Veinte.

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Habían pasado ciento sesenta horas y sin dormir y medio comer desde el entierro. Sin duda alguna el único momento en que trataba de recuperar mi esencia humana y mi cordura era cuando redactaba esas cartas para Ian. Por supuesto que no ponía lo miserable que me sentía y si lo hacía, nunca enviaba esas epístolas, lo que menos quería era preocupar a Ian, ni a él ni nadie.

Aunque lo último era prácticamente imposible. Mis padres estaban con el alma en un hilo porque aparentemente, en cualquier momento, yo moriría: si no era de des nutrición, sería de cansancio o porque en cualquier descuido, yo me clavaría un cuchillo.

En cuanto a mi hermana, ella se mostró muy comprensiva desde que había sucedido todo. El día del entierro ella me ayudó a vestirme y por lo que mi madre me dijo, ella había elegido el vestido en la tienda. Era demasiado bonito. Al verme frente al espejo, a pesar de que por dentro me moría y me consumía lentamente, no se veía en lo absoluto. Lo único que veía era a una joven con un vestido negro de manga larga (por supuesto), ceñido por la cintura que iría a un evento. Lástima que el evento fuera un funeral.

El camino rumbo al cementerio fue en silencio. Nadie parecía tener ganas de hablar ni nada por el estilo. El dolor hacía el ambiente más pesado y deprimente.

Cuando llegamos, el cementerio estaba lleno de compañeros de la escuela y de los familiares y amigos de la familia de Andrew. Todos los que me conocían y que después de mi ingreso a Saint Patrick por primera vez me veían, me observaron como bicho raro y tuve el impulso de decir que se fuera a la mierda. Pero no podía hacerlo. Mi dolor y mi tormento me lo impedía, así que los ignoré y me senté junto con mi familia junto con los padres de Andrew.

Isobelle estaba llorando desconsolablemente y cuando me vio, se echó a mis brazos. Supongo que ella era la única que compartiría mi dolor de la misma manera que yo lo hacía. Nos aferramos la una a la otra, como si con eso fuéramos a traer de regreso a Andrew. Pronto Sam, su esposo, nos separó y nos sentamos en una de las sillas blancas. Entonces vi el ataúd. Estaba sostenido por unas barras y detrás de él estaba el hoyo donde iba a ser enterrado. El ministro estaba arreglando los últimos detalles antes de que diera inicio la ceremonia.

La madre de Andrew tomó mi mano y se limpió su nariz.

—Cariño, me gustaría que dijeras unas palabras.

—¿Disculpe? No, no me pida eso. Pídame cualquier otra cosa pero eso no, se lo suplico.

—Eres la única, además de nosotros, que era cercana a él…. Y, por favor.

 —Lo hará —la voz de Elena me hizo despegar la vista de la madre de mi novio.

La determinación con que habló mi hermana me estremeció.

—¿Cómo dices eso? No lo haré, no puedo…

Elena me tomó por los hombros con suavidad y dijo:

—Es la única manera que sé que saldrás de esto, debes hacerlo. No por mí, ni por estas personas, ni siquiera por ti, hazlo por él. Recuérdales a toda estas personas lo asombros que era Andrew, lo que te hacía sentir, los momentos felices que vivieron juntos… tráelo a la vida por un momento, tú puedes hacerlo.

Sus palabras me aturdieron un poco y me fue imposible decirle algo porque la ceremonia dio inicio. Cantamos, rezamos y leímos las Escrituras y llegó mi hora. Elena me dio un suave golpe en mi pierna y el ministro bajó de su estrado, cediéndome su lugar.

Todos me observaron asombrados porque yo fuese quien diera unas palabras. Probablemente todos estaban atentos a que yo tuviera otra crisis nerviosa.

Redención.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora