La Marca del Zorro.

By Hahasia

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Un joven noble en la antigua California española de comienzos del siglo XIX, se encuentra con que el gobierno... More

A C L A R A C I Ó N
1. Pedro, el presumido.
2. El furor de la tormenta.
3. El Zorro hace una visita.
4. Las espadas chocan y Pedro da explicaciones.
5. Un paseo por la mañana
6. Don Diego busca...
8. Don Carlos hace una mala jugada.

7. Un hombre distinto

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By Hahasia

Don Carlos no perdió tiempo en salir a la terraza —ya que había estado escuchando y sabía lo que había ocurrido— para tratar de calmar a Don Diego que se sentía sumamente avergonzado. Aunque estaba apesadumbrado, Don Carlos trató de reír y tomar a la ligera lo ocurrido.

—Las mujeres son caprichosas y tienen la cabeza llena de fantasía—dijo—. A veces se quejan de aquellos a quienes en realidad adoran. No hay modo de saber lo qué pasa en la cabeza de una mujer, pues ni ellas mismas se lo pueden explicar.

—Pero yo... yo no comprendo—dijo Don Diego con voz entrecortada—. Hablé con mucho cuidado y estoy seguro de no haber dicho algo que pudiera ofenderla.

—Me imagino que ella quiere que la enamoren, según la costumbre. No se desespere usted, señor. Mi esposa y yo estamos de acuerdo en que usted es el que debe casarse con ella. La costumbre es que una doncella se resista un poco, y después ceda. A mi me parece que así sabe más dulce el triunfo. Quizá la próxima vez que venga usted se mostrara más amable. Estoy segura de que así será.

Se estrecharon la mano y Don Diego monto sobre su caballo y se fue cabalgando lentamente por las vereda. Don Carlos entró nuevamente a la casa en donde lo esperaban su esposa y su hija. Se paró frente a esta, con las manos sobre las caderas, mirándola con ternura.

—¡Es el mejor partido de todas estas tierras!—se lamentaba doña Catalina, limpiándose los ojos con un finísimo pañuelo de encaje.

—Es rico y tiene una posición social muy alta...; si fuera mi yerno, recobraría yo toda mi fortuna—afirmó Don Carlos sin quitar los ojos de su hija.

—Tiene una casa magnífica, además de una hacienda, y los mejores caballos de toda la región. Y por si fuera poco, es el único heredero de la fortuna de su padre—dijo doña Catalina.

—Con una palabra que le diga al gobernador, se haga rico un hombre o se queda en la penuria—añadió Don Carlos.

—Es guapo...

—Es cierto—exclamó Lolita; irguiendo la cabeza y mirándolos fijamente—. ¡Eso es lo que me da más coraje! Podría ser un amante perfecto, si quisiera. ¿Cómo va a sentirse una mujer orgullosa de que se diga que su marido nunca puso los ojos en otra mujer, y no escogió esposa después de haber cortejado y enamorado a otras?

—Te prefirió a ti; de otra manera no hubiera venido hasta aquí ahora—dijo Don Carlos.

—¡Y como debe de haberse fatigado!—dijo Lolita—. ¿Por qué permite que todo el mundo se ría de él? Es guapo, rico e inteligente. Está sano y podría ser el joven más popular de la comarca. Y a pesar de eso, no me sorprendería saber que no tiene fuerzas ni para vestirse solo.

—No comprendo—gimió Catalina—. En mis tiempos no se venían estas cosas. Un hombre honorable viene a pedir tu mano...

—Si fuera menos honorable y más hombre, tal vez lo pensaría—dijo Lolita.

—Vas a tener que pensarlo—dijo Don Carlos, con cierta autoridad—. No puedes despreciar una oportunidad tan estupenda. Piénsalo, hija mía, y sé más amable con Don Diego cuando regrese.

Diciendo eso; salió al patio pretextando que tenía algunas órdenes que dar a un criado; pero en realidad lo hacía para alejarse de la escena. Don Carlos había demostrado ser un valiente en su juventud, y ahora se había convertido en un hombre lo suficientemente astuto para saber que nunca debe uno mezclarse en una discusión entre mujeres.

Al llegar la hora de la siesta, Lolita salió al patio y se sentó en una banqueta que estaba cerca de la fuente. Su padre estaba dormitando en la terraza, su madre en su recámara, y los criados, por toda la casa, también durmiendo. Pero Lolita no podía dormir, pues tenía mucho en qué pensar.

Conocía bien la situación por la que atravesaba su padre, ya que hacia algún tiempo que no lo había podido ocultar. Naturalmente, Lolita quería que su padre recobrara su fortuna. Sabía también que si ella se casaba con Don Diego, su padre volvería a ser el hombre de antes, pues un De la Vega no podía permitir que sus parientes políticos estuvieran en una situación difícil.

Se le presentó en la imaginación la apuesta cara de Don Diego, y trató de adivinar cómo se vería esta misma cara llena de amor y pasión. Que pena que fuera tan poco vivaz, se dijo Lolita. ¡Pero, ¿cómo podría casarse con un hombre que se atrevía a sugerir que mandaría a un criado en su lugar a darle serenata?!

El chapoteo del agua de la fuente la arrullo. Se arrinconó en la banca recargando la cara sobre una mano y se durmió. Su cabello negro llegaba hasta el suelo como una cascada.

Al sentir que le tocaban el hombro despertó súbitamente y se sentó. Iba a gritar, cuando una mano le tapó la boca para evitar que lo hiciera.

Ante ella se encontraba un hombre envuelto en una enorme capa, la cara cubierta con una máscara, dejando ver únicamente los ojos centelleantes. Había oído la descripción del Zorro, el bandolero, y se imaginó que era el. Sintió tal pánico que le pareció que el corazón dejaba de latirle.

—Silencio, y no le pasará nada, señorita—susurró bruscamente el hombre.

—Usted... usted es...—preguntó en voz bajísima.

El Zorro retrocedió unos pasos quitándose el sombrero, y se inclinó profundamente ante ella.

—Lo ha adivinado usted, mi encantadora señorita—dijo—. Me llaman el Zorro, la maldición de Capistrano.

—Y... esta... usted aquí...

—No le haré daño, señorita, ni a ninguno en esta hacienda. Castigo a los que son injustos, y su padre no lo es. Lo admiro mucho. Preferiría castigar a aquellos que son la causa de sus males.

—Yo... yo le agradezco mucho, señor.

—Estoy cansado, y la hacienda me parece un lugar excelente para descansar—dijo—. Sabía que era la hora de la siesta y que todos estarían durmiendo. Siento mucho haberla despertado, señorita, pero tenía que hablarle. Su belleza es capaz de despertar la imaginación de cualquier hombre para poder alabarla.

Lolita se sonrojó.

—Ojalá que mi belleza tuviera el mismo efecto en otros hombres—dijo.

—¿Y no es así? ¿Le faltan a usted admiradores? ¡Pero eso no es posible!

—Sin embargo, lo es. Hay muy pocos que tienen suficiente valor para tratar de aliarse con la familia de los Pulido, ya que ahora estamos en desgracia. Hay un... pretendiente—continuó—. Pero no pone ningún interés en cortejarme.

—¡Bah! ¿Un perezoso haciéndole el amor a usted? ¿Qué le pasa a ese hombre? ¿Está enfermo?

—Es tan rico, que me imagino que cree que todo lo que tienen que hacer es pedir a una doncella en matrimonio para que esta lo acepte.

—¡Que imbécil! Si es el cortejo lo que le da sabor al noviazgo.

—¡Pero usted, señor! ¡Puede venir alguien y verlo! ¡Lo capturarán!

—¿Y no quiere usted que capturen a un bandolero? Si me captura su padre, tal vez recobrara su fortuna. Según me lo han dicho, el gobernador esta muy molesto por mis operaciones.

—Será... será mejor que se vaya—dijo Lolita.

—Veo que tiene usted un corazón misericordioso. Usted sabe que si me capturan, muero. Sin embargo, debo arriesgarme y quedarme unos minutos más.

Se sentó en la banca, y Lolita se retiró al otro extremo con la intención de levantarse.

Pero el Zorro había adivinado. Tomando una de sus manos y antes de que ella se diera cuenta de lo que iba a hacer, se inclino, alzando la parte inferior de su máscara, y se la besó.

—¡Señor!—exclamó ella, retirando la mano bruscamente.

—Es un atrevimiento, pero un hombre tiene que expresar sus sentimientos—dijo—. Espero que mi ofensa no sea imperdonable.

—¡Váyase, o grito!

—¿Para que me cuelguen?

—No es usted más que un salteador de caminos.

—Y sin embargo, amo la vida como cualquier otro.

—¡Pediré auxilio! Ofrecen una recompensa por su captura.

—Esas manos tan lindas no tocarían dinero manchado de sangre.

—¡Váyase!

—¡Ay, señorita! Que cruel es usted. Con solo verla me hierve la sangre en las venas. Cualquier hombre sería capaz de luchar contra una horda por una promesa de sus dulces labios.

—¡Señor!

—Cualquier hombre moririria por defenderla, señorita. Que gracia, que belleza tan fresca.

—¡Por última vez, señor! Gritaré... y su destino estará en sus manos.

—Su mano, y me voy.

—No puede ser.

—Entonces, aquí me siento hasta que vengan por mi. Sin duda que será pronto, pues entiendo que el sargento González anda siguiendo mis huellas, y puede haber descubierto un pista. Vendrá con soldados...

—¡Señor, por el amor de Dios!

—Su mano.

Lolita se volvió de espaldas y le tendió la mano. El Zorro le dio otro beso en ella. Después, Lolita sintió como le iba volviendo la cara poco a poco, y sus ojos se miraron en los de el. Sintió que un escalofrío le corría por todo el cuerpo. Él le tenía la mano cogida todavía; ella la retiró y corrió hacia la casa, atravesando el patio.

El corazón le latía fuertemente; se paró detrás de las cortinas de su ventana para observar. El Zorro camino lentamente hacia la fuente y se inclinó para tomar agua. Se puso el sombrero, miro hacia la casa, y salió con paso majestuoso. Lolita miro como se alejaba en su caballo a todo galope por la vereda.

—Un ladrón, ¡pero todo un hombre!—susurró—. ¡Si Don Diego tuviera la mitad de su arrojo y de su valor!

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