Los ojos de Lea #PGP2023✅

By SRJariod

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Lea Andrews es una joven capaz de ver fantasmas desde los diez años, secreto que solo comparte con Ángel, su... More

Introducción
Prólogo
1. El comienzo de todo
2.Lo mismo de siempre
3. La primera visita
4. Un curioso despertar
5. La llamada
6. El cerco
7. Paranoia
9. Intercambio
10. Tras la pista
11. Caza
12.Un secreto desvelado
13. La primera conversación
14.Perdidos
15. Encierro
16. Desorientado
17. Dulce hogar
18. Nana
19. El Bosque Frondoso
20. Tenebroso
21. Ayuda
22. Cambio de vida
23. Sensaciones extrañas
24. Presencias
25. Pequeños terrores
26. Sigilo
27. As
28. Despertar
29. Sacrificio
30. Medias verdades
31. Dolor
32. La amiga invisible
33. Una dura despedida
34.Sin distancias
35. Amistad en la adversidad
36.La cuenta atrás
37.Revelaciones
38. No hay tiempo
Notícia importante
Extra1: Comisiones
Extra 2:Fan Arts

8. Desaparecido

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By SRJariod

Año 2007. Antes.

Alguien picó la puerta de mi habitación.

—¿Estás preparada? —preguntó mi madre.

—Casi. ¡Ya voy! —contesté mientras me acababa de poner las botas marrones de estilo vaquero.

Ya había pasado poco más de un año desde que me encontré al chico de ojos vacíos y aura negra del cual aún desconocía el nombre. Más de 365 noches desde que se me apareció Ángel y supe que podía ver fantasmas. Y, sobre todo, de que La Gente de la Sombra me está buscando por algún motivo.

Eso, teniendo en cuenta que, pese a que no me horrorizaban, lo cierto era que no terminaba de acostumbrarme a ellos. Aunque se parecían mucho a los vivos, las auras y por la forma en que me observaban en silencio y desde las sombras, me inquietaban, como si les sorprendiera que un vivo supiera de su existencia.

Desde esa noche, había veces que tenía que esforzarme en concentrarme en la gente que se encontraba a mi alrededor, pese a que en algunas situaciones se me hacía difícil. Miradas, conversaciones del otro mundo mezclado con el de los vivos... intentaba no prestarles atención a lo que hablaban los muertos, al final, acababa siendo inevitable.

Me acordé de una cuando mi madre y yo fuimos a tomar algo en un bar lleno de gente. A los lados de las mesas donde se sentaban los vivos, los fantasmas hacían corrillos alrededor del bar. Ese día iba vestida con un sencillo vestido de flores y mi madre lucía una sencilla camiseta verde lisa, unos pantalones tejanos oscuros y unos tacones altos para mi gusto. Quedábamos cerca de la entrada del bar, de manera que apenas unos pocos metros más allá, había dos fantasmas: Uno de aura gris y la otra de negro. Afiné el oído para poder escucharlos:

—Oye, ¿has oído lo de Anna? —la chica de aura gris que debía tener mediana edad se tapó la boca con la mano, como si temiera que lo oyera a alguien más.

—No. ¿Qué ha pasado? —el hombre de negro se acercó más a la chica.

—Se rumorea que se le ha ido un poco la cabeza. Se le ha visto últimamente con La Gente de la Sombra —explicó la chica tras asegurarse que nadie la escuchaba. Los miré de reojo.

Se quedaron en silencio.

—¿Y eso? A Ella siempre le han dado miedo esas cosas —el hombre arqueó las cejas.

—Eso es lo que no entiendo. La última vez que la vi, me comentó que había una chica joven que sabía de nuestra existencia. Después añadió unas palabras sin sentido y se fue —se encogió de hombros.

Centré por un momento mi atención en la trina de naranja que quedaba delante de mí y le di un sorbo. Cuando levanté la vista hacia donde se encontraban los fantasmas, me sorprendió que habían desaparecido.

Busqué a mi alrededor sin ningún resultado. Mi madre no paraba de abrir y cerrar la boca y formular palabras, pero no podía oírla. Debía encontrar a los fantasmas, no podían esfumarse así sin más.

—Lea —mi madre me tocó el hombro. Su mirada transmitía preocupación—. ¿Estás bien?

Tardé un rato en volver en sí.

—Si. No te preocupes. Tenía la mente ocupada —le di otro sorbo al trina.

—Como siempre —sonrió y suspiró.

Entonces, entre la muchedumbre de la gente viva y muerta, di con los dos fantasmas que quedaban a una mesa de distancia detrás de mi madre. Estos me observaban y ni siquiera se fueron cuando nuestras miradas se cruzaron.

De eso, ya habían pasado unos meses. Aunque había noches que tenía pesadillas con esos inquietantes encuentros con los fantasmas. Por no hablar de La Gente de la Sombra, conocía de oídas que existían y que su aura era negra como el carbón. Aparte de eso, no sabía nada más acerca de ellos.

Miré una última vez antes de salir de mi habitación para asegurarme que lo tenía todo listo. Vestía una camisa de manga larga turquesa y unos los pantalones tejanos; hacía un par de semanas que mi madre me los había comprado, Ángel insistió en que me quedarían bien y se los probó, tuve que sostenerlos después que dos señoras se quedaran paradas al ver que la ropa cobraba vida delante de ellas. Ese día pasé vergüenza desde que decidí que quería la ropa hasta bien entrada la noche, a Ángel le pareció divertido.

—¡Ya estoy! —avisé mientras salía de mi habitación colocándome como podía el bolso a un lado.

Mi madre estaba escuchando las noticias de pie desde la mesa del comedor. Cuando giré la esquina para esperar en la entrada de casa, mi madre apagó la televisión y la luz. Se aseguró de no dejar nada encendido antes de ir a mirarse un momento en el espejo que había enfrente de la puerta de entrada.

—Siempre te tengo que esperar, Lea —el frío que reflejaban sus ojos me congeló por dentro. Sentí como mis pulmones se contraen y me costaba respirar.

Si contara las veces en las que había hecho que no llegara a tiempo, ahora sería millonaria. Por no decir de todas aquellas noches que, cuando estábamos a solas, me advertía que no podía continuar así y eso llevaba a una discusión. Incluso, llegué a estar castigada cuando mi atraso la había perjudicado, pero era así, por mucho que me esforzaba no conseguía ser puntual.

—Lo sé —contesté tras estar un rato en silencio.

Mi madre acababa de asegurarse de que todo estaba bien antes de abrir la puerta de casa y pasábamos las dos.

—Recuerda: Sé educada. La amiga te conoce desde que llevabas pañales y hace un tiempo que no la veo —cerró la puerta con las llaves intentando hacer el menos ruido posible.

Los vecinos que vivían en el segundo piso tenían la oreja puesta en todo, se enteraban hasta de la cosa más insignificante. Sin salir de casa ya notaba sus miradas por los rincones de la casa, anhelando saber más de mi vida privada. Eran un matrimonio de la tercera edad, sobre todo, el hombre se las había ingeniado para enterarse de los cotilleos del vecindario. Nunca me había gustado la gente chismosa.

—¡Mamá! —grité notando como se enrojecen mis mejillas. Le di un tirón en el brazo—. ¿En serio tengo que ser educada con alguien que no muestre educación? —hice pucheros y crucé los brazos mientras empezábamos a bajar las escaleras.

La señora en cuestión era una gran amiga de mi madre desde la infancia. Desde que tenía memoria, observé que no se cortaba la lengua a la hora de expresar lo que pensaba realmente, al punto que podía sonar ofensivo. Quizás, creía que era superior a la gente que estaba por debajo de su estatus social. Lo cierto era que intentaba evitar a toda costa hablar con ella.

—Ser amable con los demás demuestra que tienes educación. Además, cada persona lidia con sus demonios, quizás, les ayude a encontrar su camino —me aconsejó.

Salimos de casa.

El cielo estaba despejado. El sol solo hacía que la sensación que bajaba la temperatura fuera mayor. Corría un aire gélido que desordenaba el pelo que tanto me había costado alisar, haciendo que se me volviera bufado. Los pájaros buscaban un refugio por el invierno que estaba por llegar.

La mayoría de las ventanas de los vecinos estaban cerradas, suponía que era para que entrara un poco de calor en sus casas. Para ser un sábado había poca gente paseando por las calles.

El parque al que solíamos ir quedaba enfrente de mi casa, no tardamos en llegar. Sería verdad eso que dicen de que cuánto más cerca esté un sitio, más tarde se llega.

El gran parque estaba lleno de árboles, arbustos y flores de diferentes especies; en algunos de los árboles se veían a los pájaros cantar alegres. En el centro, una fuente de gran tamaño dejaba caer sus gotas de agua con elegancia. A ambos extremos del parque, dos charcos de un tamaño considerable eran el lugar perfecto para que las palomas y los patos pasan su día. Las parejas, personas solitarias y familias paseaban por el parque; algunos se sentaban en los bancos para descansar y poder contemplar tanta belleza, mientras que, algunos aprovechaban para sacar fotos o ver a los patos que hacían su sonido característico animados. También, había fantasmas de todos los colores: Blanco, azul, gris y negro claro; no había rastro de La Gente de la Sombra.

La mejor amiga de mi madre observaba la gran fuente del parque. Hubiera preferido que me tragara la tierra antes que encontrarme con ella.

—¡Anitta! —gritó levantando una mano. Algunas personas de nuestro alrededor se giraron a mirarnos.

—¿Qué son estas horas? —exigió tocando su reloj.

—Siento llegar tarde —se disculpó mi madre rodeándome con el brazo. Mis mejillas se enrojecieron.

Hubo un silencio.

—¿Esta es Lea? ¡Cuánto has crecido! —se agachó a mi altura y me pellizcó la mejilla como si fuera pequeña. Tenía ya 12 años.

—¡Tengo una edad ya! —crucé los brazos.

—Si, claro —se ajustó su vestido con chaqueta que parecía de oro y colocó sus enormes anillos de diamantes.

Nos quedamos callados unos segundos.

—Oye, ¿Y cómo va todo? —preguntó mi madre con interés.

—Pues... Mi hijo está estudiando en Queen School, un colegio privado. De personalidad se parece a mí, pero físicamente es clavado a su padre —se rió exageradamente tapándose la boca.

—¿No me digas? —mi madre apoyó los codos en la fuente.

—Oh sí. Mi esposo lo ha ascendido y es presidente de un banco. Siempre me está regalando accesorios, se lo puede permitir —se tocó el collar y me sonrió brevemente. Presumida—. Y dime, ¿Sigues como siempre en tu mismo trabajo de pobre?

—Mamá, voy a pasear por el parque —le avisé despidiéndome con la mano—. Un placer, Anitta.

—De acuerdo. No te vayas muy lejos —me advirtió.

—Si —suspiré deseando perderlas de vista.

Miré a mi alrededor. Se respiraba un aire de felicidad entre la flor y la fauna, los animales y las personas que se decidían a recorrer el parque. Los niños correteaban y reían viviendo sus fantasías, ajenos a la realidad que en un futuro no muy lejano deberían afrontar. Aún recordaba cuando mi madre me contaba cuentos infantiles, me creía todo lo que me decía hasta que un día tuve que empezar la secundaria.

Caminé sumergida en mis pensamientos sin fijarme por donde iba. Ahora que lo pensaba, Ángel hacía unas horas que no había vuelto. Anoche fue la última vez que lo vi. Estábamos en mi habitación, él sentado en los pies de mi cama y yo al otro lado viendo una serie, cuando me comentó que su amiga le había pedido hablar mañana por la mañana. Me preguntaba qué clase de asuntos tratarán, suponía que tenía relación con La Gente de la Sombra.

Mis pasos me empujaban a seguir todo recto por alguna extraña razón. No me importaba adonde me dirigía, solo quería alejarme de la mejor amiga de mi madre.

Cuando quise darme cuenta, acabé cerca de un charco donde los patos jugaban entre ellos animados y alegres. Las pocas palomas que había alrededor trataban de seguirles el ritmo sin éxito. Varios grupos de personas se acercaban a contemplar a estos animales.

Me acerqué al charco.

En ese momento, se aproximó uno de los patos a la zona donde me encontraba y aproveché para acariciarle la cabeza.

—Te gusta, ¿verdad? —le sonreí al ver que se quedaba quieto ante mis caricias.

El pato a modo de respuesta graznó abriendo sus alas y cerrando los ojos.

—Todos necesitamos cariño, ¿eh?

El pato abrió los ojos y al ver que sus compañeros se alejaban, graznó a modo de despedida y se unió a ellos.

—¡Akil! ¿Dónde estás? —sonó una voz.

La gente se empezó a apretar para poder observar más de cerca a los patos y palomas. También, pude notar que había una multitud de personas por todo el parque. Empujé a la gente que tenía próxima a mí para tener mi espacio vital.

—¿Akil? —preguntó de nuevo la voz. Esta vez más cercana.

Se oía un murmullo de conversaciones sin llegar a distinguir nada. Aparte de eso y del sonido de los patos y palomas, reinaba el silencio.

Decidí apartarme de la masa de personas para encontrar aquella voz que estaba buscando a alguien. Siempre tenía el impulso de ayudar a los demás e intentar hacerlos más felices. No me costó distinguir el origen de aquella voz. El sonido provenía de una persona mayor que estaba en el punto medio entre la fuente y el charco.

—Disculpa, ¿Has perdido a alguien? —le toqué un pliegue de la chaqueta marrón.

—Si —se apoyó en el bastón. Sus ojos expresaban preocupación—. Mi nieto, Akil. Siempre le advierto que no haga travesuras y se mantenga cerca de mí, pero acaba haciendo de las suyas —se colocó las gafas. Se podían ver unos ojos marrones apagados y húmedos.

—¡Oh! No se preocupe, le ayudaré a encontrarlo. Ya verá cómo estará jugando —le sonreí para tranquilizarla.

—¡Ay! Muchas gracias, joven. Ojalá todos los jóvenes fueran tan buenos y amables —se sujetó al bastón y su espalda se encorvó más. Mis mejillas se enrojecieron.

—No es nada —resté importancia con la mano.

—¿Dónde fue la última vez que lo viste?

—Estábamos sentados en ese banco —señaló uno que quedaba más abajo detrás de mí—. Se levantó y se puso a saltar. En ese momento, pasaba mucha gente y lo perdí de vista —unas lágrimas cayeron por sus mejillas. Sus gafas se oscurecieron.

—Está bien. ¿Cómo es?

—Es de piel oscura. Tiene los ojos verdes. Tiene el pelo rizado y castaño. Viste con una camisa de manga larga de rayas verdes y blancas, pantalones azules cortos y unas sandalias. El chiquillo es la viva imagen de sus padres, aunque las travesuras me recuerdan a mí cuando era joven —se perdió un momento en sus pensamientos.

Hubo un silencio.

—Eso es mucha información

—No sé si me habré dejado algo. Mi memoria ya no es la que era —suspiró.

—No se preocupe. Es suficiente —la apoyé—. Busquemos por los alrededores, no creo que esté muy lejos.

Nos separamos. Cada una por un lado fuimos mirando entre los arbustos y los árboles por si se había escondido. Por lo que me comentó la anciana, a Akil le divertiría jugar a esta clase de juegos, así que era probable que estuviera ahí.

Me preguntaba si mi madre habría acabado de hablar con su mejor amiga. De ser así, intentaría dar conmigo. También, me preocupaba la tardanza de Ángel. Se había ido por la mañana, pero el día estaba llegando a su fin. Se podía ver el anochecer y el cielo cogiendo una mezcla de tonos anaranjados, azules y violetas.

—Mi nieto... —las lágrimas de la anciana caían con rapidez mientras continuaba su búsqueda.

Más allá, había una gran multitud de personas. Todas estaban casi pegadas entre sí. Decidí ir a echar un vistazo.

A medida que me acercaba, varios niños corrían unos de otros jugando. Quizás, con suerte, uno de ellos sería Akil. Puse la atención en cada uno de ellos sin ningún resultado.

De repente, una paloma salió despedida haciendo su sonido característico mientras no paraba de abrir y cerrar las alas. Las personas que la miraban con asco, tuvieron que apartarse para evitar pisarla. Entre el pequeño pasillo libre que se había formado, un niño que debía tener unos 10 años, pantalones cortos y camisa de manga larga de rayas verdes y blancas perseguía a la paloma riendo mientras intentaba atraparla.

—¡Akil! —grité levantando los brazos. El niño levantó la vista un momento y volvió a lo suyo.

Me hice paso entre la masa de gente para poder alcanzar a Akil que seguía concentrado en coger a la paloma. En algunas partes, noté como las personas se juntaban unas a otras y me costaba avanzar. Lo perdí de vista, había que decir que el niño se movía rápido. ¿Dónde había ido?

—¡Akil! —percibí el pantalón corto que me había descrito la anciana, la tez morena y las sandalias—. Tu abuela te está buscando —le advertí y pude retenerlo poniendo mis manos en uno de sus zapatos.

—¡Ah! ¡Suéltame! —me miró enfadado. Me dio una coz que no pude esquivar.

Me toqué la nariz. Mis manos estaban manchadas de un rojo oscuro, sabía que me había dado un buen golpe.

—¡Lea! —oí la voz de mi madre aproximarse a la zona donde estaba.

Debía ayudar a la anciana a encontrar a su nieto antes de que mi madre diera conmigo, sino tendría mala conciencia y a la noche no podría pegar ojo.

Me pareció ver por el rabillo del ojo a la paloma que no paraba de abrir y cerrar las alas. Suponía que avisa a las demás para que no se acercaran al niño travieso. Si la paloma estuviera por ahí, Akil no andaría muy lejos.

—¡Akil! —la voz de la anciana se acercaba. Habría escuchado a su nieto hablar.

La anciana buscaba por el otro lado. Era lo mejor, así podríamos acorralar al niño si no había otra manera.

—¡Lea! —gritó mi madre. Un poco más lejos, mi madre preguntaba a la gente si había pasado por ahí enseñándoles una foto desde su móvil.

Apenas quedaban pocos destellos del sol que reinó durante el día. Las estrellas comenzaban a aparecer junto con la luna. Me encantó este intercambio, el momento en el que el sol y la luna se encontraban.

—Ja, ja, ja

Un niño pasó corriendo tan cerca de mí que tuve que guardar el equilibrio para no caerme. La paloma huía como podía para evitar ser presa de su cazador.

—¡Akil! —me impulsé y me lancé encima del niño. La paloma se escapó y se fue volando.

—¡Eh! ¡Has hecho que se vaya! —me intentó empujar para deshacerme de mí.

—¡Tu abuela está preocupada por ti! —le agarré del brazo.

Cuando comprobé que mi mano agarraba bien el brazo del niño, caminé buscando a la abuela. Durante el camino, Akil probó todos los medios para librarse, pero no lo logró. La anciana estaba apartada de la masa de la gente, así que no me costó dar con ella.

—¡Lea! —oí como mi madre se aproximaba a toda prisa.

Un escalofrío me recorrió la espalda ante un posible castigo.

Por las noches refrescaba. El viento se levantó y me tapé para no pasar frío. El sol había llegado a su fin tras un día de mucho esfuerzo, y con él, la mayoría de las personas marchaban hacia sus casas.

—Señora, he encontrado a su nieto —le señalé levantando la mano donde lo tenía agarrado.

—¡Muchas gracias joven! —la anciana sonrió—. Toma un caramelo —buscó en los bolsillos del pantalón y sacó uno de doble sabor.

—¡Apártate! —el niño me dio un buen empujón y casi me caí.

—¡Akil! —la anciana se bajó un poco las gafas para que se le pudieran ver los ojos—. ¡Mañana no saldrás! ¡Estás castigado! —lo riñó señalándole con el bastón.

—Joder —murmuró en voz baja.

—¿Qué has dicho? —le dio un golpe suave en la cabeza. El niño se quejó—. ¡Discúlpate!

Akil me miró a los ojos sin despegarse ni un momento. De su boca, no salió ni una palabra.

—No te oigo —advirtió. Le colocó una mano a la espalda para que diera un paso adelante.

—Perdón —se disculpó a regañadientes.

Los grillos hicieron su canto habitual. El viento movía las hojas con una tranquilidad que me daban ganas de cerrar los ojos.

—¡Aquí estás, Lea! ¡Te dije que no te alejaras mucho! —Cuando mi madre se enfadaba, se podía percibir el fuego en su mirada.

—Señora, su hija me ayudó a encontrar a mi nieto. Debería estar orgullosa de cómo es. Ojalá todos los jóvenes fueran como ella —la anciana sonrió. Sus ojos brillaban alegres.

—Muchas gracias —mi madre se sonrojó.

—¡Nana! —el niño le estiró un trozo de la camiseta.

—Es tarde. Mi nieto tiene hambre. De nuevo, gracias por la ayuda—sonrió de forma sutil.

—Ha sido un placer —se despidió mi madre.

Mi madre se adelantó un par de pasos con la cabeza alta. Sabía lo que me esperaba cuando llegara a casa.

En todo este tiempo, seguía sin saber noticias de Ángel. Me preocupaba lo que podría haberle pasado. Normalmente, no tardaba tanto. Tenía curiosidad para que me explicara de que había estado hablando con su amiga.

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