unísono.

Cuando creí que había llegado lo que extrañamente había estado anhelando, él dijo algo que yo no esperaba. Él dijo:

—Promete que no te vas a volver a cortar. Júramelo.

Mi burbuja explotó. Dejé de escuchar nuestros corazones y lo único que podía oír era el tráfico de la ciudad y el eco de su voz aún resonando en mi cabeza.

—Andrew, yo... —traté de decir, arrebatándole mi mano.

—Noelle, por favor. Está mal lo que haces. Si no lo controlas no quiero saber lo que pasará mañana. Por favor —replicó.

Sacudí con la cabeza, incapaz de creer que eso estaba pasando.

—Te lo pido, como tu mejor amigo. Te lo pido, de las misma manera que tú me pediste no decirle a tus padres.

—Andrew, es que...

—Por favor —susurró.

Mis ojos inevitablemente se toparon con los suyos. Dentro de ellos nada más encontré súplica y desesperación, parecía sincero. No me pude negar, no le pude explicar que sencillamente no podía detenerme. Mi parte enamorada de él me pedía a gritos que lo obedeciera, que le hiciera caso.

Entonces asentí con la cabeza y me dejé estrechar por sus fuertes brazos. Su aroma inundó mi nariz y traté de congelar ese momento por siempre en mi memoria para que, cada vez que intentara cortarme, recordara esa promesa.

Lástima que era débil.

El regreso a mi triste realidad me hizo sentir más culpable de lo que me había sentido en un principio. Me sentía como una traidora. Andrew había puesto toda su confianza en mí y ¿yo qué había hecho? Nada más que decepcionarlo y eso era lo peor.

A lo largo del día él me evitó. En las clases que teníamos juntos no hizo otra cosa que sentarse lo más lejos posible de mí y ni siquiera lo vi en la cafetería a la hora del almuerzo. Cuando terminó la jornada en el agujero, esperé verlo en la parada del autobús pero no estuvo ahí.

El camino de regreso a casa fue la mar de triste. Anhelaba verlo, anhelaba sentir sus manos despeinando mi cabello, anhelaba escuchar su risa. Y solamente había pasado un día.

Me pregunté hasta qué punto estaba secretamente enamorada de él.

Cuando llegué a casa me fui directo y sin escalas a mi alcoba. Me encerré y me eché a llorar. El dolor dentro de mi pecho se había amplificado miles de veces más y quería terminar con él de una vez por todas.

Como si estuviese poseída, fui corriendo hasta la cómoda del baño y saqué, de uno de los cajones, una pequeña navaja. Mis dedos temblaban conforme la acercaba a la piel de mi muñeca. Sabía que eso me quitaría el dolor dentro de mi pecho. Sabía que esa era la solución.

Sacudí la cabeza y dejé caer la navaja al piso. Hecha un mar de lágrimas, abrí el grifo de la bañera y me metí, desnuda, a tratar de ahogar mis penas. Pero eso no me ayudó. Las lágrimas seguían saliendo y el dolor seguía incrementándose. Toda la carga que había llevado todo ese tiempo, sumado a lo de Andrew me tenía al borde del abismo.

A lo lejos escuché el timbre, distante y sin sentido. Mi respiración estaba agitada, variaba entre jadeos inconstantes.

Entonces fue inevitable. Me estiré para recoger la navaja que estaba en el suelo y esta ocasión no dudé. La enterré lentamente sobre mi piel blanca con más fuerza de lo usual. La sangre escapó por esa herida y la vi resbalando hasta llegar al agua.

Después de un momento, cuando el agua de la bañera ya estaba teñida por un tenue, muy tenue, color rojizo, todo fue negro.

Mi último pensamiento fue Andrew.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora