Los herederos del Sr. Darcy

By javiimunoz

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Por Teresa O´Hagan En esta obra, en la que continúa Elizabeth Darcy en Pemberley, es claramente una sorpresa... More

SINOPSIS
I - V
VI - X
XI - XV
XVI - XX
XXI - XXV
XXVI - XXX
XXXI - XXXV
XXXVI - XL
XLI - XLV
XLVI - L
LI -LV
LVI - LX
LXI - LXV

LXVI - LXIX

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By javiimunoz

CAPÍTULO LXVI

Lizzie se atavió con un vestido verde de manga corta y una gargantilla de diamantes que hacía juego con sus aretes y se veía muy atractiva. Cuando Darcy la fue a buscar a su alcoba se sorprendió de su belleza y de la felicidad que irradiaba.

–Sra. Darcy, hoy luce increíblemente hermosa –afirmó él acercándose a su esposa y tomando sus manos.

–Gran parte se lo debo al Sr. Darcy –aseguró Lizzie con una sonrisa muy especial–. Estaba en un maravilloso sueño con mi marido, del cual no quería despertar, pero me di cuenta que mi realidad era mil veces mejor. Gracias por el inicio de día tan bonito.

–Perdóname por haberme quedado dormido ayer.

–Estabas cansado y hoy lo has compensado con creces. Estuviste fantástico –susurró acercándose y lo besó con cariño.

–Fue un placer –indicó sonriendo–, pero todavía me siento en deuda con mi bella dama. ¿Me permite resarcir mi falta, mi lady?

–¿Pronto realizaremos nuestro viaje?

–Pensaba en algo más inmediato. Sin embargo, llegando a Londres puedo hacer válido el ofrecimiento de Georgiana para que cuide de los niños unos días si así lo deseas.

–Las dos sugerencias suenan muy seductoras.

–Empecemos con la primera –murmuró acercándose con lentitud para tomar su boca y mordisquear su labio inferior a placer antes de besarla apasionadamente.

Al cabo de un rato, los Sres. Darcy salieron de su alcoba y Lizzie lucía un vestido azul cielo de tirantes con un bordado al frente que destacaba bellamente su silueta, con el collar y los pendientes de diamantes que se había puesto. Pasaron un momento a la habitación de los pequeños, donde se encontraba la Sra. Reynolds que los estaba terminando de alistar para bajar al desayuno, junto con Rose. Luego bajaron al salón principal donde ya se encontraban los anfitriones, los Donohue y los Bingley para dirigirse al comedor a desayunar y, al concluir, Georgiana y la Srita. Anne se retiraron con la Sra. Jenkinson para proceder al arreglo de la novia. Los demás se quedaron conversando en el salón principal mientras daba la hora de irse al templo.

El novio se fue de Rosings antes de que la novia saliera de su habitación y Darcy la recibió al pie de la escalera para

conducirla al carruaje que los llevaría por media milla a la abadía de Hunsford. Los Donohue ofrecieron llevar a Lizzie, después de que las madres se despidieron de sus bebés que se quedaron al cuidado de la Sra. Reynolds en su habitación.

El carruaje de Lizzie llegó primero y Donohue ayudó a bajar a las damas, luego arribó el de los Bingley. Había mucha gente esperando el advenimiento de la novia y el novio ya se encontraba en el interior del templo. Se acercaron a Lizzie varias amistades de la familia a saludarla y a felicitarla por el nacimiento de sus hijos, igualmente a Georgiana y al Dr. Donohue que la acompañaban. Lizzie recordó que esas mismas personas habían sido imprudentes con sus comentarios en la boda de Georgiana, queriendo averiguar en ese entonces si habría o no herederos del Sr. Darcy. La Srita. Bingley tuvo el valor de acercarse a saludar, pero no hizo ningún comentario, retirándose a la primera oportunidad. El Sr. Philip Windsor se inclinó cortésmente ante Lizzie y los Sres. Donohue, preguntando por la salud de su hijo. Ella le agradeció que hubiera llevado al médico al hotel y él se puso nuevamente a sus órdenes.

Lizzie y sus acompañantes se introdujeron al templo y tomaron los asientos que les habían asignado enfrente del altar, donde ya estaba el novio observando los últimos

movimientos del clérigo antes de iniciar la ceremonia. Las Bennet ya estaban en el interior del templo, igualmente los Sres. Gardiner. El Sr. Murray Windsor venía solo, aun cuando ya había notificado su próximo casamiento a sus familiares, y se sentó muy cerca de los Sres. Donohue, de quienes no arredró la mirada. Los Sres. Willis también habían asistido y se sentaron junto a los Sres. Windsor y su hija Sandra.

El clérigo se dispuso a salir del templo, caminando por el pasillo para recibir a la novia que ya esperaba tomada del brazo de su primo que la llevaría hacia el altar. Todos guardaron silencio e inició la música de procesión. Diana inició el paso, llevando un ramo de flores blancas muy bonito, acompañada de un lado por su hermano Henry y del otro por Marcus, ambos cargando una caja con los anillos y las arras. Enseguida entró el cura y, por último, el Sr. Darcy y la Srita. Anne a quien llevaba lentamente de su brazo, sin apartar la vista de su amada que lo miraba desfilar con inmenso cariño. Darcy entregó a la novia y tomó su lugar junto a su esposa, diciéndole al oído:

–Te ves preciosa, muy atractiva debo reconocer. Siento mucho que por mi causa hayas tenido que cambiar de vestido.

–Ese lo podré usar en Londres si me invitas a cenar –dijo Lizzie sonriendo.

–Pensé que querrías cenar esos días en nuestra alcoba, a solas, con la chimenea encendida, como hace mucho no lo hacemos.

–Me encantaría.

Darcy la besó en la mejilla y se incorporó para escuchar las palabras del pastor.

La ceremonia estuvo llena de hermosa música y mensajes de alegría y buenos deseos que el Sr. Ensdale les brindó, recordando a la madre de la novia y de toda la bondad de su corazón que mostró a lo largo de toda su vida.

Terminada la ceremonia, Fitzwilliam ofreció el brazo a su esposa y salieron caminando por el pasillo, seguidos del pastor y de los familiares cercanos: los Darcy y los Donohue. Los Sres. Darcy felicitaron a los novios, quienes agradecieron mucho su atención. Luego Darcy tomó a su esposa de la mano con la intención de irse lo más pronto posible, pero varios invitados se aproximaron a ellos para saludarlos. La Sra. Bennet se acercó muy entusiasmada a darles la enhorabuena con Mary y con Kitty y a recordarle a Lizzie que presentara a Kitty los caballeros solteros que fueran buenos candidatos. Cuando por fin sus amistades se

los permitieron, los Sres. Darcy abordaron el carruaje para dirigirse a Rosings.

En cuanto llegaron, Lizzie y Georgiana fueron a ver a sus hijos a la alcoba para asegurarse de que todo estuviera en orden, sintiéndose con más confianza de pasar una tarde divertida. Regresaron con sus maridos a la mesa que tenían asignada, cerca de los novios, y en compañía de los Sres. Bingley. Las damas se sentaron y estuvieron platicando muy entretenidamente mientras los señores conversaban. Al cabo de un rato, Lizzie subió a ver a los niños y, antes de la comida, Georgiana se ofreció a ir nuevamente para que ambas estuvieran tranquilas de que sus hijos permanecieran contentos. Los Sres. Windsor se acercaron a saludar y platicaron un rato con ellos, participándoles de la próxima boda de su hijo Murray. Georgiana, al igual que Donohue, se sorprendió al saber la noticia aunque ambos lo disimularon con discreción, recordando que hacía unos años había recibido una propuesta de matrimonio de su parte, antes de aceptar casarse con su marido. Cuando los Windsor se retiraron a su mesa, Georgiana le contó a su esposo y a su hermano esa tarde que recibieron la visita del Sr. Murray Windsor en el salón de esculturas con lujo de detalles, con la

participación de Lizzie que adornaba graciosamente la conversación.

Los novios fueron recibidos por todos los invitados con grandes ovaciones y se sentaron en la mesa principal para dar inicio al banquete. La comida comprendía distinguidos platillos regionales, todos preparados con sumo cuidado en las cocinas de Rosings y con una hermosa presentación que abría el apetito con sólo mirarlos, el vino circuló por todas las mesas acompañando exquisitamente los alimentos. Los comensales disfrutaron de todas las atenciones otorgadas, escuchando una agradable música de fondo que siguió deliciosamente durante toda la fiesta.

Cuando la comida terminó, Lizzie se disculpó para ir a ver a sus hijos y a su ahijada y regresó unos minutos después, a tiempo para el primer baile. Darcy le ofreció el brazo cuando dieron la señal y la condujo entre la gente hasta la pista, seguidos por los Donohue. La música del baile inició, al igual que la conversación que en privado podían sostener los bailarines, a pesar de encontrarse rodeados de gente.

–Hace mucho que no asistíamos a un baile –indicó Darcy.

–Sí, desde la boda de Georgiana. Han pasado tantas cosas desde entonces.

–Me he enamorado más de ti, tú estás cada día más bonita…

–Y yo soy más feliz a tu lado.

–Además de los hermosos hijos que me has dado y toda la alegría que me has regalado. ¿Cómo poder compensarte de todo lo que me has brindado?

–Lo sabes hacer muy bien, con todas tus atenciones y detalles de cada día, con el amor y el cariño que me brindas en todo momento…

–Siento que ni en toda mi vida podré darte todo el amor que tengo para ti.

–Con que nunca me dejes de amar…

–Te amaré por toda la eternidad –afirmó sosteniéndola dulcemente de sus brazos, mirándola con ternura, y luego la besó en la frente.

–¿Te sigue gustando interrumpir nuestro baile? –indagó sonriendo.

–Lástima que no es un baile privado y hay mucha gente que observa tu belleza pero…

–Pero…

–…ansío que llegue la noche para llenarte de mis besos y contemplar el maravilloso brillo de tus ojos cuando te amo.

–Bésame.

Darcy se acercó, rozó su rostro y capturó su boca, olvidándose del mundo y escuchando el acelerado ritmo de su corazón mientras acariciaba delicadamente sus labios y se fascinaba con la fogosa respuesta que recibía de su amada. Se separó y, tras contemplar la resplandeciente mirada de su esposa, prosiguió con la danza.

Al terminar el baile, los participantes aplaudieron a los músicos y se retiraron a sus lugares. Darcy le ofreció el brazo a Lizzie cuando la Sra. Willis se acercó a ellos para saludarlos.

–¡Dr. Donohue! ¡Cuánto tiempo sin verlo! Ya no he ido a consulta con usted, gracias al cielo he gozado de buena salud –aseveró la Sra. Willis con su acostumbrado tono de coquetería–. Sra. Georgiana –saludó de mala gana–. ¡Felicidades por su hija doctor, me han dicho que es muy hermosa! Seguramente se parece a usted.

–Gracias Sra. Willis –dijo Donohue con seriedad.

–Sr. Darcy, es usted un excelente bailarín. Ojalá mi marido tuviera un poquito de sus múltiples caletres. ¿Me concedería la siguiente pieza?

–Disculpe. Sólo bailo con mi esposa.

–Y con su hermana, cuando ella se lo pide –indicó recordando que en su boda los vio bailar juntos–. Y dígame, ¿sólo a su esposa ha besado?

–Únicamente a la Sra. Darcy, por supuesto. Con su permiso –certificó con altanería, retirándose con sus acompañantes.

–¿Es la esposa del socio de Darcy? –preguntó Georgiana a Lizzie muy molesta mientras se alejaban–. Es una descarada, yo pensaba que era como la Srita. Bingley que únicamente se complacía en molestar a los demás.

–No, esta mujer es de cuidado. Y lo que viste es poco en comparación de lo que es capaz. No tiene escrúpulos y hace cualquier cosa para conseguir sus propósitos, aun cuando vaya en contra del decoro.

–¿Y la ven seguido?

–Gracias a Dios sólo en contadas ocasiones. Pero hoy he decidido no enojarme, aunque se empeñe en fastidiar a los demás.

Se sentaron en la mesa a conversar mientras Georgiana fue a ver a los bebés, regresando con buenas noticias: todos habían comido bien y disfrutaban de una agradable tarde.

Los Sres. Darcy pudieron disfrutar de varios bailes más antes de que Lizzie recordara que había olvidado la medicina que Christopher tenía que tomar en un cajón de su alcoba. Darcy

se ofreció a ir por el frasco para llevárselo a la Sra. Reynolds pero Lizzie, agradeciendo la cortesía de su esposo, insistió en ir. Se alejó jubilosa mientras él la observaba con cariño. Georgiana se percató de esa mirada y le dijo a su hermano:

–Me encanta cómo ves a Lizzie, tan enamorado, como si hoy hubiera sido el día de tu boda.

–Es la misma mirada que veo en los ojos de tu marido cuando te observa.

Georgiana sonrió complacida viendo a Donohue y comprobando la veracidad de esas palabras.

Lizzie subió los peldaños de la casa sin percatarse de que alguien la seguía hasta que se introdujo en el pasillo rumbo a la alcoba, en el tercer piso, donde el ruido de la fiesta se percibía lejano y escuchó unos pasos a su espalda. Asustada, volteó y se sobresaltó al ver de quién se trataba.

–¡Sr. Hayes! –dijo con el tono de voz alterado.

Él estaba vestido con el uniforme de mayordomo y traía una charola con algunas copas de vino que iba a llevar a los invitados. Dejó la charola sobre una mesa y se acercó lentamente.

–No se espante, Sra. Darcy. Hace mucho que no teníamos el placer de vernos. Desde que por su culpa me metieron a prisión.

–¿Qué hace aquí?

–Sólo vine a saludarla y a decirle lo bonita que se ve hoy. Sus joyas son muy hermosas, ¿se las regaló el Sr. Darcy?

–¿Qué quiere de mí? –preguntó con agresividad, sintiendo que el corazón se salía de su cuerpo, con enorme temor.

–Vi que baila muy bien. Tal vez pudiera concederme una pieza –pidió caminando hacia ella.

–Sólo bailo con mi esposo –declaró dando unos pasos hacia atrás hasta que se encontró con la pared, provocando que él la acorralara.

–Con certeza sólo con su esposo ha tenido intimidad. Hoy vengo a cambiar eso –indicó besándola mientras ella trataba de empujarlo con fuerza sin poder zafarse de sus brazos que la constreñían con gran vitalidad.

Lizzie alcanzó a morderlo provocando que él se saliera de sus casillas y la golpeara tirándola al piso. Enseguida la tomó fuertemente de los brazos, levantándola mientras ella gritaba pidiendo ayuda que nadie le otorgó al tiempo que se escuchaba la música del siguiente baile. La llevó casi a rastras en tanto ella lo pateaba y forcejeaba, él abrió la puerta de una habitación que había quedado a unos pasos y la empujó provocando que cayera al piso y se pegara en la cabeza con la pata de una mesa, quedando inconsciente.

En la fiesta, los invitados participaban alegremente mientras Darcy observaba a su hermana bailando con Donohue y a Bingley con su esposa, su suegra platicaba muy alegremente con los Sres. Windsor a unas cuantas mesas de él acompañada de Mary, en tanto Kitty bailaba con un caballero. Fitzwilliam se acercó y le agradeció el apoyo que había recibido de él en todo momento. Cuando terminó el baile, los Sres. Donohue se acercaron a Darcy y a Fitzwilliam, al tiempo que Darcy, extrañado por la tardanza de su esposa, indicó que iría a buscarla. Georgiana le dijo que ella quería ver cómo estaba Rose, donde estaba Lizzie, y se retiró, dejando a los caballeros platicando. Llegó a la habitación donde se encontraban los bebés y preguntó a la Sra. Reynolds por Lizzie, pero no supo darle ninguna razón de ella, por lo que Georgiana, extrañada, salió de la alcoba en busca de su hermana.

Lizzie despertó con un intenso dolor de cabeza debido a una herida que todavía le sangraba. Estaba sola en la habitación, su vestido desarreglado y las joyas habían desaparecido, sintiendo frío en sus brazos y sus piernas descubiertas. Intentó levantarse con enorme dificultad, descalza, pero le dolía todo el cuerpo; llegó hasta la puerta que abrió con un enorme esfuerzo y cayó debido a un penetrante mareo.

Cuando Georgiana venía de regreso se acoquinó al ver a Lizzie en el suelo, con la cabeza, el cuello y la boca ensangrentada. Se hincó ante ella pensando en que tal vez la habían perdido, acariciando su rostro, pero Lizzie no respondía. Se levantó rápidamente, llorando, y fue corriendo hasta donde estaban su marido y su hermano, esquivando con dificultad a la gente que estaba en el camino, sin poder apartar de su mente la imagen de Lizzie. Cuando se acercó a ellos, notablemente angustiada, sin decir palabra Darcy corrió hacia las escaleras pensando en que algo había sucedido. Donohue se avecinó a su esposa, la tomó de los brazos y escuchó lo que ella le dijo:

–No dejes solo a mi hermano.

Donohue, sin entender por completo sus palabras, salió velozmente tras de Darcy y ambos subieron la escalera rumbo a la alcoba de los bebés. Darcy, al ver a Lizzie tirada en el piso, se detuvo en seco mientras Donohue se acercó a ella para revisarla. Estaba con vida.

Darcy, al ver que había esperanzas, se aproximó a ella, la tomó en sus brazos y la introdujo en la habitación colocándola sobre la cama, seguido por su cuñado que inició su escrutinio. Darcy, desesperado, cerró la puerta de la alcoba y caminaba de un lado al otro sin hacer ruido tratando

de explicarse lo que había sucedido, temiendo lo peor, preocupado por la condición de su esposa que había sido atacada. Georgiana tocó a la puerta, entró con el maletín de su marido y se lo entregó inundada en llanto. Donohue lo recibió y Georgiana abrazó a su hermano.

Después de unos momentos, Donohue se puso de pie y Georgiana se incorporó, esperando recibir alguna respuesta. Donohue le dijo:

–Georgiana, necesito hablar con el Sr. Darcy, a solas.

–Pero, ¿qué tiene Lizzie?

–Por favor, Georgiana.

Donohue le abrió la puerta a su mujer y ella salió con él un momento. A los pocos minutos Donohue volvió a entrar solo y se acercó a Darcy, quien esperaba impaciente la respuesta del médico.

–Sr. Darcy, su esposa tiene un golpe en la cabeza, presumo que se pegó con aquella mesa –explicó viendo la mancha de sangre en el tapete, cerca de donde estaban tirados los zapatos y las medias–, pero tiene lastimados los brazos y la cara.

Darcy, viendo el estado de su esposa, preguntó:

–¿Quién la agredió de esa manera?

–No lo sé, pero al parecer fue un robo. Sus joyas han desaparecido. Aunque…

Darcy lo vio, rezando para que no confirmara lo que pasaba por su mente al verla en esas condiciones, con mucha pena y lleno de remordimiento.

–…el golpe en la cabeza no es grave, no sé hasta qué punto sufrió lesiones. Necesito su autorización para revisarla cuidadosamente. Si quiere puede permanecer en la habitación. Cuando acabe el escrutinio levantaré un informe para que pueda presentar una denuncia.

–¿Y despertará pronto?

–No sabría decirle. Es posible. Ayudaría mucho conocer su testimonio.

–Haga lo que tenga que hacer –declaró, viendo consternado a su mujer que, además del golpe en la cara, tenía inflamado el labio, conjeturando que aquel hombre la había besado violentamente.

Quería acariciar su mejilla que estaba enrojecida, así como el cuello, aumentando en él la furia que tenía que dominar, pensando en que ese sujeto la había raspado con su barba, sintiendo terror de pensar en lo que encontrarían bajo las ropas.

Donohue empezó la revisión y Darcy tomó asiento en la silla al lado de la mesa con la que se había golpeado su esposa, tratando de acordarse quién de los asistentes traía la barba crecida, lo necesario para dejar esas marcas. Tendría que ser un hombre al que le creciera muy rápido o que hubiera omitido rasurarse esa mañana, lo que disminuía las probabilidades de error al mínimo. Estuvo tentado a ir a buscar al culpable pero ciertamente era posible que ya estuviera lejos o fuera verdaderamente un desvergonzado para continuar en la fiesta como si nada hubiera sucedido, además de que no quería apartarse de su esposa en esos momentos.

Los nervios aumentaron conforme pasó el tiempo, viendo desde lejos las lesiones que se habían marcado en su espalda, imaginando el sufrimiento que ella vivió en esos momentos. Se puso de pie y caminó en silencio por la habitación, recordando el rostro de felicidad que ella había mostrado la última vez que la vio antes del ataque, y observándola ahora con la cara lesionada, lamentándose con toda su alma haberla dejado ir. Sumergido en sus pensamientos, pisó algo que le llamó la atención y se agachó para ver qué era, reconociendo de inmediato uno de los botones, forrado de tela azul cielo; sin duda pertenecía al

vestido de su esposa que él había abrochado esa mañana. Giró su vista hacia el corpiño confirmando que faltaban otras piezas, seguramente el desgraciado las había arrancado. Apretó duramente las manos hasta dejarse los nudillos blancos, jurando que encontraría a ese canalla y lo haría pagar.

Cuando Donohue terminó, se puso de pie y se acercó a Darcy, quien esperaba ansioso el resultado, aunque con una enorme turbación.

–Debo preguntar, Sr. Darcy. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo intimidad con su esposa?

–Hoy por la mañana.

Donohue suspiró.

–¿Mi esposa fue atacada sexualmente?

–No lo sé. Casi todo me hace pensar que sí, pero tengo ciertas dudas de que el acto se haya consumado. Lamento mucho que todo esto haya sucedido. Iré a preparar el informe y solicitar que busquen al comandante.

–Le suplico total discreción en el asunto.

–Cuente usted con ello, Sr. Darcy.

Los caballeros giraron hacia la cama al escuchar que Lizzie gemía, llevándose la mano a la cabeza. Darcy se acercó y se sentó a su lado, acariciando su rostro y diciéndole que ya

estaba a salvo, mientras Donohue salía de la habitación y Lizzie estallaba en sollozos, recordando lo que había vivido. Darcy la abrazó queriendo aliviar toda la angustia que sentía, cargando sobre sus hombros toda la responsabilidad de lo sucedido. ¿Cómo era posible que Lizzie hubiera sido agredida a unos metros de distancia y nadie se hubiera dado cuenta? Recordó que él se había ofrecido a ir por la medicina y ver a sus hijos y se arrepintió con toda el alma de no haberle insistido en que ella se quedara.

Cuando Lizzie pudo serenarse, Darcy se incorporó acariciando su cabeza, ella le contó lo sucedido y luego añadió:

–Cuando me aventó contra el suelo y me pegué en la cabeza, ese hombre se acercó a mí y vi a mi padre a mi lado y a Frederic que acariciaba mi rostro, y sentí que me moría mientras mi niño me daba un beso en la frente. Luego perdí la conciencia y no sé qué pasó.

–¿Quién era ese hombre?

–Hayes –dijo casi sin aliento.

Darcy bajó la cabeza sintiendo un terrible odio hacia ese animal y una sed de venganza que apenas podía contener, recordando la última vez que lo había visto, a punto de

agredir a su mujer en su propia casa. Esta vez sí lo había conseguido y de qué manera.

–Darcy, perdóname.

–No Lizzie. No tengo nada que perdonarte, tú has sido víctima de ese calamitoso –dilucidó frunciendo el ceño, con una mirada que infundía temor, pensando en toda la información de que disponían para hacer las debidas declaraciones al comandante y localizar al agresor a la brevedad.

–Pero ahora tal vez yo te provoque repugnancia.

–¡No Lizzie! No lo digas, ni siquiera lo pienses –aseveró abrazándola.

Después de un rato, cuando casi todo era silencio, alguien tocó a la puerta y Darcy fue a abrir. Era Georgiana que venía a avisarle que el comandante había llegado. Darcy se retiró, dejando a su esposa en compañía de su hermana.

La fiesta ya había concluido, los novios estaban despidiendo a los últimos invitados cuando Darcy, en compañía de Donohue, bajaba las escaleras.

–¿La Sra. Darcy recordó lo sucedido?

–Sí –respondió con amargura.

–Sr. Darcy, entiendo la gravedad de lo que están viviendo y quiero respetar su intimidad, pero le pido que si su esposa siente náuseas, tiene vómito, dolor de cabeza muy intenso y persistente, cualquier dificultad motora, hormigueo en sus extremidades o falta de visión me lo informe de inmediato. La revisión que le hice en la cabeza no mostró ningún daño serio pero tenemos que estar pendiente de los síntomas para descartar el peligro.

Al acercarse al despacho que había sido de su tío años atrás y que a partir de ese día era de su amigo, la Sra. Bennet los interceptó.

–Sr. Darcy, hace rato que no veo a mi hija, muchos me han preguntado por ella, queríamos despedirnos, igualmente de la Sra. Georgiana.

–Lizzie fue a ver a los bebés y se ha quedado recostada en la recámara.

–¿Se siente mal?

–Un dolor de cabeza.

–Me gustaría verla, ¿me indica dónde está su alcoba?

–Disculpe Sra. Bennet pero la dejé dormida, yo le expresaré su interés.

La Sra. Bennet se despidió y giró para retirarse con sus hijas, felicitando a Fitzwilliam que se aproximaba a Darcy.

–El comandante está aquí. ¿Ha sucedido algo? –preguntó el coronel.

–Disculpa que te moleste en estos momentos pero necesito por favor toda la información que tengas de Hayes.

–¿La persona que investigué en Londres?

–Sí. Es urgente.

Fitzwilliam se disculpó con la novia y se encaminaron al despacho, donde además de saludar al comandante le entregó el archivo que tenía de la investigación que años atrás habían hecho de ese hombre. Darcy le pidió a su amigo que lo dejara a solas con el comandante, con quien habló por largo rato y levantó la denuncia correspondiente, con el testimonio de su médico.

Lizzie, con ayuda de Georgiana, se fue a su habitación y se dio un prolongado baño, confirmando con infinita angustia sus sospechas de que sus ropas habían sido removidas. Vio las lesiones que dicho ataque le había provocado en todo el cuerpo y pensó en todo lo que ese hombre le pudo haber hecho mientras ella estaba inconsciente, sumiéndose en una desesperación tal que la incitó a lavarse con intenso vigor, a pesar de su cuerpo adolorido, lastimando su piel al tratar de quitar toda mancha que aquel hombre había dejado en ella.

A su regreso, Darcy buscó a su mujer y a su hermana donde se había efectuado el ataque, sin encontrarlas. Pasó a la habitación donde estaban los bebés con la Sra. Reynolds, encontrando todo en orden y pidiéndole que se encargara de su cuidado por la noche, luego fue a su alcoba. Georgiana estaba parada en la puerta del baño, escuchando el llanto de su hermana que se encontraba encerrada mientras la llamaba insistentemente para que le permitiera el acceso. Darcy le habló a través de la puerta pero eso sólo provocó que su consternación aumentara pensando en la posibilidad de perderlo con todo lo ocurrido. Darcy, angustiado, empujó fuertemente la puerta con su pierna abriéndola impetuosamente y encontrando a su mujer en la bañera, sollozando, abrazando sus piernas con toda su fuerza.

Él se acercó, se hincó a su lado, acarició su frío rostro secando sus lágrimas y le habló al oído tratando de darle ánimo, diciéndole que la seguía amando con toda su alma y que todo iba a estar bien. Lizzie sintió su consuelo, el calor de su afecto que le dio valor para salir adelante. Georgiana los veía sintiendo mucha compasión por su hermana y, percibiendo que su ayuda había terminado, se retiró. Lizzie empezó a temblar debido a que el agua estaba fría y Darcy alcanzó una toalla con la que la cubrió después de ver

rasguñada y enrojecida su delicada piel, a pesar de que ella intentó taparse con los brazos rápidamente sintiendo mucha vergüenza; él comprendió el dolor que estaba padeciendo. La secó con extremo cuidado, la abrigó con un camisón de satén y la llevó en brazos hasta la cama donde la cobijó para que pudiera descansar, acostándose a su lado para abrazarla y calentarla. Lizzie, sintiéndose resguardada, se quedó dormida.

Darcy no pudo conciliar el sueño, pensando en el daño que le habían hecho a su mujer y en cómo apoyarla en esta situación para recobrar esa sonrisa que le había sido robada violentamente. Lizzie despertó varias veces con sobresalto, reviviendo en sueños esos tormentosos momentos, pero el cariño de su marido la tranquilizó profundamente.

Al día siguiente, Darcy se levantó desde temprano y se alistó. Caminó hacia la ventana donde observó por largo rato el amanecer y el hermoso jardín donde las ardillas trepaban los álamos y los pinos buscando su comida, los pájaros volaban desplegando sus alas majestuosamente hasta alcanzar el cielo azul, las hojas bailaban al ritmo de la suave brisa que acariciaba delicadamente las copas de los árboles, los ciervos se aproximaban al río que se vislumbraba desde su alcoba a beber agua. Todo se veía en armonía y volteó a

ver a Lizzie que dormía profundamente. En su bello rostro se le notaba todavía la huella del brutal golpe que el día anterior había recibido. Sabía que esa contusión se desvanecería en unos días, pero ¿cómo borrar la herida del alma que sin duda los había marcado?, ¿cómo aliviar el sufrimiento de su esposa que no podía apartar de su mente desde que la vio postrada en el suelo, imaginando lo que había vivido minutos antes?, ¿cómo acercarse a ella para demostrarle su cariño y brindarle todo su soporte sin provocar que se sintiera acosada?

Darcy se acercó al ver que ya despertaba, se sentó a su lado y, acariciando su rostro, la besó en la frente.

–¿Cómo te sientes?

–Mal –susurró llorando al saberse ultrajada en lo más íntimo de su ser, reflejando toda la tristeza que sentía en su alma.

–Perdóname por no haber estado a tu lado para defenderte –impetró con impotencia, juzgándose despreciablemente condenado.

–¿Me vas a seguir queriendo?

–Con todo mi ser. Mi amor por ti es tan fuerte que ni siquiera esta prueba lo puede derrumbar.

–Necesito mucho de tu cariño –suplicó.

–Y yo te lo daré hasta el final de mis días –aseguró al tiempo que la abrazaba con devoción, besándola delicadamente en la mejilla.

Darcy, al ver que Lizzie seguía adolorida, se incorporó y le dijo:

–Le pediré al Dr. Donohue que te revise la herida. ¿Quieres que nos quedemos unos días para que puedas descansar?

–No. Quiero regresar a casa hoy mismo. Ya no quiero permanecer más tiempo en este lugar. ¿Y Matthew y Christopher?

–Ellos están bien. Christopher ya tomó su medicina. Le dije a la Sra. Reynolds que te sentías indispuesta y le pedí que se encargara de cuidarlos.

–Quiero verlos, pero no quiero que me dejes sola mucho tiempo.

–No tardaré.

Darcy la miró con esperanza de que recuperara la paz al estar con sus hijos, besó su mano y se puso de pie para ir por ellos. A los pocos minutos entró nuevamente a la alcoba con sus dos pequeños en brazos. Lizzie se sentó en la cama para recibirlos y les dio un cariñoso abrazo, aguantando la dolencia producida por los golpes, como si quisiera aliviar todo su dolor con el afecto de su marido y de sus hijos,

sosteniéndose de ellos para no dejarse caer. Permaneció con los niños un rato, viéndolos jugar y olvidando un poco su suplicio en tanto Darcy pidió a la Sra. Reynolds que fuera en busca del Dr. Donohue.

El médico revisó la herida de la cabeza y autorizó su retorno a Londres esa misma mañana, comprendiendo la difícil situación que estaban viviendo, ofreció que ellos se llevaran a los niños en el carruaje con la Sra. Reynolds para que Lizzie pudiera recostarse en el camino y descansar mejor. Luego Donohue se llevó a sus sobrinos para que Darcy pudiera auxiliar a Lizzie a alistarse para bajar al almuerzo. Darcy le preparó el baño con abundantes burbujas y la ayudó, comprendiendo el sentimiento de vergüenza y de inseguridad que la había invadido, por lo que fue especialmente cariñoso y escrupuloso en su trato cuidando de no rozar su piel con la mano ya que ella se sobresaltaba con facilidad, mientras la lavaba con una suave esponja la tranquilizaba con su voz y le escurría agua caliente en sus hombros y espalda para disminuir su tensión y lograr su relajación. Luego la envolvió en un albornoz y la vistió sin destaparla. Por último le cepilló el cabello cuando Georgiana fue a saludar. Ella la abrazó con profuso afecto mientras Lizzie se guardaba sus quejas para sí. Georgiana

desconocía la gravedad de la situación, sólo sabía que su hermana había sufrido el robo de sus joyas con violencia, ya que todo se había manejado con extrema confidencialidad. Lizzie, tambaleando en su fortaleza, logró mostrar sosiego y le agradeció su ayuda y su apoyo, que habían sido muy valiosos para ella.

Ese día peinó su brillante y sedoso cabello suelto con un medio chongo atrás para disimular la herida de la cabeza, usó un vestido de manga larga para esconder el maltrato que había padecido en los brazos, una fina mascada para enmascarar las lesiones del cuello y trató de disminuir el golpe en su rostro con polvo de arroz que justificó con una caída que había sufrido en la recámara, mostrándose ejemplarmente ecuánime y moviéndose con la mayor naturalidad que pudo, sin levantar sospechas de lo que realmente había ocurrido, aun cuando Jane se mostró turbada al saludarla.

Durante el almuerzo, Lizzie y Darcy permanecieron en silencio mientras Fitzwilliam, la Sra. Anne, los Bingley y los Sres. Donohue comentaban de lo más sobresaliente del casamiento. Los familiares felicitaron nuevamente a los novios y se despidieron para dirigirse rumbo a su casa.

A su llegada a Londres, Darcy mandó llamar al comandante Randalls para ponerlo al tanto de la denuncia interpuesta en Kent para localizar lo más pronto posible al agresor de su esposa. El comandante ya había recibido la información y había ordenado la búsqueda del Sr. Hayes en su jurisdicción. Luego regresó con su esposa que estaba terminando de acostar a los bebés en su habitación. La Sra. Reynolds que se había quedado a acompañarla se retiró y Darcy se acercó y la abrazó por la espalda mientras ella acariciaba dulcemente la cabeza de Matthew que tardó en conciliar el sueño. Lizzie se recargó en el hombro de su esposo y, colocando sus manos sobre las de él, le dijo con la voz quebradiza:

–Perdóname por provocar que nuestras vidas cambiaran drásticamente.

–No Lizzie. Tú no tuviste la culpa, eres la que más está sufriendo y eso me llena de desconsuelo.

–Es que… es que… ese hombre me besó y me tocó y… ¡sabrá Dios cuánta cosa más!

Lizzie rompió en llanto y Darcy, girándola con cuidado, le dijo:

–Tú no lo besaste y no consentiste que se acercara a ti. Te atacó de la manera más vil.

–Solamente tú me habías besado, era exclusivamente tuya.

–Y así seguirás siendo.

–Pero me ha dejado lacerada… Ya no soy digna de tu amor –indicó con gran amargura.

–¡Lizzie! –exclamó alzando la voz–. Te amo con toda mi alma, eres mi esposa y la madre de mis hijos, daría la vida por verte feliz y regresarte la tranquilidad que ese canalla te robó. Aun cuando tú lo hubieras consentido, yo seguiría amándote y te perdonaría si quisieras continuar a mi lado. ¿No te das cuenta de todo lo que hemos construido? Todos los hermosos momentos que hemos vivido juntos no se pueden demoler. Nuestra vida, nuestra familia y todo lo que nos falta por caminar.

Darcy la estrechó entre sus brazos y ella sacó toda la angustia que había acumulado desde que había despertado.

CAPÍTULO LXVII

Darcy decidió pasar los siguientes días con su esposa y con sus hijos, dejando los pendientes de trabajo encargados al Sr. Boston. Lizzie se veía ansiosa, insegura, deprimida y con la autoestima por los suelos, sintiéndose culpable por lo sucedido, no quería quedarse sola porque la invadían los recuerdos de ese hombre besándola y tocándola, liberando su tensión a través de ataques de pánico, le costaba trabajo dormir y tenía sueños llenos de angustia, comía poco, se mareaba con frecuencia y no prestaba demasiada atención a la conversación. Debido a esto, Darcy dirigió la atención a su esposa y encargó a sus hijos con la Sra. Reynolds. Donohue le dijo que todo esto era normal y que el proceso de recuperación les demandaría algún tiempo, pero le recomendó que, en cuanto las contusiones hubieran sanado, le hiciera masajes en el cuerpo para lograr su relajación y que volviera a tolerar el contacto con la piel, aunque muy paulatinamente y conforme ella se sintiera cómoda.

Poco a poco la ansiedad fue bajando, aunque Lizzie reflejaba en su mirada una profunda tristeza que se fue incrementando con el paso de los días, viendo que su esposo se había alejado de ella emocionalmente debido a su preocupación,

obsesionado con encontrar al Sr. Hayes, entrevistándose todos los días con el comandante para acelerar su localización, con quien dejaba aflorar su ira, como si de esa manera quisiera borrar el sufrimiento de su mujer y, por lo tanto, la culpa que pesaba sobre sus hombros, la vulnerabilidad de la que había sido objeto por tan ruin ataque, como hacía mucho tiempo no se sentía, advirtiendo crecer su odio como nunca lo había imaginado.

Darcy regresó a sus ocupaciones y Lizzie sentía mucha pena, recordando las palabras que le había dicho su esposo a su llegada a Londres y comprobar con los hechos que la lesión que ese insulto les había provocado había sido más profunda de lo que había estimado, observando las consecuencias en el deterioro de su relación, pensando cada vez con mayor certeza que Darcy trataba de no acercarse a ella: terminando el obligado masaje él la cubría con su bata, desayunaban en completo silencio, él se disculpaba y se retiraba todo el día mientras Lizzie se quedaba con sus hijos en compañía de la Sra. Reynolds, la cena transcurría de igual manera y se acostaban a dormir guardando las debidas distancias.

Pasaron los días y este desapego se hizo cada vez más pronunciado. Lizzie se sentía más insegura, Darcy estaba

cada vez más presionado por la desaparición de ese hombre, parecía que se lo había tragado la tierra. Se veía ausente, irascible, frustrado e impotente al ver la tristeza que Lizzie reflejaba en su mirada sin poder hacer nada, sin darse cuenta que la solución la tenía, en gran medida, al alcance de sus manos.

Lizzie, preocupada, una noche después de la cena, se acercó a él que escribía una carta en su recámara y se sentó a su lado.

–¿Has tenido mucho trabajo? Te ves cansado.

–No he dormido bien estos últimos días.

–Y cuando puedes descansar te dedicas a hacer cartas.

–Le escribo al comandante Randalls. Quiero saber si ya tiene noticias.

–Y cuando ya tenga noticias de ese hombre, ¿podrás descansar?

Darcy la volteó a ver en silencio, reflexionando en sus palabras.

–Me preocupa tu salud, has comido muy poco, trabajas mucho y casi no descansas, estás muy tensionado por todo este asunto y… ya casi no hablamos –indicó Lizzie reflejando esa congoja en su mirada, sedienta de recibir el cariño de su esposo.

Darcy, conmovido, sintiendo su corazón hervir nuevamente, se acercó para besarla mientras Lizzie cerraba los ojos deseando volver a sentir esos labios que le daban el calor de su afecto cuando él remembró el sufrimiento que su esposa había sentido con ese hombre. Se apartó, poniéndose de pie, y se dirigió hacia la puerta. Lizzie, descorazonada, sintiéndose finalmente rechazada, se puso de pie y le gritó llorando:

–¿Acaso encontrando a ese desgraciado regresará tu tranquilidad?

–Mi tranquilidad no importa mientras pueda recuperar tu paz –contestó Darcy acercándose, con voz enérgica.

–¿Y crees que así alcanzaré la paz que necesito?

–Lizzie, ¿qué pretendes con esto?, ¿no ves que lo hago por ti? –preguntó enojado, acercándose a ella.

–Parece que en lugar de ayudarme sólo lo haces para limpiar tu conciencia.

–¡Quiero ayudarte!

–Y también limpiar tu conciencia. Si quisieras ayudarme, te olvidarías por un momento de ese hombre y te acordarías de mí.

–Si lo único que hago es pensar en ti. ¿No comprendes que ese hombre puede venir otra vez e intentar hacernos más daño?

–¿Más daño? Si ya consiguió lo que quería: bastante dinero, vengarse de mí humillándome y destruir nuestras vidas.

–¿Destruir nuestras vidas? ¡Yo no lo voy a permitir! ¡Si ese comandante no es capaz de encontrarlo, iré yo a buscarlo!

Darcy se dio la media vuelta y caminó, mientras Lizzie lo vio alejarse y desaparecer finalmente de su vista, comprendiendo que su marido se había convertido en un extraño para ella, que el Sr. Darcy de la ceja inquisitiva había regresado.

Lizzie se sentó en la cama, apagó las velas y se recostó hecha un mar de lágrimas. Sólo se escuchaba su llanto hasta que se quedó dormida.

Darcy fue a su despacho y sacó del cajón una pistola, revisó que estuviera cargada y se la colocó en la cintura, ajustada con las calzas. Fue a buscar a su caballo, cabalgó hacia la ciudad y se dirigió a East End; se detuvo en los bares que ese sujeto solía frecuentar y preguntó a los despachadores por el paradero de ese hombre, sin encontrar pistas. Se internó en las calles oscuras donde había mujeres, sugerentemente vestidas, ofreciendo sus servicios, a quienes

preguntó por Hayes, no sin antes ser objeto de sus coqueterías. Alguna de ellas le indicó que últimamente había oído hablar de ese hombre a una amiga que se encontraba en un burdel de Spitalfields. Darcy remontó su corcel y se dirigió a ese lugar, en donde, después de descender de su caballo, le solicitó a un golfillo que cuidara de su animal. Tocó a la puerta y ésta fue abierta por una mujer rubia, joven y muy atractiva, exageradamente maquillada, con un escandaloso vestido de terciopelo color carmesí que acentuaba cada curva de su cuerpo y con un escote sumamente pronunciado.

–¿Quién llamó a la puerta? –una voz femenina se escuchó desde el interior, rodeada de música, risas y algún chillido.

–Un cliente nuevo –gritó la mujer rubia–, y debo decir que muy atractivo –completó coqueteando al visitante–. ¿Gusta pasar, Sr…?

–Disculpe la molestia, sólo vengo a preguntar por un hombre que acostumbra frecuentar este lugar.

–Entonces ¿hoy no tendremos el placer de atenderlo? ¡Qué lástima! La próxima vez que pase por aquí, pregunte por mí…

–Busco al Sr. Hayes, ¿usted lo conoce? –indagó mostrándole lo que ganaría sólo por proporcionarle esa información.

–¿El Sr. Hayes? ¡Claro! Estuvo aquí hace dos semanas, pasamos una noche muy divertida y me enseñó unas joyas bellísimas.

–¿Dónde puedo encontrarlo?

–¿Encontrarlo? No creo que pueda encontrarlo, ya debe estar muy lejos de aquí. Dijo que desaparecería de este país, pero no me reveló a dónde iría.

–Si por alguna razón sabe de él, tal vez pueda ayudarnos y recibir otra gratificación.

Darcy le dio un papel con el nombre y la dirección del comandante, junto con las veinte libras prometidas.

–Gracias, Sr. Randalls, es usted un hombre gallardo y muy generoso.

Darcy se retiró, le dio diez peniques al golfillo y cabalgó en busca de alguna otra pista. Regresó a su casa en la madrugada, exhausto y lleno de frustración por su fracaso al no haber encontrado a ese sujeto. Se acostó encima de la cobija al lado de su esposa que estaba en un profundo sueño, quedándose dormido casi al instante.

Al día siguiente, Darcy se levantó temprano y en lugar de irse a cabalgar fue a ver al comandante. Lizzie se despertó un rato después, viendo con desilusión que su marido apenas había regresado para llevarse la carta y cambiarse de ropa. Se alistó y atendió a sus hijos, esperando el incierto retorno de su esposo que no se dio sino hasta que ella estaba en el comedor desayunando, aun cuando lo esperó un rato.

Al llegar, Darcy saludó y se sentó a medio comer sus alimentos, sin hacer comentario alguno. Todo era silencio, cuando el Sr. Churchill anunció la llegada de Georgiana que venía con su hija a visitar a sus hermanos. Se había quedado preocupada por Lizzie pero no había podido ir a verla ya que Rose había enfermado desde su regreso. Los señores de la casa la recibieron.

–Lizzie, ¡qué gusto ver que tus heridas ya han sanado! Aunque te ves pálida. ¿Te has sentido bien? –preguntó Georgiana.

–Sí, gracias –aseguró para no aumentar la preocupación de su marido, sabiendo que en realidad se sentía física y emocionalmente mal.

Lizzie ofreció una taza de té a Georgiana, invitándola a tomar asiento con ellos.

–Y ¿ya han localizado al delincuente? –indagó Georgiana.

–No. No ha aparecido a pesar de que lo han buscado por toda Inglaterra –declaró Darcy circunspecto.

–Probablemente con el collar que te robó ya se fue a América.

–¡Si es así, entonces iré a América a traerlo de regreso para que cumpla con su castigo! –exclamó iracundo.

–¡Darcy! –le llamó Lizzie.

–Pero si sólo es un collar –replicó Georgiana con temor, sin entender el motivo de esa reacción.

–¡No fue sólo un collar o unos aretes! –gritó furioso, retirándose a su despacho.

–¿Así ha estado? –inquirió azorada.

Lizzie asintió.

–¡Está irreconocible!

Lizzie bajó su mirada con tristeza. Luego preguntó:

–¿Tu marido tendrá mucho trabajo hoy?

–¿Quieres que lo mande llamar? ¿Christopher está bien?

–Ha tenido un poco de tos, pero preferiría que lo viera.

–Le enviaré una nota para que venga lo más pronto posible.

Georgiana mandó el mensaje y las damas se quedaron conversando un rato en el comedor y luego fueron a buscar a Christopher y a Matthew a su habitación, donde estaban jugando con la Sra. Reynolds. Ella, al ver entrar a las

señoras, se retiró, dejándolas con los niños toda la mañana, hasta que el Sr. Churchill anunció la llegada del Dr. Donohue.

Las damas se pusieron de pie para recibirlo y Donohue entró en la habitación. Lizzie le informó sobre la evolución de Christopher en esos días y él lo revisó, encontrando que el tratamiento era el indicado para su situación y que era cuestión de tiempo para que la tos que le afectaba se disipara. Lizzie, al ver que ya había terminado la consulta, solicitó con cierto temor:

–Dr. Donohue, ¿me permite hacerle una consulta, en privado?

–Por supuesto Sra. Darcy.

Lizzie le indicó el camino y Georgiana los vio retirarse preocupada, intuyendo que algo estaba sucediendo. Lizzie lo llevó a su habitación, donde, inundada de nerviosismo, dijo:

–Dr. Donohue, supongo que usted… Supongo que usted me revisó después de ese incidente en Rosings.

–Sí, Sra. Darcy. Su esposo me autorizó y él me acompañó todo el tiempo.

–Doctor, quisiera aprovechar para que usted me revise, me he sentido mal últimamente –pidió mientras su incertidumbre

aumentaba, temiendo que sus sospechas fueran confirmadas.

El médico le hizo algunas preguntas y procedió a revisarla. Lizzie, viendo en los ojos de su cuñado cierta consternación, sintió que su vida se le iba de las manos cuando empezó a guardar sus instrumentos en silencio, sin saber cómo decirle su diagnóstico. Donohue, viendo la inevitable angustia de su paciente, se sentó, le tomó de la mano y le informó:

–Sra. Darcy, usted está encinta.

Lizzie, poniéndose blanca del susto, preguntó casi sin aliento:

–¿Cuánto llevo de embarazo?

–Tres semanas.

–Hace tres semanas de… –dijo con la voz temblorosa–. ¿Es posible que… este bebé sea del hombre que me atacó?

–Sí Sra. Darcy. Esa posibilidad no está descartada –indicó con intensa pena en su mirada.

Lizzie, gimiendo, tratando de sostener el llanto, se llevó la mano a la boca pensando en lo que le diría a su marido, aterrada de su reacción, y prorrumpió en sollozos.

Donohue trató de consolarla diciéndole que ella había sido víctima de ese sujeto y que el hijo que llevaba en sus entrañas también era inocente de lo sucedido. Lizzie le pidió

y le rogó que no le dijera nada a Darcy, aun cuando él le explicó que el Sr. Darcy sabía que todo había sido en contra de su voluntad y que estaba consciente del sufrimiento que ella estaba padeciendo desde entonces.

Lizzie, dándose cuenta que ese bebé ocasionaría el alejamiento definitivo de su marido, lloró por largo rato, sintiendo un gran desprecio por ese hombre y un rechazo a ese ser que iniciaba su vida en su vientre, concibiéndose como la peor de las mujeres, sin escuchar las razones que le daba su hermano para ayudarla. Donohue, al sentirse completamente incompetente, la acompañó en silencio hasta que alguien llamó a la puerta. Era Georgiana que, al escuchar que Lizzie lloraba en el interior de la habitación, entró y se sentó a su lado para abrazarla y consolarla, sin entender lo que estaba sucediendo. Se incorporó para acariciar su rostro y escuchar lo que Lizzie trataba de explicar.

–Georgiana, estoy encinta… pero no sé si es de tu hermano.

–¿Cómo? –indagó Georgiana poniéndose de pie, completamente consternada, viendo a su marido, como si él fuera el culpable de todo.

Donohue se acercó a ella, tomando sus brazos, y le dijo:

–¡No es lo que tú piensas!

–¿Cómo pudiste?

–¡El hombre que me atacó abusó de mí y no sé de quién es este bebé! –gritó Lizzie.

Georgiana se quedó paralizada, comprendiendo por fin lo que en realidad estaba sucediendo. Donohue la soltó y, cuando pudo reaccionar, se acercó nuevamente a Lizzie abrazándola y la acompañó en su sufrimiento. Donohue se retiró y ella le dijo:

–Darcy no debe saberlo. No ahora.

–Pero si dices que fue sin tu consentimiento. ¿Él ya lo sabe?

–Sí, ya lo sabe y desde ese día se ha obsesionado en buscarlo y cada día que pasa lo siento más alejado de mí y con esto…

–Lizzie, él te ama.

–Ya no –aseguró con enorme tristeza en su mirada–. Le causo repugnancia.

–¡No puede ser!

–Desde que sucedió todo, no se ha acercado a mí, todo lo contrario. Nunca me había sentido tan sola, aun en compañía de mi marido. Y ahora esto…

Georgiana, angustiada de ver así a su hermana, estuvo con ella tratando de animarla hasta que, agotada, se quedó dormida. No podía creer lo que había dicho de su hermano,

recordando esa mirada tan especial que le dedicaba a Lizzie, reviviendo todos los momentos que en esa casa y en Pemberley había compartido con su hermano y con su esposa, todo el amor que siempre le había profesado. Él había sido su ejemplo y su guía, un amigo y un padre, el que con su testimonio de vida le enseñó el camino de la felicidad. ¿Cómo era posible que en unos cuantos días se hubiera transformado tanto? Recordó con pena lo colérico que estaba esa mañana, comprendiendo por fin la razón de su irritabilidad.

Georgiana fue a recoger a Rose que se había quedado con la Sra. Reynolds y bajó las escaleras, muy abrumada por lo sucedido, cuando se encontró a Darcy en el camino.

–El Sr. Churchill me informó que vino el Dr. Donohue. ¿Todo bien con Christopher?

–Tu hijo está bien. La que me preocupa es Lizzie.

–¿Lizzie?

–¿Podemos hablar?

Darcy le cedió el paso y se encaminaron al despacho. Georgiana tomó asiento, sintiendo ese temor que su hermano le imponía en circunstancias difíciles percibiendo que sus manos estaban sudando, pero respiró profundamente recordando cómo había vencido ese miedo

cuando habló con Darcy de su noviazgo, sin saber si finalmente sería aceptado. Recordó el rostro de angustia de Lizzie y todo lo que ella le había ayudado en el pasado y dijo titubeando:

–Lizzie me pidió mandar llamar al Dr. Donohue porque se ha sentido indispuesta estos días.

–¿Lizzie?, ¿está enferma?

–¿Ni siquiera te habías percatado de su malestar? Solamente me bastó con verla en la mañana para darme cuenta que apenas tenía color. Lizzie tenía razón, estás obsesionado con encontrar a ese hombre.

–Tú no sabes.

–Es la primera vez en mi vida que me doy cuenta que sé más que nadie lo que está sucediendo y me asusta esta responsabilidad. Lizzie me contó todo lo que sucedió en Rosings.

Darcy se quedó en silencio.

–¿La sigues amando a pesar de todo?

–Tú sabes que sí y ella también lo sabe.

–Lizzie ya no está segura de tu amor y está desconsolada. Nunca la había visto así. Me dijo que te has alejado de ella y que ha sentido tu rechazo.

–¿Mi rechazo?

–Sí, me dijo que sientes repugnancia hacia ella.

Darcy se puso de pie y caminó por todo el despacho, dando vueltas de un lado al otro tratando de entender las palabras de Georgiana que para él estaban alejadas de la realidad, pero que tal vez eso era lo que había reflejado, imaginando la aflicción de su mujer.

–Hay algo más que debes saber, aunque Lizzie me pidió que no te lo dijera.

Darcy se detuvo, viéndola con suma atención.

–Está embarazada y no sabe si tú eres el padre.

Darcy, gélido, mostró una rigidez en el rostro que paralizó a su hermana; sintió que el mundo se le derrumbaba, la cabeza le daba vueltas recordando ese terrible día y las horas siguientes, las palabras del comandante diciéndole que Hayes había desaparecido, el hombre que había llegado a odiar tanto y que ahora tendría que recordar todos los días de su vida en el rostro de una criatura a la que estaba obligado a reconocer como suya, advirtiendo la cólera incrementarse a niveles desorbitantes, deseando encontrarlo y verter toda su furia en él, ese animal que le había robado su felicidad, su tranquilidad, su hombría, y que había atacado su orgullo de manera inconcebible dejándolo completamente endeble.

En completo silencio, Darcy salió de su despacho y cerró la puerta, jurando que no descansaría hasta ver completada su venganza. Georgiana, sintiendo que su sangre corría a gran velocidad, estrechó a su pequeña que tenía en el regazo y rezó para que el corazón de Darcy se ablandara, sintiendo un enorme temor de arrepentirse por habérselo contado. Tal vez Lizzie tenía razón y había cometido la imprudencia más grande de su vida, ocasionando un daño que sólo el tiempo podía determinar.

Cuando Darcy llegó a su alcoba, abrió rápidamente la puerta para encontrar a Lizzie pero se sorprendió de ver que el lugar estaba vacío. Con esperanza se dirigió a la recámara de sus hijos encontrándolos en compañía de la Sra. Reynolds, quien le dijo que la Sra. Darcy había estado hacía rato con ellos, a solas, y que luego se retiró. Darcy, observando por la ventana de la pieza su hermoso jardín, fue corriendo a buscarla pero no la encontró. Recorrió todos los rincones del jardín, inclusive en el quiosco donde esperaba verla. Regresó a la casa y revisó todas las habitaciones sin hallar pista de ella. Fue a preguntar por el Sr. Peterson pero él estaba lavando los caballos y no la había visto. Darcy regresó a su despacho, localizando a Georgiana con su hija y le dijo muy preocupado:

–Lizzie se ha ido.

–¿Cómo?

–No está en ninguna parte y el Sr. Peterson está aquí. Nadie la vio excepto la Sra. Reynolds, pero no sabe a dónde se dirigió. No debe estar muy lejos si se fue caminando, más en su estado, sabe que puede ser peligroso.

–No creo que en estos momentos Lizzie esté pensando con mucha prudencia.

–Por favor quédate aquí por si regresa. Necesito encontrarla antes de que oscurezca –pidió angustiado.

Cogió su arma y salió, izó a su caballo y cabalgó por todos los alrededores sin encontrarla. Recordó que en alguna ocasión, Lizzie había ido a Gracechurch a visitar a su tía y decidió dirigirse a la ciudad en su búsqueda, viendo por todo el camino para ver si la encontraba, preocupado por su estado, por el peligro de que saliera sola y con la angustia de que ese hombre o algún otro delincuente la fuera a encontrar, viendo que quedaba poco tiempo con la luz del día. Sabía que estaba sola, sintiéndose mal emocional y físicamente, sin ayuda y a merced de todos los riesgos que existían en la ciudad. Revivió el sentimiento de culpa viendo sus vidas caerse a pedazos, se imaginó a Lizzie forcejeando y tratando de defenderse de la agresión de ese hombre

gritando sin ser escuchada, el sufrimiento de su mujer cuando la encontró desesperada en la bañera, la impresión que debió haber recibido cuando Donohue le confirmó su embarazo en completa soledad, la angustia y el desierto que seguramente estaba sintiendo en esos momentos, resonó con intenso dolor y remordimiento las palabras que su esposa le había dicho la noche anterior y que por orgullo no había comprendido.

Llegó a la casa y habló unos momentos con la Sra. Gardiner para indagar si tenía razón de Lizzie, ella le dijo que no sabía nada, le pidió encarecidamente que de tener alguna noticia de ella se lo informara. Darcy regresó a su caballo y fue a Curzon a preguntar por ella, luego al consultorio del Dr. Donohue, pero no la habían visto por ese lugar. Fue al Hyde Park antes de que lo cerraran y recorrió todo el parque sin encontrar a su mujer. La noche estaba cayendo cuando salió de allí y continuó su búsqueda por todos los lugares donde imaginó que pudiera estar, inclusive en el hotel Grillon, guardando la esperanza de que a su regreso a casa ella estuviera a salvo. Después de agotar todas las posibilidades que se le ocurrieron, Darcy regresó a su casa con la noticia de que no había regresado. Acompañó a su hermana a Curzon donde la esperaba Donohue y luego fue a buscar al

comandante Randalls para pedirle su ayuda, pero él le dijo que iniciarían la búsqueda de la Sra. Darcy pasadas veinticuatro horas de su desaparición. Darcy le dijo frenético:

–¡La Sra. Darcy corre un grave peligro en las calles de Londres y usted se desafana de la situación! El Sr. Hayes, a quien usted no ha podido descubrir, la puede encontrar haciéndole daño nuevamente.

–Disculpe Sr. Darcy, pero nosotros no podemos movilizar a tanta gente para localizar a una señora que por desavenencias matrimoniales decidió irse de su casa.

–Esto no es sólo cuestión de desavenencias matrimoniales. Si usted no hubiera permitido que ese hombre saliera de las cárceles flotantes del Támesis, nada de esto habría sucedido. ¡La vida de mi esposa corre peligro y la de mi hijo, que lleva en sus entrañas, y si algo les sucede, dos vidas pesarán en su conciencia!

–¿La Sra. Darcy está embarazada? No lo sabía Sr. Darcy. Haré todo lo posible por mandar algunas personas a buscarla.

Darcy salió de la comandancia y cabalgó hacia su casa, pero Lizzie no había regresado. Desesperado, sin saber qué hacer, salió nuevamente a continuar su búsqueda, pasando las horas más angustiantes de toda su vida, recordando con

desesperación los momentos en que su mujer estuvo en peligro de vida años atrás, pero sintiendo que ahora todo era su culpa: Lizzie se había ido, tal vez para siempre, por sentirse rechazada o quizás había intentado algo peor en su desesperación. Estaba aterrorizado con sólo pensar en que podrían encontrar su cuerpo flotando por el Támesis. Si la hubiera escuchado, si no se hubiera obsesionado con encontrar a ese hombre y se hubiera dedicado a cuidar y a apoyar a su mujer como siempre lo había hecho en los momentos difíciles, eso no habría pasado. Advirtió una profunda animadversión por sí mismo al darse cuenta de que con su razonamiento había logrado lo que Hayes se propuso: los había separado y había convertido un lamentable incidente en una terrible tragedia. Estaba arrepentido de su proceder y rezó al cielo para que apareciera.

Lizzie, en esos momentos se encontraba en una de las habitaciones de la casa de la familia Windsor en Londres. Cuando salió de su residencia, caminó por largo rato sin rumbo pensando sobre su situación, y en el camino se encontró a la Sra. Windsor, quien le ofreció su ayuda al verla tan afligida. Lizzie no habló, sólo le pidió que la recibiera en su casa esa noche y la Sra. Windsor le dio refugio. Mientras

Darcy rezaba a bordo de su caballo, su mujer sollozaba en ese lugar siendo escuchada por el Sr. Philip Windsor que, a través de la puerta y sin comprender su sufrimiento, la acompañó con su oración sin ser visto por su familia.

Se sentía sumamente angustiada por su embarazo, recordando la cara de su agresor acercándose a ella, imaginando que al ver el rostro de su hijo resonaría lo sucedido ese día, renovando continuamente su amargura. Habría deseado con toda el alma recibir la noticia de su estado en otro momento, en otras circunstancias, recordó todos los años de sufrimiento y de espera que vivieron antes de lograr quedar encinta, pensó en Frederic y lo mucho que anhelaba tener un hijo de su esposo en sus brazos, lo mucho que había disfrutado a Christopher y a Matthew habiendo saboreado las delicias de la maternidad. Ahora se sentía la peor de las madres, llena de remordimiento, con ese sentimiento de rencor y de tirria hacia ese pequeño inocente que crecía en su seno y que deseaba en el fondo del corazón que no naciera, pero era irremediable. Recordó con recóndita tristeza todos los momentos felices que había vivido al lado de su esposo y reclamó al cielo esta injusticia a la que ahora se enfrentaba, sabiendo que su vida cambiaría radicalmente. No cesaba de revivir el momento en que se

sintió rechazada por su marido y veía cómo este bebé lograría separarlos definitivamente. Se sentía sola, abandonada a su suerte, aturrullada y mortificada. Rezó pidiendo perdón por este sentimiento que no podía enmascarar, rezó para que su corazón se detuviera esa noche, perdiendo toda la esperanza de recuperar el amor de su vida.

Darcy regresó a su casa cuando había amanecido, su caballo estaba agotado y ya no podía continuar y se sorprendió sobremanera al ver que en la puerta de su casa se encontraba el Sr. Philip Windsor. Darcy se apeó del caballo y se acercó al visitante, quien lo saludó.

–Debe sorprenderle mi visita tan temprano.

–Debe sorprenderle encontrarme en este estado, llegando a mi casa a esta hora.

–Supongo que ha cabalgado desde lejos, su caballo viene exhausto.

–Al pobre animal no le he dado respiro en toda la noche, pero ha sido ineludible –explicó reflejando toda su preocupación–. Sólo he venido a cambiar de caballo para continuar mi búsqueda.

–Y ¿ha tenido indicios de la Sra. Darcy?

–No –contestó con decepción–. ¿Usted sabe algo? –indagó con cierta esperanza, tratándose de explicar el motivo de su visita.

–Sr. Darcy, yo no sé qué haya sucedido entre ustedes, pero me imagino que ha sido grave como para que haya llegado a esta situación.

–Le suplico, Sr. Windsor, que acabe con mi agonía. ¿Sabe algo de mi esposa?

–Sí Sr. Darcy.

–¿Ella está bien?

–Sí, está a salvo, aunque anímicamente está muy afectada. Por eso me atreví a venir, aun sin su autorización, pensando que usted estaría muy preocupado.

–¿Dónde está?

–Antes de que le diga su paradero, quiero advertirle Sr. Darcy, que si la Sra. Elizabeth, después de hablar con usted, decide no regresar a esta casa por el motivo que sea, mi familia está dispuesta a recibirla. Confío en que ella tendrá su buen criterio de siempre para tomar la mejor decisión.

Darcy asintió.

–Mi madre la encontró deambulando, sola, desde ayer en la tarde, y le dio refugio en mi casa.

Darcy salió corriendo a las caballerizas por otro caballo y salió a toda velocidad rumbo a la casa de los Sres. Windsor, seguido por el visitante.

Cuando llegaron, entraron a la casa y la Sra. Windsor se alegró de ver al Sr. Darcy y le dijo:

–La Sra. Darcy sigue descansando en la habitación. No he querido molestarla porque pasó muy mala noche, pobrecita. Ayer no quiso cenar.

–Muchas gracias Sra. Windsor. ¿Me permite pasar a verla?

Philip Windsor le mostró el camino, aunque le advirtió a Darcy que permanecería cerca en caso de que Lizzie se exaltara. Darcy tocó a la puerta de la habitación y entró en silencio. Lizzie estaba acostada en la cama, parecía que dormía. Las cortinas estaban cerradas aunque se veía en la orilla la luz del día, traía puesto el mismo vestido del día anterior a pesar de que la Sra. Windsor le había prestado ropa para cambiarse, que seguía doblada sobre una pequeña mesa junto a una charola con la cena que nadie había comido, ni siquiera el agua había sido tocada. Lizzie suspiró, revelando involuntariamente que había llorado por largo rato y que estaba despierta. Darcy, lentamente se acercó y le dijo:

–Lizzie, perdóname. Perdóname por no acompañarte en estos días en que tu sufrimiento continuaba presente, perdóname por obsesionarme por encontrar a ese hombre olvidándome que necesitabas de mi apoyo y de mi cariño, perdóname por haberme distanciado de ti con el único objeto de no presionarte…

Darcy se acercó al escuchar que Lizzie lloraba y se sentó a su lado, acariciando su rostro, logrando que ella lo mirara a los ojos y continuó:

–…perdóname por darte la impresión de un rechazo que en realidad sólo era el reflejo de mi frustración al ver tu tristeza, perdóname por provocar que dudaras del amor que siento por ti, perdóname por dejarte sola en los momentos de incertidumbre y tribulación, perdóname por haberte hecho sentir tan insegura que hayas perdido el camino sin ofrecerte mi guía y mi protección, perdóname por permitir que te fueras esa tarde sin defenderte de tu agresor, perdóname por haberme dejado dominar por el orgullo y no escuchar tus razones. ¿Cómo puedo reparar mi comportamiento?

–Darcy –susurró casi sin aliento y con un enorme temor–. Voy a tener un hijo y no sé si es tuyo.

–Lizzie, se haya o no consumado el acto, sea o no este bebé de mi sangre, yo te amo y lo recibiré como mi hijo y lo amaré como amo a los hijos que me has dado.

Lizzie lo abrazó sollozando y él la estrechó entre sus brazos hasta que toda la zozobra que había almacenado desde que salió de su casa se desvaneció.

Philip Windsor que aguardaba afuera, al escuchar nuevamente el lamento de Lizzie, entreabrió la puerta y confirmó con tranquilidad que todo se había solucionado, retirándose de su casa.

Los Sres. Darcy regresaron a su mansión a media mañana en el carruaje que la Sra. Windsor les facilitó. Lizzie, fatigada, se quedó dormida en el camino y Darcy la condujo en brazos hasta su alcoba para que descansara. Darcy, agotado, escribió una carta para el comandante, agradeciéndole todo su apoyo para la búsqueda de su esposa reiterándole que recibiría de él amplias recomendaciones con sus superiores. También escribió una carta a su hermana y a la Sra. Gardiner, avisándoles que Lizzie se encontraba a salvo en su casa, le pidió al Sr. Churchill que las enviara a la brevedad, fue a ver a sus hijos unos momentos y, por último, se acostó al lado de su esposa.

Cuando Lizzie despertó, Darcy ya le tenía la mesa puesta para que comiera. Lizzie lo vio con ternura y agradecimiento y él, tomando la rosa que estaba en la mesa, se acercó a ella sentándose a su lado y se la dio.

–¿Pudiste descansar?

–Sí, gracias.

–Le pedí a la Sra. Churchill que te preparara tu platillo favorito. Tienes que alimentarte bien para que nuestro hijo crezca como sus hermanos.

–Nuestro hijo –repitió llevando la mano a su vientre.

–Sí Lizzie, nuestro hijo –aseguró poniendo su mano sobre la mano de su esposa al tiempo que la besaba en la frente.

Darcy se incorporó y se extrañó de ver a su mujer con los ojos inundados de lágrimas.

–¿Sucede algo?

–Perdóname Darcy. Tú has demostrado ser un hombre recto y generoso, un esposo dedicado y amoroso, un padre responsable y ejemplar y yo no soy digna de ser llamada madre.

–¿Por qué?

–Tú aceptaste a esta criatura sin titubeos a pesar de todo. En cambio yo, desde que Donohue me confirmó mis sospechas de estar embarazada con la posibilidad de que tú no fueras

el padre, he sentido un resentimiento hacia este pobre inocente que anhelé con todas mis fuerzas morirme esa noche desamparando a mi familia.

–Lizzie, no te culpes por ese sentimiento que cualquier persona puede sentir en una situación así. Estabas envuelta en un mar de confusión, sumergida en una angustia que sólo tú puedes cuantificar. No te juzgues tan duramente sólo por unos momentos de desolación. Eres una excelente madre: te preocupas por tus hijos, los cuidas y les brindas todo tu amor, les compartes tu alegría enseñándoles con la sencillez de la vida lo felices que pueden ser. Apenas empieza tu camino de generosidad y de entrega hacia ellos y te aseguro que con este bebé será igual.

–¿Crees que algún día nuestro hijo me perdone?

–Estoy persuadido de que ya te ha perdonado y desea apreciar lo bonito de tu alegría cuando sonríes y lo maravilloso que te sientes cuando eres amada.

Darcy la besó delicadamente.

Más tarde, Georgiana fue a visitarlos con Rose y los Sres. Darcy la recibieron en su habitación con sus hijos, acabando de comer. Georgiana saludó con enorme cariño a su hermana y se sentó.

–¿Cómo te sientes?

–Mejor, gracias.

–Hemos pasado una noche llena de preocupación.

–Por lo visto el Sr. Darcy me buscó por todo Londres –comentó sonriendo ligeramente–. Recibí hace rato una carta de mi tía preguntando cómo estaba.

–Para encontrar tu sonrisa buscaría por todo el universo –afirmó Darcy complacido.

Lizzie sonrió nuevamente, mostrándose más tranquila y segura de sí misma y le dijo:

–Espero no haberte ocasionado un mal rato con tu marido, por la confusión que provoqué.

–Bueno. Ya todo está aclarado –declaró Georgiana sintiéndose más sosegada al ver que sus hermanos se habían reconciliado–. Lo importante es que ya estás en casa con tu familia y que te cuides para que todo salga bien.

Georgiana permaneció un rato con ellos conversando y recordando innumerables momentos que pasaron juntos años atrás y que los entretuvieron y los hicieron reír como hacía varias semanas no lo habían hecho, viendo a los niños jugar con satisfacción.

CAPÍTULO LXVIII

Lizzie le escribió una carta a su madre y a Jane, participándoles de su embarazo y comentando que todos estaban muy bien –aun cuando ella sufría las secuelas del ataque– y que habían decidido, por beneficio de la salud de Christopher, permanecer en Londres hasta el nacimiento de su hijo. La Sra. Gardiner le hizo una visita y Lizzie le participó de su embarazo, recibiendo de ella sus felicitaciones.

Asimismo, le envió una carta a su amiga Charlotte, a Hertfordshire, extrañada de no haberla visto en Kent y de no saber su nuevo paradero. Le avisó de su estado y le pidió que le comunicara en cuanto supiera su nueva dirección para continuar en contacto con ella.

Pasaron unos días y Lizzie, mientras cuidaba a Christopher que había enfermado nuevamente, recibió la visita de la Sra. Collins. Lizzie, sorprendida, se puso de pie para recibirla cariñosamente.

–Tus hijos han crecido mucho y son muy apuestos –le dijo Charlotte.

–Gracias. Christopher ha estado delicado, pero el nuevo tratamiento que iniciamos hace poco le ha sentado bien.

–Recuerdo que tu padre enfermaba mucho de los bronquios.

–¿Recibiste mi carta?

–No. ¿A dónde la enviaste?

–A “Quinta Lucas” –la casa de Sir Lucas, en Hertfordshire–. Supe en la boda del coronel Fitzwilliam que se habían ido de Kent. Ahora ¿dónde están?

–Aquí y allá. En realidad no hemos encontrado una abadía. Unas semanas fuimos a quedarnos a casa de mis padres, recién salimos de Hunsford, pero mi marido ha estado buscando dónde ofrecer sus servicios. Supe por el Dr. Donohue que estabas en Londres y quise venir a visitarte, ¿cómo estás?

–Bien, gracias. Cuidando a mis hijos y tratando de cuidarme a mí.

–¿Estás enferma?

–No. Estoy encinta –declaró, repitiendo para sus adentros que era el hijo de su esposo.

–¿Estás encinta? –preguntó sorprendida–. ¡Muchas felicidades! Y ¿cómo te has sentido?

–Muy cansada y mal, como todos mis embarazos.

–El Sr. Darcy debe estar feliz con la noticia. Y tus hijos, ¿lo han resentido?

–Un poco, se han vuelto más demandantes de mi atención y aunque la Sra. Reynolds me ayuda a cuidarlos me canso

mucho, y más desde que empezaron a gatear. Parece que ya no paran, era más fácil cuando estaban sentados en un sólo lugar. Por eso adaptamos la habitación de junto para que puedan jugar sin salirse de allí y poderlos cuidar más fácilmente, aunque es muy divertido ver cómo van descubriendo el mundo y la convivencia que hay entre ellos.

–Y tienes todo un jardín para que exploren y jueguen.

–Nos han recomendado abstenernos de sacarlos al jardín, por Christopher, para evitar que tenga alguna crisis. Eso es algo que extraño hacer, salir al jardín y respirar aire fresco, sintiendo el sol y la brisa sobre mi piel, como antes lo hacíamos.

–Sí, lo recuerdo. Siempre querías salir al campo, internarte en el bosque o hacer largas caminatas en el pueblo.

–Tal vez cuando crezca más podamos disfrutar nuevamente de los jardines, y regresar a Pemberley.

–¿Cuánto más estarán en Londres?

–Por lo pronto, todo mi embarazo. Luego, ya veremos. Y ustedes, ¿por qué decidieron salirse de Kent? Pensé que permanecerían allí eternamente.

–Ya ves que no. Parece que la Srita. Anne se sentía más a gusto con otro cura y…

–Y… se hizo su voluntad. ¡Vaya!, yo pensé que el Sr. Collins le simpatizaba –comentó recordando todo lo que dijo el Sr. Collins cuando estuvo en Longbourn de la Srita. Anne de Bourgh–. Tal vez pudiera venir a hablar con el Sr. Darcy. En la abadía de Kimpton el Sr. Elton ya está viejo y cansado, tal vez necesite ayuda pronto.

–¿Crees que sería posible, Lizzie?

–No pierden nada con intentarlo.

Al cabo de un rato, Charlotte se despidió de su amiga y se retiró. Lizzie, con ayuda de la Sra. Reynolds les dio de cenar a sus hijos y luego los bañó, acostándolos como todas las noches y esperó a que su esposo la buscara para ir al comedor, ya que sentía temor de bajar sola las escaleras. Durante la cena, Darcy preguntó:

–¿Cómo estuvo tu día?

–Matthew está gateando más deprisa que Christopher y por más tiempo. Tengo la impresión de que Christopher se cansa muy rápido porque quiere alcanzar a su hermano y empieza nuevamente esa tos que no termina de quitarse y se queda sentado por un rato.

–¿Ya se lo comentaste a Donohue?

–Sí, me dijo que siguiera dándole la medicina como hasta ahora, que mientras no le llegue a faltar el aire no use la medicina de emergencia.

–Y la Sra. Darcy, ¿cómo se sintió? –indagó tomando su mano.

–Muy cansada. Me agoto al estar cuidando a los niños para que no se peguen o no se caigan cuando intentan ponerse de pie. Ya me imagino cómo será cuando empiecen a caminar.

–Le puedes pedir a la Sra. Reynolds que te ayude. Esta etapa es extenuante y más en tu estado.

–Sí, ella me apoya pero los niños quieren estar conmigo más tiempo y que yo juegue con ellos.

–Y ¿te sientes más tranquila? –indagó tomando su mano, recordando que todavía reflejaba angustia en sus sueños, a pesar de que los masajes habían dado buenos resultados.

–Te extraño mucho –indicó con los ojos inundados de lágrimas–, contigo me siento más segura, aunque la Sra. Reynolds me acompañe.

–Procuraré terminar mañana los pendientes y luego te acompañaré –afirmó acariciando su rostro y acercándose para besar su mejilla húmeda y darle el consuelo que su corazón necesitaba, reflexionando que todavía la sentía muy

dependiente de él, deseando regresarle, con su cariño, la confianza que siempre la había caracterizado.

–Gracias por tu comprensión y tu apoyo.

Lizzie buscó sus labios y los besó, convencida de que el amor de su esposo le ayudaría a salir adelante. Cuando ella se separó, Darcy preguntó:

–¿Qué más me puedes platicar de tu día?

–Vino Charlotte a visitarme. Parece que ya no regresarán a Kent.

–¿Por qué?

–Me dijo Charlotte que al parecer el Sr. Collins no es de la simpatía de tu prima. No me extraña, cuando Collins estuvo con mi familia en Longbourn hablaba de que siempre le hacía elogios, estudiados y ensayados previamente, con tal de lisonjear a Lady Catherine y a su hija. Seguramente se cansó de esa situación. Cualquiera se cansaría de convivir tanto con ese hombre.

–Y pensar que tu madre te insistió en que aceptaras su propuesta de matrimonio.

–Ni se lo recuerdes. Ese capítulo de su vida se ha borrado de su mente desde hace varios años. Por ningún motivo acepta que ella quería casarme con ese hombre. Pero me

dijo Charlotte que no han encontrado una abadía en donde quedarse, y la vi preocupada por su situación.

–Y seguramente la Sra. Darcy quiere ayudar a su amiga, de alguna manera.

Lizzie sonrió.

–Me conoces a la perfección. Y sé que el Sr. Darcy tiene posibilidades de ver si hay algún espacio en la abadía de Kimpton, aunque me gustaría que el Sr. Elton se quedara, considero que es un hombre muy sabio. Claro, el Sr. Collins tendría que buscarte para ofrecerte sus servicios.

Darcy asintió.

–¿Y sabes algo de los recién casados? –inquirió Lizzie.

–No. Según tengo entendido regresarán a Rosings en un mes.

El Sr. Churchill entró para entregar una correspondencia urgente al Sr. Darcy, quien la recibió y la leyó.

–¿Alguna noticia de Pemberley?

–No. Es carta del comandante Randalls –notificó transformando su rostro, provocando que Lizzie se alterara.

–¿Del comandante?

Darcy guardó silencio, preocupado, como si todo ese dolor hubiera resurgido nuevamente.

–¿Qué sucede? –cuestionó Lizzie impaciente.

–Encontraron a ese hombre, en Bristol, a punto de abordar un barco a América, llevando consigo todo el dinero que obtuvo al vender las joyas que te robó.

Lizzie escuchaba azorada con aguda atención.

–Lo traerán a Londres mañana. El comandante calcula que estarán en la ciudad a medio día. Tendré que cancelar una cita para poder ir.

–¿A dónde irás?

–A la comandancia, por supuesto.

–¿Para qué?

–Lizzie, juré que limpiaría tu honor y un duelo es la manera socialmente aceptada para hacerlo. Yo me encargaré de que ese hombre no vuelva a ver la luz del día.

–¡Darcy! ¡No vayas a cometer una locura!

–¡Locura la que ha cometido él!

–No quiero perderte Darcy.

–Lizzie, no sólo por deporte o por hagazajarte con una buena carne practico la cacería. No tienes de qué preocuparte.

–Yo sé que tú manejas muy bien las armas pero no sé cómo lo haga él. Puedes pedirle a alguno de tus sirvientes que te represente en el duelo o solicitar que sea “a la primer sangre” y así conseguirás restaurar mi honor y lograr tu satisfacción.

No vale la pena que manches tu conciencia con la sangre de ese hombre.

–¿A la primer sangre? Lizzie, tu honor está en juego, te insultó de la peor manera, no me conformaré con herirlo superficialmente después del daño que nos ha provocado. Lo más importante que tengo en la vida eres tú. ¿Qué clase de hombre sería yo si no te defendiera, aun a costa de mi propia existencia?

–Tú me prometiste que no te pondrías nunca más en riesgo.

–Y lo he cumplido, pero no me pidas que me mantenga al margen de esto. Hablaré con ese hombre hasta que confiese su delito y entonces le tiraré el guante.

–Entonces, por favor, pídele a Donohue que sea tu padrino. Al menos dame el consuelo de saber que si sales herido podrás recibir la ayuda que necesites a tiempo –imploró angustiada.

Darcy asintió y el silencio reinó el resto de la noche.

Al día siguiente, Lizzie estuvo cuidando de sus pequeños toda la mañana, sintiendo como nunca el estómago revuelto, angustiada por la visita que su esposo realizaría a la comandancia en las siguientes horas. Recibió la visita de

Georgiana, quien le expresó conturbada, mientras observaban el juego de los niños:

–Donohue me dijo que hoy iría a la comandancia con Darcy y que será su padrino en un duelo. ¿Eso es cierto?

–Sí. Ya encontraron a Hayes y hoy llegará a la ciudad. Darcy está empeñado otra vez en resarcir mi honor a costa de la vida de ese hombre. Georgiana, estoy muy preocupada, ¿qué tal si…? ¡No quiero ni pensarlo!

–Lizzie, debes tranquilizarte, le puede hacer daño a tu bebé –afirmó tratando de animarla.

–Georgiana, si tú estuvieras en mi lugar, ¿estarías muy tranquila?

Ella guardó silencio, comprendiendo lo que estaba viviendo su hermana.

Alguien tocó a la puerta y Darcy entró, encontrando a las dos damas observándolo con toda su atención, en un espeluznante silencio. Él se acercó despacio a su mujer y le tomó de las manos.

–Venía a despedirme. Ya me voy a la comandancia.

Lizzie lo abrazó y Darcy correspondió con cariño mientras la besaba en la mejilla. Luego Georgiana lo abrazó y él le pidió que acompañara esa tarde a su mujer, hasta su regreso. Él

agradeció y, poniéndose los guantes con los que desafiaría a su ofensor, se retiró de la habitación.

Darcy llegó a la comandancia acompañado por Donohue y esperaron con el comandante a que llegara el agresor para ser sometido a un interrogatorio, en el cual el desafiante y su padrino podían estar presentes. Después de varias horas y tras repetidas disculpas del comandante por el inevitable retraso, llevaron al Sr. Hayes. Darcy, al verlo entrar, lo observó con tal odio que el hombre no pudo sostenerle la mirada. Tomó asiento en una silla que habían preparado para él, resguardado por un guardia que estaba listo para inmovilizarlo en caso necesario, ya que conocían sus antecedentes de violencia, y el comandante procedió a iniciar el interrogatorio. Primero hizo preguntas de identificación, basado en gran medida en la investigación que Darcy había hecho de ese sujeto años atrás y que había entregado en su momento, el Sr. Hayes confirmó que todo ese testimonio era auténtico y luego se leyeron los cargos por los que estaba siendo imputado.

–El Sr. John Hayes es acusado por el Sr. Fitzwilliam Darcy, agredido en su honor y en representación legítima de la familia de Bourgh por intrusión en propiedad privada, al

haberse entrometido sin autorización a la residencia de dicha familia, en Rosings, ubicada en Kent, el pasado 26 de febrero. Asimismo, el agresor es responsable de haber cometido un cuantioso robo con el uso de violencia en contra de la Sra. Darcy, esposa del desafiante, y haberla ultrajado…

–Disculpe comandante –interrumpió el Sr. Hayes–. ¿Podría repetir esa última parte?

–¿Qué parte de esa acusación no entendiste? –vituperó Darcy acercándose a ese sujeto, tomándolo de la ropa y levantándolo contra la pared con espeluznante frenesí–. ¡Golpeaste a mi esposa brutalmente dejándola en estado de inconsciencia y luego te aprovechaste de ella!

–¡Yo no me aproveché de ella! –dijo recordando el terror que sintió al advertir el fuerte y helado vendaval dentro de la habitación cuando le quitaba las medias de seda a su víctima–. No niego que tenía toda la intención de vengarme de esa mujer y de usted, habría sido muy placentero poseerla aunque fuera una vez, su piel es tan delicada, aunque veo que al menos los escarmenté acoquinando a su esposa de esa manera.

Darcy, encolerizado, lo aventó al piso y le tiró su guante en señal de desafío.

–¡Mañana al amanecer! –gritó Darcy, y se retiró con Donohue.

Darcy, al salir de la comandancia, sintió un alivio enorme por haber conocido la verdad de lo que sucedió, quitándose de encima todo el sufrimiento que habían vivido con esa incertidumbre y al poder comprobar con el testimonio de ese hombre que el hijo que esperaba su esposa era de él. Aún así, estaba dispuesto a desafíarlo en duelo, para defender el honor de su mujer.

Lizzie, tras una tarde de insondable angustia, viendo el reloj avanzar con una indescriptible pesadez aunado al retraso en la llegada de su esposo, esperaba con Georgiana en el salón principal el arribo de los señores, después de haber dejado dormidos a sus hijos y a su ahijada en la habitación, acompañados por la Sra. Reynolds.

Ya estaba oscureciendo cuando los caballos se escucharon acercarse, Lizzie se puso rápidamente de pie y sin pensarlo salió corriendo a recibir a su esposo que se apeó del caballo para abrazarla lleno de alegría. Lizzie sintió una infinita paz al ver el júbilo que reflejaba su esposo y el cariño con que la besaba, al tiempo que Donohue se introducía a la casa con su esposa que había salido a la puerta.

–¡Veo que hay excelentes noticias! –exclamó Lizzie.

–¡Más que excelentes, son extraordinarias! El Sr. Hayes confesó que después de que perdiste la consciencia, él huyó sin provocarte más daños.

–¿No abusó de mí? –inquirió suspirando fuertemente, eximiéndose de una indescifrable carga–. ¡Entonces, con toda seguridad es tu hijo!

–Sí mi Lizzie –certificó abrazándola con cariño.

–Y supongo que ya no habrá duelo –dijo llena de alegría.

–El duelo será mañana –aclaró con seriedad.

–¿Cómo? –preguntó, separándose de su esposo para verlo a los ojos y transformando drásticamente su rostro.

–Lizzie, gracias a Dios no te atacó de esa manera, pero tenía toda la intención de hacerlo y aunque me sentí satisfecho de liberarte de esa carga, ese hombre es culpable de haberte golpeado y de provocar el sufrimiento que viviste todo este tiempo.

–¿Y dónde será el campo de honor?

–Perdóname pero no quiero que lo sepas. Donohue aceptó acompañarme y hoy se quedarán aquí para que Georgiana esté contigo desde mi partida. Me iré antes del amanecer.

–¿Antes del amanecer? ¿No podremos ver el amanecer juntos? –cuestionó con la voz quebradiza–. Darcy, ¡no quiero

perderte! ¡No quiero que mis hijos crezcan sin su padre! –exclamó llorando.

–Te amo, te amo, te amo Lizzie, y siempre veré por ti y por nuestros hijos desde donde esté, pero el duelo ya está decidido.

Darcy le dio un beso en la frente y la abrazó con cariño.

CAPÍTULO LXIX

A una hora del amanecer, Darcy se despertó, abrazó a su esposa que dormía profundamente a su lado, la besó con dulzura sin despertarla y se levantó para alistarse. Después de unos minutos, salió y vio a su mujer descansar plácidamente; sabía que ella había dormido poco y que estaba cansada, así lo había previsto para evitar que esa despedida fuera más difícil para ambos. Bebió el agua que estaba servida en su vaso y escribió una nota que dejó sobre la mesa con una rosa roja. Se acercó a Lizzie y delicadamente la besó, procurando no interrumpir su descanso, aunque ansiaba con locura tenerla nuevamente entre sus brazos. Caminó sin hacer ruido a la habitación de sus hijos y entró para despedirse de ellos, los besó en la frente y se dirigió a su despacho.

Estuvo unos minutos, poniendo a la mano unos papeles que Lizzie necesitaría en caso de que él no regresara y sacó de un cajón un estuche con las dos pistolas que presentaría para el duelo, revisando que ambas tuvieran una bala. Alguien tocó a la puerta y Darcy, con la esperanza de que fuera Lizzie, abrió desilusionado al ver que era Donohue. Salió de su despacho y observó que, de las escaleras donde

años atrás Georgiana se había accidentado gravemente, venía bajando su hermana, quien lo abrazó emotivamente, rompiendo en llanto. Él correspondió con cariño y le pidió que en cuanto ellos partieran se fuera a acompañar a su mujer para no dejarla sola. Darcy le dio el estuche a Donohue y le pidió que lo esperara afuera, pasó al salón principal donde estaba el retrato de Lizzie y el de sus padres y permaneció unos momentos reflexionando en la hazaña que estaba a punto de realizar, recordando los momentos más importantes de su vida, percatándose de que, en casi todos, Lizzie había estado presente, en los más felices y en los más dolorosos, y sintió temor. Temor de perder todo lo que había alcanzado con tantos años de esfuerzo, pero sabía que valdría la pena ofrecer su vida a favor de su dama y de su familia. Darcy se despidió y salió al pasillo rumbo a la puerta cuando escuchó:

–¡Darcy!

Lizzie, que se había dado cuenta de que su esposo se había ido, se cubrió con su bata de satén y salió corriendo de su habitación, mientras él, esperanzado de verla por última vez, cruzó el pasillo para acercarse a las escaleras y estrechar a su mujer que, llorando, lo abrazó.

–Perdóname por haberme quedado dormida. No me habría perdonado haberte dejado solo en estos momentos.

–Sabía que estabas cansada y no quise despertarte –indicó sonriendo, sintiéndose complacido.

–Estaré rezando por ti para que regreses a mi lado y le suplicaré a mi padre y a Frederic que te cuiden.

–Recuerda que el Sr. Robinson tiene todos los papeles de mi testamento.

–¡Darcy! No me tortures así.

–Cuida de mis hijos y diles que los amo.

Lizzie lo estrujó mientras él la envolvía y la besaba inmortalizando todo su amor, sabiendo que tal vez sería el último beso que podría darle a su mujer. Lizzie correspondió con intensa devoción, a pesar de que había recibido sus besos y su cariño toda la noche.

Darcy la vio con ternura a los ojos, besó su mano para tomar la valentía que necesitaba en el corazón y se retiró con paso gallardo, mientras su esposa lo veía alejarse hasta cruzar el portón. Georgiana se regresó viendo hacia el jardín y sintió que su hermana se recargaba en su hombro al ver que los señores desaparecían en la oscuridad de la noche.

Faltaba poco para el amanecer cuando Donohue y Darcy llegaron al campo de honor, en el Hyde Park. Ya se encontraba en el lugar el comandante con el Sr. Hayes y su padrino. Darcy y Donohue se bajaron de sus caballos y se acercaron al lugar acordado para proceder a la revisión de las armas y verificar que el duelo fuera justo. El comandante recordó a los participantes las reglas del combate y les solicitó que se colocaran en sus lugares, uno de espaldas con el otro. El sol ya estaba saliendo cuando el comandante dio la orden de iniciar al tiempo que Darcy y Hayes daban los pasos que previamente el desafiante había solicitado para satisfacción de su honor.

Mientras, Lizzie y Georgiana, asomadas a la ventana de la recámara de Lizzie viendo el amanecer, rezaban para que Darcy saliera con bien del desafío. A lo lejos se alcanzaron a escuchar dos disparos, al tiempo que Lizzie rompió en llanto, apretando fuertemente con su mano la carta que pocos minutos había leído y que había dejado su esposo en la mesa diciéndole que su amor trascendería a la eternidad, sabiendo que tal vez todo había terminado. Continuaron con su oración por un largo rato, esperando impacientes las noticias que necesitaban para acabar con la incertidumbre que las estaba matando en vida. Lizzie se conmovió

enormemente cuando vio entrar por la puerta a sus dos pequeños, los herederos del Sr. Darcy, gateando, buscándola y llamándola “mamá”, y se acercó a ellos para abrazarlos. Georgiana dijo, con cierta desilusión en su tono de voz:

–Se acerca un caballo.

Lizzie, pensando que era el Dr. Donohue, especuló que ya todo había concluido y abrazó a sus dos pequeños con todo su amor, refugiándose en ellos para no sentirse morir y tomar el valor necesario para salir adelante y luchar por ellos, los hijos de su amado Darcy, mientras veía ese retrato de su esposo que tanto le gustaba y que él le había regalado en una ocasión.

Georgiana, sorprendida y llena de emoción, gritó mientras observaba al jinete que se acercaba en su corcel:

–¡Es Darcy!

Lizzie, al escucharla, se puso de pie y se asomó a la ventana pero ya no se veía. Se dio la media vuelta y, rezando para que su hermana tuviera razón, corrió rumbo a las escaleras donde, llena de alegría, se encontró con su esposo que había salido ileso y que la abrazaba con todo su amor, girando y dando vueltas.

Georgiana se acercó y, conmovida, observó a sus hermanos que por fin habían encontrado paz en sus corazones.

–¿Estás bien? –preguntó Lizzie con los ojos aún llorosos.

–Sí, pero ese hombre…

–¿Murió?

–No. Ese hombre valía tan poco que decidí dejarlo con vida sufriendo su castigo el resto de su miserable existencia. Me aseguré de que no vuelva a molestar a otra dama y que nunca más se acerque a nosotros. Tenías razón: no vale la pena manchar mis manos con la sangre de ese hombre.

–¿Y Donohue? –indagó Georgiana preocupada.

–El Dr. Donohue tuvo que atender una emergencia, un pobre hombre que entró a un duelo caminando y salió cargado por su padrino. Pero le manda saludos a su esposa.

–Gracias por la hermosa carta que me dejaste en la mañana –dijo Lizzie sonriendo.

–Con todo mi amor, Sra. Darcy –aseguró complacido y la besó con ternura.

El resto del día y los subsecuentes, Darcy permaneció con su familia, percatándose de que los malestares de su mujer se iban incrementando, pero a ella no le importó. Lo único importante para Lizzie era que su familia estuviera unida, que

su marido estuviera a su lado y que juntos pudieran disfrutar de su mutua compañía y del juego de sus hijos.

Georgiana y Rose retornaron a su casa y esperaron el advenimiento de su marido que tuvo lugar hasta la tarde, cuando el comandante había conseguido que otro médico continuara con la atención que necesitaba Hayes, quien fue encarcelado nuevamente una vez que se restableció.

La familia Darcy permaneció en Londres en completa armonía. Lizzie pudo encontrar la calma durante varias semanas, sin saber que pronto sufriría una separación que la inundaría de soledad. Por el momento, en su mente sólo existía la ilusión de iniciar, al lado de su esposo, los preparativos necesarios para la fiesta del primer cumpleaños de sus pequeños.

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