DEVAFONTE: LOS DIARIOS DEL FA...

By Igelmo

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¿Cómo desprestigiar una falsa religión? Cómo, cuando se trata de la creencia más extendida del mundo. Contand... More

0. PRÓLOGO
2. ULTIMO DIA DE INFANCIA
3. UNA MISION POSTUMA, 1
4. UNA MISION POSTUMA, 2
5. ASKHAR
6. TERGNOMIDON
7. DOS DEMONIOS Y UN RISUEÑO LADRON
8. LA IMPACIENCIA DE TERG
9. LOS DIARIOS RECONGITOS
10. EL ASTUTO ZASTEO
11. HERENCIA
12. ARZON, EL CAZADOR
13. NO HAY CAMINO BUENO
14. CUÉLEBRE
15. EL PRECIO DE LA CONSPIRACION
16. ESPIRITUS DE VIENTO
17. UNA MAVE Y UN TRASGO
18. HUIDA
19. UN BREVE DESCANSO
20. ARENA
21. NEREDE ALETT
22. EL PARAISO DE LA FUNGO
23. "LA PERSONA QUE OS AYUDARA..."
24. UN REENCUENTRO INCOMODO
25. "EL ENGRANAJE"
26. UN DÍA ESPECIAL
27. SEPARACIÓN
28. EPÍLOGO
NOTA DEL AUTOR

1. EL FIN DEL HASTIO

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By Igelmo

 1. EL FÍN DEL HASTÍO

 Kashall'Faer, Narvinia, 4 de xunetu del 520 p.F.

 La llegada del extraño visitante causó un gran revuelo en el Castillo Kholler. Debido a ello, aunque aún no lo sabía, un hombre avanzaba con paso decidido por los pasillos. No le hacía gracia tener que acudir ante la presencia del Rey a horas tan intempestivas. Sin embargo, el mensaje que le acababan de entregar no dejaba lugar a dudas sobre la urgencia del requerimiento.

 Las noticias se habían propagado por todo el recinto, inundando cada rincón con el ruido de la actividad frenética de los sirvientes. Ello le producía una leve excitación, pues notaba que se avecinaban cambios. Esperaba recibir al fin una orden, cualquier tipo de misión, algo que le permitiera abandonar esa ciudad que le provocaba un profundo... hastío. «Esa es la palabra. Dos años de hastío compartiendo techo con un viejo demente y caprichoso».Mientras pensaba en ello, se detuvo delante de un espejo y pasó revista a su imagen. Con las prisas solo había tenido el tiempo justo para ponerse una camisa y unos pantalones. Sin la armadura y la espada se sentía desnudo. Se arregló el pelo, cortado a cepillo y salpicado por alguna cana y, tras comprobar que no quedaban mechones rebeldes, continúo su camino apresuradamente, pues el Rey no era famoso por ser hombre paciente. «Seguro que lo único que quiere es que saque a los caballeros a desfilar durante el próximo festival», reflexionó, esperanzado ante la posibilidad de volver a la acción; no descartaba que su padre le hubiese llamado para torturarle con otra tediosa lección de diplomacia y, lo que él llamaba, "ejemplos de buen gobierno". «Y total, ¿para qué? Gobernar mediante el miedo como él hace no es tan complicado».

 Al acercarse a las puertas del salón del trono, los guardias que las flanqueaban se cuadraron ante la llegada del General de los Caballeros Tenues y Príncipe de Narvinia, Keinfor Kholler'ar; un nombre que solo con pronunciarse en voz alta, haría echarse a temblar incluso a monarcas. Tal era la fama del soldado más condecorado del país. Las leyendas siempre le precedían: historias de como vencía en solitario a más de mil hombres o de como hundía una flota completa con solo agitar su espada en el aire. Como él mismo solía decir, eran exageraciones, «no podía haber más de setencientos soldados».

 Al acercarse a la puerta el heraldo, un joven al que no había visto en la vida, se dobló en una profunda reverencia y entró para anunciar su presencia. Tras una breve espera, salió y se hizo a un lado permitiéndole el paso.

 Ya en el interior, encontró a su padre, un anciano de larga melena y barba descuidada blanca como la nieve, sentado en el trono. Atravesó con la mirada a Keinfor mientras se acercaba. Al cambiar de postura para recibirle, produjo un roce metálico. Pese a su avanzada edad y el aspecto débil, llevaba oculta bajo la túnica una armadura completa. «Es como si no se hubiese movido del sitio desde ayer», debe de dormir con ella puesta. «Diría que la edad le está volviendo un paranoico». Entonces llamó su atención un extraño personaje en el que apenas había reparado, que se dirigía a su padre postrado ante él. Ocultaba su rostro tras una capucha negra, del mismo color que sus ropajes, de lana pero gastados y ajados por el tiempo. «Los modos parecen de alta cuna, pero esas vestimentas han vivido una epoca mejor», fue la impresión de Keinfor. Empleaba un tono bajo, casi un susurro, mientras su interlocutor se limitaba a asentir ausente. No pudo entender sus palabras hasta que no estuvo a pocos pasos.

 —...es él. No tengáis duda. Y estará allí, os lo aseguro. —Su padre le pidió con la mano que esperase para no interrumpir.

 —Será fácil de comprobar. En lo que se refiere a tu recompensa, me parece justo lo que pides. En cuanto corroboremos que lo que afirmas es cierto, me encargaré de que se atienda tu petición —respondió el anciano Vermin II, Rey de Narvinia y una de las personas más poderosas de toda Geadia.

 —Muchas gracias, su majestad —contestó el jinete, entre un sinfín de reverencias, al tiempo que se retiraba, consciente de que había sido regiamente despachado. «Me he vendido», pensó una vez fuera, «espero que valga la pena».

 Ya solos, el rey dirigió a Keinfor una sonrisa sardónica y habló con un tono que destilaba cinismo:

 —Buenos días, hijo mío. Espero que no te hayan despertado. Para un soldado es importante estar descansado. —Vermin era consciente de que Keinfor estaba harto de la inactividad y el dardo dio en hueso.

 —Llevo bastantes meses descansando —respondió molesto. La curiosidad lo corroía, pero no iba a darle a su padre el placer de descubrirlo—. Por lo que espero que tanta urgencia esté justificada. El mensajero ha despertado a tu nieta —añadió con aire casual.

 —No me vengas con ñoñerías de ama de casa —espetó con desprecio. «Ya estamos otra vez. Pues me lo vas a tener que preguntar. Tiremos un poco más de ese hilo», rió Vermin para sus adentros—. Esa chiquilla algún día, cuando tú ocupes mi lugar, ocupará el tuyo. Ya va siendo hora de que empiece a comportarse como lo que es, no como si fuese una niña mimada de la edad antigua. Cuando dirija los ejércitos de Narvinia no podrá dormir hasta el mediodía, necesita disciplina. Y hablando de eso, deberías ir pensando en su ingreso en la Academia de los Caballeros, antes de que esa sirvienta que te tiene encandilado llene su cabeza de historias de princesitas y bailes.

 —¿Quién era ese hombre? —dijo Keinfor, apretando los puños.

 «Que rápido se ha rendido», pensó Vermin, no sin cierta decepción. Discutir con su hijo era uno de los últimos placeres que le quedaban.

 —Eso carece de interés —atajó Vermin—. Lo que de verdad importa es la información que trae. Al parecer hemos localizado a esa persona...

 —¿Sallen? —pronunciar ese nombre le provocó un escozor en la cicatriz que le atravesaba el vientre; una herida infligida seis años atrás. Su rivalidad había durado décadas y que en su último encuentro le perdonase la vida era una mancha en su orgullo que no conseguía dejar atras.

 —El mismo —dijo poniéndose en pie con un gruñido. Keinfor se vio obligado a ofrecerle apoyo para que llegara hasta una mesa lateral en la que estaba servido el desayuno. La vitalidad que desprendía no desmentía el hecho de que su cuerpo ya no era joven. Una vez sentado, continuó—: Según parece, se encuentra en las estribaciones del este de Estoria, en una pequeña aldea llamada Norden. Labriegos, comerciantes y algún cazador de demonios de su ejército personal; nada especialmente complicado. Por eso quiero que te ocupes tú —mientras hablaba, iba llenando su plato de frutas y bollos.

 —Si fuese tan sencillo no me lo ordenarías a mí —dijo Keinfor, altivo—. Esa incursión en Estoria supone una violación del Tratado de Vesteria. Nos declararán la guerra. Y entiéndeme, no es que no tenga ganas de luchar, pero ¿estamos en condiciones? ¿No intervendrá el Imperio Septentrional?

 —Lo dudo. Nunca tuvieron demasiado interés en prolongar la última guerra, y la escasez de arcanita que sufren no hace pensar que tengan ganas de empezar otro conflicto. No —hablaba con la boca llena, escupiendo parte de lo que ingería en el proceso—. No se arriesgarán a otra guerra de diez años para salvar a un puñado de castrenses. —Hizo una pausa para tragar y siguió—: ¿Sabes cómo nos llaman? ¡Bárbaros! Llevan milenios hablando la lengua que les impusimos y nosotros somos unos bárbaros. Puf —bufó cada vez más encendido, subiendo poco a poco el tono—. Ve a ese pueblucho de mala muerte, encuentra a ese hombre, mátalo; a él y a su familia. Siempre que la información sea veraz y es cierto que están ahí. Recuerda que son los únicos que ponen en peligro nuestro linaje. Termina de una maldita vez lo que empezó mi tatarabuelo y yo no pude acabar.

 —Padre, en quinientos años ninguno de ellos ha hecho valer su derecho al trono. Simplemente se esconden y de vez en cuando tenemos noticias de que han asesinado un demonio aquí o allá. ¿De verdad valen tanto como para iniciar otra guerra? Y si es así, ¿qué hacemos con los Estorios? Y si al final la información resulta ser falsa, ¿habremos iniciado el conflicto en vano?

 —Preguntas y más preguntas. ¿No habrá un general que se limite simplemente a cumplir órdenes? —Tragó de nuevo y, tras limpiarse con una servilleta, cambió a un tono condescendiente—. Escucha, todos nuestros planes dependen de que no falles en esto. Evita que ningún ciudadano escape, mátalos si es necesario. Usaremos esa aldeucha como puente para invadir Estoria. Si no se esconden allí, atacaremos de todas formas, pero no olvides nuestras prioridades. Nuestra nación recuperará el esplendor del pasado. ¿No te das cuenta de que esta es la oportunidad que hemos estado esperando todos estos años? No podemos dejarla pasar. Pondré a la octava división bajo tu mando, y dentro de tres días llegarán a tu posición la cuarta y la sexta. Ahora puedes irte, querrás despedirte de tu hija. —Y, dando por zanjado el debate, centró toda su atención en el plato.

 —A sus órdenes, Majestad —dijo Keinfor tras un corto silencio, arrastrando la última palabra. Hizo una leve reverencia y abandonó la sala.

 ***

 Horas más tarde se desató una actividad frenética en el aeródromo de la ciudad. La instalación, construida fuera de las murallas, junto al río, era un importante punto de comercio, tanto fluvial, como aéreo, pues se trataba de un puerto en el que podían amerizar los pocos barcos voladores que aún existían. La mayoría pertenecían a algún ejército, pero existía un número cada vez más abundante de impresionantes mercantes y lujosos cruceros de pasajeros que solían recalar en la ciudad.

 El río Nialen era el curso fluvial más importante del continente, recorriendo buena parte de la zona central de Geadia, y elegido como lugar de asentamiento de numerosas poblaciones a lo largo de la historia. Con un ancho de dos kilómetros y calado profundo, el río permitía la presencia de un tráfico abundante, tanto aéreo como fluvial, pues además era navegable hasta el lejano mar. En la orilla se había construido un gran dique que se extendía a lo largo de tres kilómetros del que surgían más de doscientos embarcaderos de madera. Número insuficiente, pues muchos barcos se habían visto obligados a atracar en el centro del río.

 «He esperado seis años este día, no es momento de dudas», pensaba Keinfor observando el bullicio desde la cubierta del Mirmidón, el orgullo de la marina; un enorme buque de guerra volador, de madera oscura, con ochenta metros de largo, equipado con más de cien cañones y capacidad para transportar a quinientos soldados y sus enseres. Las hélices tenían dos veces la altura de un hombre, y repartidas por los laterales del barco había treinta de estas, tres en cada uno de sus diez rotores accionados por la energía de la arcanita.

 «De nuevo habrá niños. Siempre hay niños, ancianos, enfermos... Y el que tiene que cargar con sus muertes en la conciencia siempre soy yo». A través de las portillas de la cubierta inferior, veía cómo subían artillería, caballos y soldados regulares. A esas fuerzas debía sumarle un grupo de cincuenta Caballeros Tenues, hombres y mujeres entrenados desde su infancia en el arte del combate Vestigial, la vanguardia del ejército. «La pregunta es, ¿cuántos pecados más puedo acumular en su nombre?»

 —General... —El capitán del Mirmidón se acercó y tras saludar, esperó en un respetuoso silencio a que Keinfor le diera la orden pertinente. Éste aguardó unos minutos, mientras subían los últimos soldados y cerraban las portillas. «No puedo tener dudas. Ahora no. Solo órdenes. Venganza. Y el fin del hastío. Sobretodo eso».

 —Despeguemos. Rumbo Noroeste, a Estoria. Buscamos una aldea llamada Norden.

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