Amando la Muerte ✓

By gabbycrys

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Cuando sus mundos colisionan, la rareza de un ángel con alas negras y una humana que ve a los muertos se vuel... More

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Seduciendo la Rebelión

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By gabbycrys


RAISA

Apenas fallecidos mis padres, nos trasladamos a Londres. No tenía amigas, y tampoco conocía muy bien el idioma porque nací en Francia. También solía almorzar sola en el jardín, bajo un árbol, del cual, un día, un gato no pudo bajar.

No sé cómo llegó hasta ahí porque todo el tiempo estuve sentada bajo las ramas, pero de repente lo escuché maullar.

Fui en busca de un maestro con el cual difícilmente pude comunicarme, pero que, después de llevarlo a tirones, contempló las ramas secas durante un par de minutos, se agachó en frente de mí, y lo único que entendí de todo lo que me dijo fue: "Está bien si solo juegas". Luego se fue y el gato siguió ahí, maullando, como si él tampoco supiera cómo diablos llegó hasta ese lugar.

En mi inocencia me vi en el apuro de ayudarlo por mi propia cuenta. "Baja de ahí", le repetía, sin comprender por qué el resto de pronto empezó a mirarme con recelo.

No me importó.

Finalmente me las ingenié para subir hasta la rama más alta, y justo antes de alcanzarlo, en frente de mis ojos y entre alguna clase de humo negro, lo vi desaparecer.

Desde entonces el resto teme de mí, y yo, del mundo que soy capaz de ver.

Prince no se ha separado de mi lado desde aquel día. Aparece cuando le apetece jugar, tiene ganas de usar mis piernas para dormir, o simplemente se frota para que le acaricie la cabeza. Tiene un humor bastante particular, aunque la mayor parte del tiempo no teme mostrar su irritación por todo lo que le rodea. Y por supuesto, así como ahora, cuando me mira con esos ojos amarillos durante mucho tiempo y lo noto, tiendo a ponerme un poco nerviosa. ¿En qué estará pensando?

Leire no sabe acerca de mi problema con los no vivos, tengo miedo de contárselo y conocer su reacción. De esta manera aprendí que es mejor ignorarlos, pues si alguno se da cuenta de que yo, una persona viva, puede verlos, no me dejarán en paz hasta conseguir lo que quieren. Como sucede con este gato, que por obvias razones no puedo saber lo que necesita para alcanzar el otro lado.

Otro lengüetazo en el brazo.

Lo empujo, pero entonces me muerde con fuerza, y antes de quejarme, da un salto fuera del sofá.

Me levanto con la intención de echarlo, pero antes de dar un segundo paso, me detengo para contemplar los fragmentos de cristal esparcidos por todo el suelo y debajo de mi pie izquierdo. Levanto el talón, y una gota carmesí salpica los tablones lacados.

Suelto un improperio mientras me dejo caer sobre el sofá otra vez. Pronto, busco la manera de extraer el cristal de mi talón. Por suerte no parece nada grave.

¿Cómo pudo pasar? ¿De dónde salieron?

Levanto la mirada en busca de una explicación, y la encuentro de inmediato. Prince debió botar el vaso con agua mientras dormía, y ¿tengo el sueño tan pesado como para no haber despertado por el ruido? Ese sueño húmedo debió sumergirme hasta lo más profundo.

De nuevo me siento asqueada. Es un gato por el amor de dios.

Prince da otro salto, esta vez hasta un aparador, arrojando una pila de libros al suelo. Se acerca con sigilo, caminando con extremo cuidado sobre los cristales, esquivándolos con desenvoltura hasta detenerse en frente de la gota de sangre. La olfatea, y finalmente lame.

—¡Eso no se hace! —lo regaño, pero me ignora por completo y no se retira hasta que ha terminado de limpiar la mancha.

Normalmente los gatos no hacen algo como eso, pero claro que este no es un gato común y corriente.

Veo que su último salto es hacia la ventana abierta. Cualquiera se asustaría al ver a un gato saltar del cuarto piso de una elevada edificación, pero en mi caso no me intranquiliza. Siempre fue así, tan Prince.

Con cuidado extraigo el fragmento de cristal de mi pie, y recurro al baño para limpiar la herida. Luego me deshago del estropicio que hizo mi alma en pena.

Tan solo por curiosidad me acerco a la ventana, y al contemplar hacia la calle medio vacía, compruebo que ha desaparecido en verdad. De inmediato mi estómago gruñe, así que decido dejar al gato como un segundo plano, por el momento.

No puedo comer la pasta fría que dejó mi hermana, pienso que es mejor si voy en busca de algo que sí pueda ingerir en su estado templado, como por ejemplo, rollitos de sushi California.

En mi habitación encuentro ropa interior nueva, unas zapatillas, de las cuales elijo la izquierda, mientras que en el lado derecho uso un zapato deportivo cerrado. Son distintos, culpa de la herida, pero al menos de esta forma no se me dificultará el caminar. Luego busco mi teléfono celular en el sofá, tomo la bandeja de comida con el plato de espagueti, me coloco mis audífonos, y salgo de la estancia.

Cierro con llave, porque es importante, y Leire me matará si se entera de que lo olvidé. Recorro un corto tramo por el pasillo hasta las escaleras, y empiezo a bajar mientras tarareo en busca de mi canción favorita en mi numerosa lista de reproducción.

La campanella de Liszt, empieza a sonar cuando la luz sobre mi cabeza remarca un letrero con la palabra Salida.

La siguiente puerta que conecta a un corto pasaje y, a su vez, al vestidor, se abre lentamente y sin que la toque siquiera, frenándome en seco.

Me quedo de piedra cuando, con violencia, la silueta de una mujer golpea la puerta todavía a medio abrir, y se desploma a mis pies.

Contengo el aliento.

Creo que está muerta.

Gran cantidad de sangre parece haber brotado de su cuello, habiendo manchado el cuello de su elegante vestido celeste. Su rostro está arrugado y lleno de venas negras, como si un poderoso veneno hubiera corroído su cuerpo. Pero eso no es todo. Justo detrás, un hombre alto, y cuyos ojos amarillos irradian peligro, permanece de pie. Su mirada está vacía. Su rostro tampoco muestra expresión alguna.

Aquel ser imposiblemente atractivo, viste un traje aparentemente costoso y tiene el cabello oscuro como la obsidiana.

Él desliza su lengua lentamente sobre su labio superior, introduciéndome en un lado profanador que me sonroja. Sin embargo, es ese último gesto el que también me pone a temblar de miedo, pues un segundo después de haber notado la mancha carmesí que yace en su mano, la dirige hasta sus labios y termina por lamerla también.

Retrocedo un paso mientras las entrañas en la boca de mi estómago se retuercen, y trago con fuerza.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido, no obstante, cuando la puerta se empieza a cerrar, se percata de mi presencia. Por un mísero instante casi parece sorprendido de verme.

Me siento transparente. Su mirada es como si fuera capaz de ver en mi interior. Él es como un pecado encarnado que embelesa de tan solo ser contemplado. Me gusta, pero, al mismo tiempo, sé que está mal y sería mejor si empiezo a correr por mi vida. Pero aquí sigo al final, completamente petrificada.

Segundos antes de que la pared se selle por completo, el desconocido estira el brazo. Da un largo paso sobre el cuerpo inerte de la mujer, y cuando empiezo a creer que la siguiente soy yo, se detiene a tan solo un escaso metro de distancia.

Permanezco inmóvil, en trance y sin el derecho a mover un solo músculo. Sus ojos amarillos todavía resplandecen y me examinan con cuidado.

No sé qué demonios sea, pero cuando su mano roza mi mejilla, puedo asegurar que no está muerto. Lo corroboro ya que su roce es cálido, suave, profanador y escalofriante. Pero no se queda ahí, él también parece estar comprobando no sé qué cosa al tocarme.

Es hipnotizante y escalofriante al mismo tiempo.

Me estremezco.

Percibo una mezcla arrebatadora de sentimientos confusos en mi interior. Han empezado un combate, y ya que mi raciocinio está perdido, mis piernas amenazan con arrojarme al suelo. Padezco ante un millar de emociones confusas, hasta que, con voz profunda escucho que susurra:

—Raisa.

Sabe mi nombre.

Tiemblo.

Ese mismo timbre de voz, creo haberlo escuchado antes, en la calle, esta tarde mientras volvía a casa y vi a Prince nuevamente.

Por fin reacciono y doy un salto hacia atrás.

Mi acto reflejo le resulta ofensivo, por lo cual, aunque me parece imposible, su mirada me resulta todavía más feroz que antes.

Tengo la impresión de que el tiempo se detiene, hasta que un grito de terror me voltea a la mujer que acaba de asomar por el pasillo y horrorizada contempla hacia mis pies, obviando al hombre que, en cuestión de tan solo segundos, se ha esfumado sin dejar rastro alguno.


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