La Última Morada - Zona Prohi...

By WynegS

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Una bella y joven extraterrestre ha arribado a la Tierra, quedando varada en pleno Amazonas. Por otra parte... More

Capitulo 1.1 - Ellos realmente llegaron
Capítulo 1.2 - Amazonas
Capítulo 2.1 - Ocultamiento de información
Capítulo 2.2 - Segundo contacto
Capítulo 3.1 - Ceguera
Capítulo 4.1 - Capturado
Capítulo 4.2 - Resurgiendo de entre las sombras
Capítulo 5.1 - Conociéndonos
Capítulo 5.2 - Código malicioso
Capítulo 6 - Reinicio
Capítulo 7.1 - Búsqueda infructuosa
Capítulo 7.2 - Plan entre amigos
Capítulo 8.1 - Hallazgos extraterrestres
Capítulo 8.2 - Entrenamiento productivo
Capítulo 9 - Mímesis parcial
Capítulo 10.1 - Economía para principiantes
Capítulo 10.2 - Puja
Capítulo 11 - Los traidores de Ioss
Capítulo 12.1 - Los verdaderos traidores de Ioss
Capítulo 12.2 - Preparativos antes del viaje
Capítulo 13 - La noche más larga
Capítulo 14.1 - Otra perspectiva
Capítulo 14.2 - Juicio mundial
Capítulo 14.3 - (Nuestro) Final

Capítulo 3.2 - Cotidianeidad

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By WynegS

A pesar de haber dormido pocas horas, Miguel despertó descansado, sin ayuda de la alarma de su teléfono celular. El calor de la noche le hizo dejar la ventana abierta, despejando el camino para los rayos solares que inundaban su habitación, reflejándose en un largo espejo apostado en la pared junto a su ropero. Su cama era de una plaza, lo que le dejaba mucho espacio libre en la pieza, con pocos lugares en los cuales apoyarse para poder caminar. Por esta razón era importante mantener un orden mínimo del cuarto, cualquier ropa o efecto personal que estuviera dando vueltas en el piso podría causarle inconvenientes en el andar. 

Este estricto orden daba la sensación de inmensidad y le obligó a poner referencias en las blancas paredes de la habitación para ubicarse espacialmente, valiéndose de afiches de sus series favoritas para encontrar su cómoda, ropero y la salida del cuarto. 

Miguel se levantó lentamente, quedándose sentado en el borde de su cama, estiró los brazos e inspirando profundamente, soltó un gran bostezo, intentando imitar a alguna bestia salvaje que le confiriera energía para iniciar el día. Caminó hacia el pasillo y bajó la escalera, topándose de frente con su abuela, que iba a despertarle en ese momento para que desayunaran juntos. 

El muchacho se bañó rápidamente con agua fría -en parte para terminar de despertarse y para ahorrar gas-, mientras Mirta preparaba el desayuno. Comieron ligero y salieron a una feria cercana, necesitaban comprar vegetales, víveres y artículos de aseo; productos que tenían menor precio allí que en un supermercado. Volvieron cargando varias bolsas, distribuyendo lo comprado entre alacena, baño y cocina. 

Mirta se dispuso a preparar el almuerzo, lavando y pelando varias verduras en el lavaplatos, prendiendo su radio para amenizar la faena. Miguel subió a su habitación para trabajar, ingresando los formularios electrónicos de la empresa de telecomunicaciones en la que laboraba -Satelitelinet-, deteniéndose una vez en el día, para almorzar en compañía de las noticias de la tarde. 

Su enfermedad le restaba eficiencia, demorándose mucho más que otros digitadores en realizar su tarea, de no ser por tener conocidos en Satelitelinet, nunca habría encontrado trabajo en otro lugar así, que le permitiera producir desde su casa y retardarse como sólo él lo hacía. Terminó a las 6 de la tarde, dedicando lo que le sobraba de día en relajarse y mentalizarse para el día venidero, buscando la dirección del psicólogo en un mapa online para saber que movilización debía tomar mañana. 

Mirta salió después de almuerzo, a comprar el bono de interconsulta para la visita al especialista; y al volver, se dedicó a ver sus telenovelas. Por la noche buscó ropas adecuadas para su salida, planchando y dejándolas colgadas en un perchero. Debían salir temprano mañana y estaba ansiosa. Confirmó con Miguel la numeración del transporte que les llevaría a la consulta, que quedaba frente a la escuela de aviación del Capitán Manuel Ávalos Prado, en la comuna de El Bosque. 

La noche dio paso a la madrugada en un santiamén. Miguel se levantó a las 6 de la mañana, bajó torpemente a prender el calefón y se duchó en menos de 10 minutos, corriendo cubierto sólo con una húmeda toalla amarrada a la cintura a la habitación de su abuela Mirta -para despertarla-, donde se vistió con las ropas que la anciana le eligió el día anterior. 

Cuando estuvieron los dos listos, salieron en ayunas de la casa, esperando encontrar prontamente la locomoción y que esta llegara velozmente a su destino. Era una mañana tibia, con cielo despejado, presagiando una calurosa tarde de verano; pero, por suerte, Mirta lo había contemplado y llevó dos botellas con agua congelada para refrescarse a su salida. 

La consulta abría a las 9, lo que les daba una hora y media para llegar al lugar, y su cita estaba concertada a las 9:30, dándoles tiempo de sobra para arribar. El microbús llegó después de 45 minutos de espera, con pocos pasajeros, avanzando a mediana velocidad y deteniéndose en cada uno de los paraderos, quizás esperando captar más transeúntes, no logrando llenar la mitad del vehículo. Llegaron 5 minutos antes de ser llamados por segunda vez, llamado realizado para confirmar la consulta que se corroboró con su entrada y la entrega del bono a la recepcionista. 

Miguel fue atendido de inmediato, ingresando a la sala del psicólogo acompañado por la recepcionista. Mirta había quedado agitada por la premura con la que se bajaron del transporte público y el apuro con el que cruzaron la calle para llegar a tiempo a la consulta, postrándose a descansar en la sala de espera del recinto, buscando con la mirada a alguien para conversar y pasar el rato. 

Federico S.F., psicólogo de profesión hace 20 años, atendió a Miguel. Conocía sus antecedentes de antemano, comunicados por el doctor Rodríguez, así que obvió una entrevista preliminar y pasó a hablar directamente con el muchacho. El hombre se dedicó a escuchar al joven de 23 años, solamente deteniéndolo con preguntas claves que guiaban la experiencia, intentando generar complicidad y confianza con su nuevo paciente. 

Las palabras salían como goteras de la boca de Miguel, que se encontraba incomodo al tener que contar sobre su vida a un completo desconocido, sintiéndose observado y analizado en cada uno de sus movimientos. El psicólogo lo contemplaba, con cara de entendimiento, pero no era como hablar con un amigo, no veía empatía en su actitud, no se sentía a gusto; no obstante, sabía que debía hablar con él, era uno de los pasos necesarios para lograr sobrellevar su oscuro futuro. 

A pesar de su desagrado inicial, Miguel se explayó por casi dos horas, solapándose unos minutos con la siguiente cita del terapeuta. Concertaron una nueva visita dentro de tres semanas, dándole metas a cumplir en ese tiempo, debiendo comunicarle al psicólogo sus resultados al cabo de ese tiempo. Antes de salir de la consulta, Federico le entregó un folleto de un instituto en que se enseñaba Braille, con su respectiva dirección, teléfonos y mail de contacto; y le hizo comprometerse a visitarlo antes del próximo fin de semana, sellando la promesa con un apretón de manos. 

Mirta, que hace rato había encontrado con quien intercambiar experiencias, se levantó de su asiento para recibir a su nieto, despidiéndose del terapeuta con un ademán. Salieron con prisa de la consulta, esperando encontrar pronto una locomoción para regresar temprano a casa y preparar el almuerzo. El paradero más cercano estaba a dos cuadras en dirección norte y el sol pegaba fuerte, se encaminaron bajo la sombra de los plátanos orientales puestos a lo largo de la calle, hidratándose con el agua -no tan- congelada que Mirta cargaba. 

En sentido contrario a ellos venía una muchacha de largo cabello negro, vestida con ropa -sucia-ajustada de color blanco, con mirada concentrada y aspecto de buscar algo, como oliendo el aire. Unos pasos detrás de ella venían dos jóvenes molestándola y diciéndole sandeces, piropeándola por su traje rasgado, que dejaba ver parte de su plano abdomen y casi toda su espalda.  

La muchacha parecía no interesarle lo que decían los malintencionados jóvenes, siguiendo su camino y cruzando miradas con la anciana -sorprendida aún por encontrar ancianos, pese a haber visto millares hasta ahora-, avanzando a paso lento hacia el sur. Estaba concentrada en la señal de su nave, la intensidad de esta había variado mucho los últimos días, presumiendo el término de la energía que alimenta al dispositivo de comunicación de localización y de la alarma. 

Mirta se volteó a ver que los maleantes no se aproximaran a la muchacha, soltando el aliento con cara de desaprobación, a la vez que miraba a los desubicados niños, actitud que no les gustó a los aludidos, que le increparon con malas palabras.

- ¡A ver! ¿Qué pasa, vieja de mierda? ¿Querís decirnos algo? - amenazó el muchacho, levantándose la camisa, dejando ver un largo cuchillo escondido en sus pantalones.

- ¡Aaaay, no! - exclamó Mirta, al ver el arma.

- No se metan con nosotros, por favor - dijo Miguel, poniéndose frente a su abuela, resguardándola, sin saber que uno de los maleantes estaba armado.

La muchacha giró sobre si misma al escuchar el grito de Mirta, acercándose al tumulto recién formado, en el cual se intercambiaban exaltadas palabras.

- ¿Qué te pasa? ¡No te metas tú con nosotros! - dijo el segundo muchacho, empujando el hombro de Miguel, cayendo este al piso. 

- ¡Es ciego! - gritó el atacante, al percatarse de la dificultad de Miguel para levantarse, que buscaba sus anteojos de sol en el piso.

Los malhechores comenzaron a burlarse de Miguel, botándolo con zancadillas y lanzándole improperios varios. Mirta, con los nervios de punta, intentaba -con sus manos temblorosas- sacar el teléfono celular de su cartera para comunicarse con carabineros, pero uno de los bandidos le arrebató sus pertenencias, revisando a ver que encontraba de bueno. 

La viajera extraterrestre apresuró su paso, llegando justo en el momento en que Miguel se incorporaba lanzando un golpe de puño a uno de sus atacantes, acertando en la nariz de este.

- ¡Te tiraste! - gritó el maleante herido, cubriéndose la nariz rota con la mano izquierda, mientras que con la derecha sacó la cuchilla escondida en su pantalón.

El delincuente no perdió tiempo, atacando a Miguel y acertando una estocada en su abdomen, siendo detenido en parte por la mano derecha de la viajera, causándole un corte en la palma y restando profundidad a la injuria del muchacho. La hoja de la cuchilla penetró cerca de la aorta, cercenando una de sus paredes, liberando sangre de forma profusa. 

El atacante retiró el arma de la lesión, produciendo un daño mayor en esta, permitiendo el libre fluir del plasma. La viajera no le dejó alejarse, agarrándole fuertemente de la muñeca, golpeándolo en la sien derecha con su mano libre, aturdiéndolo. Miguel cayó al piso conmocionado, desangrándose, sintiendo como la vida se le escapaba de las manos. Intentó tapar el agujero de la puñalada, pero no encontraba la fuerza de sus brazos, mientras veía como huía el otro maleante, que fue alcanzado por la muchacha en una corta carrera, reduciéndolo con un golpe de puño en la nuca. 

Volvió al lado de Miguel, que yacía postrado en el piso junto a Mirta. La abuela intentaba detener la hemorragia cubriendo la herida con un pañuelo que cargaba, pero nada se podía hacer. La joven posó su mano cortada sobre la puñalada, presionando con fuerza para cortar el flujo de sangre, momento en el que se le ocurrió algo. Movilizó todos los kozou de Kreneo a su mano, transfiriéndolos a través del corte al cuerpo del malogrado joven, mandándoles posicionarse sobre la arteria dañada, como una especie de parche interno. Luego de que atendieran al joven podría recuperarlos, dejándolos en la superficie de la piel del hombre, desprendiéndose de esta como una cáscara oscura de dermis muerta. 

Esta improvisada refacción detuvo la pérdida de sangre, estabilizando al trémulo Miguel -quien casi entró en shock-, que temblaba por la hipovolemia y la baja en su temperatura. Por la carretera no circulaba ningún microbús que les llevara al hospital más cercano. La joven cargó al malherido muchacho en sus brazos, mostrando su fortaleza, a la vez que Mirta intentaba detener algún vehículo para que les ayudara. 

La espera no fue larga, justamente pasando un taxi libre por el lugar, abordándolo de inmediato. Mirta se sentó en el asiento delantero junto al chofer, mientras la viajera metía a Miguel en el asiento trasero del automóvil cerrando la puerta detrás de este, pero la anciana le tomó del brazo, con expresión de petición de ayuda. Podía permitirse el desviarse unos ciclos de su destino, ya sabía dónde debía acudir en búsqueda de la nave, así que se embarcó junto a la abuela. 

Mirta le explicó la situación al taxista, mirando hacia el lugar del ataque donde reposaban inconscientes los maleantes, pidiéndole que se dirigiera velozmente hacia el hospital Barros Luco-Trudeau. La calle estaba despejada, llegando en pocos minutos al centro asistencial, donde ingresaron de urgencia a Miguel, pidiéndole luego los datos a la desesperada abuela. 

Se despidió del taxista, cancelándole el viaje con el dinero que guardaba siempre en caso de emergencia dentro de una antigua libreta, dejando entrever una fotografía de cuando era más joven junto a una niña; y se tomó del brazo de la joven heroína, apoyándose en ella para caminar. Se sentaron en la sala de espera, aguardando a los médicos que trataban a Miguel, esperando saber su estado. 

Repentinamente, la señal de la nave bajo drásticamente su intensidad, moviéndose al mismo tiempo, sobresaltando a la viajera, quien se levantó del asiento contiguo al de Mirta y salió disparada al exterior del hospital. La alarma se elevó rápidamente, aumentando su altura con respecto al piso, en dirección norte, dejando de transmitirse abruptamente, como si la hubieran apagado de golpe, desactivándola. 

La joven se quedó mirando el despejado cielo, estupefacta y paralizada por varios minutos, repitiéndose para sí misma la palabra correspondiente a la negación en su planeta. Estuvo a punto de encontrar la nave y a sus compañeros, de no haber ayudado al muchacho herido no los habría perdido de vista. Ahora si se encontraba varada.  

Detuvo sus pensamientos negativos, puso su mente en blanco y se relajó. No podía pensar de forma tan egoísta, el hombre herido no tenía la culpa; además, ella eligió ayudarle, nadie la obligó ni le pidió intervenir. Ya encontraría la forma de encontrar la nave, la seguridad de sus camaradas había pasado a segundo plano; si estaban muertos, no podía hacer nada por ellos. No ahora. 

El nuevo panorama le inspiró una idea, devolviéndose al lado de Mirta, que comía unas galletas recién compradas a un vendedor ambulante que se encontraba en el interior del hospital. La anciana le ofreció de su azucarada merienda a la muchacha, sacando una de estas, degustándola y analizando sus componentes como llevaba haciendo hasta ahora. Sentada junto a la abuela, se comunicó con los kozou en el interior de Miguel, ayudando en la cicatrización de su aorta.  

A pesar del tipo de injuria, el paciente había ingresado sin sangrado al hospital, similar a un corte abdominal superficial, diagnóstico que cambio al revisar la lesión. Se le atendió con premura, desinfectando la puñalada y oxigenándole. Dentro de los documentos del herido se encontraba un carnet de donante de órganos, donde estaba anotado su grupo sanguíneo, permitiendo la transfusión de sangre necesaria. 

Después de un rato aguardando en la sala de espera, una enfermera se acercó a las mujeres, hablándole a Mirta. Le comunicó que Miguel se encontraba estable, había perdido dos litros y medio de sangre, pero la pronta atención fue la determinante en que sobreviviera al ataque. La anciana recuperó el aliento perdido, calmándose los nervios que la incertidumbre de la espera le produjera. Se incorporó del asiento, queriendo ver a su nieto, pero no podía entrar en ese momento, debía esperar, sentándose de nuevo, asistida por la muchacha salvadora. 

La relajada anciana le agradeció a la viajera el haberle ayudado, como saliendo de un trance, deshaciéndose en gratitud y bendiciones para la chica, sorprendiéndola con el súbito cambio de actitud. Comenzó a preguntarle su nombre, de donde venía, donde iba, etc., notando que no comprendía lo que le hablaba, llevándole a pensar que era extranjera, sobre todo tomando en cuenta el bolso que cargaba. El estado de sus ropas le indicaba a Mirta que quizás había sufrido un accidente, podía estar extraviada o haber perdido la memoria. Quizás por eso no le entendía. 

Mirta se acercó a un enfermero que pasaba por el lugar y le explicó la supuesta situación de la muchacha, destacando la ayuda que le dispendió con su nieto y mostrándole la herida que recibió en la palma de la mano por ello. El profesional instó a la viajera a acompañarle, para curar su corte y evaluarla, tomando sus datos para corroborar si había alguien con sus características reportada como desaparecida. 

El enfermero curó la herida de la muchacha, cubriendo el corte con un gran parche de gasa estéril; mientras le preguntaba si sabía su nombre, donde estaba y la fecha actual. Al ver que la respuesta de la chica era una especie de mueca que expresaba incomprensión, comenzó a repreguntar lo mismo, esta vez en inglés, con acento un poco tosco. La respuesta fue la misma. No hablaba más idiomas e intento preguntar con mímicas, moviéndose de forma ridícula para hacerse entender, recibiendo una mirada indiferente de la muchacha, que se levantó de la camilla en la que estaba sentada y se despidió de él, moviendo la mano parchada de lado a lado. 

Salió de la habitación en que fue atendida y volvió al lado de Mirta, mostrándole el vendaje en su mano. La abuela le había guardado la última galleta a la joven, entregándosela dentro del envoltorio, retribuyéndole a la anciana al mismo tiempo con una de las frutas que le dieron los hombres de la mina del norte. Comieron en silencio, pasando lentamente el tiempo en la sala, cada una cavilando por separado.  

Mirta rezaba mentalmente para que Miguel se recuperara pronto, no merecía pasarlo más mal, le bastaba con la enfermedad de sus ojos y eso ya era terrible. La joven viajera no pensaba, calculaba. Los kozou en el cuerpo del desafortunado joven habían reparado inicialmente la arteria dañada, dejando de tarea a su cuerpo las reparaciones finales, y ahora viajaban por el torrente sanguíneo de este, revisando la estructura interna del muchacho. Esta era la nueva ocurrencia de la viajera, aprender de los habitantes del planeta a través de él, conociendo desde su interior hasta el exterior, aprehendiendo su todo. 

Miguel reposaba, durmiendo, en la camilla del hospital. La pérdida de sangre lo dejó muy débil y cansado, pero no sentía dolor alguno, producto de los calmantes que le administraron. En sus ensoñaciones se veía cayendo después de recibir la puñalada, siendo recibido en brazos de un desconocido, una silueta negra con forma humana. Tan sólo veía sus ojos, de color castaño, que con mirada penetrante le consultaba diversas cosas, sin emitir ninguna palabra. 

Despertó asustado. El sueño se le había hecho eterno, pero no recordaba de qué se trataba, sólo recordaba esos ojos inquisitivos que miraban a través de él como si fuera una delgada hoja de papel de arroz. Se encontró en la cama del hospital, en una gran habitación copada de otras camillas donde reposaban otras personas, tapado con una sábana blanca pesada.  

Era de noche ya, lo sabía por el frescor que entraba por la abertura de la ventana. Sentía su cuerpo aletargado y frío, entumecido por la posición que había guardado las últimas horas, con el abdomen adolorido por la puñalada recibida. Gritó levemente llamando a alguna enfermera que estuviera cerca, quería saber de su abuela, estaba preocupado de si había resultado herida por culpa de haber atacado a uno de esos tipos. 

No recibió respuesta en ese momento, cayendo dormido al rato por el cansancio, soñando toda la noche con la indagadora sombra, respondiendo a todas las preguntas que esta le realizó, evadiendo su voluntad completamente. Despertó por la tarde del siguiente día, sintiendo algo raro en sus ojos; acalorado, se destapó arrugando la sabana con los pies hasta el final de la camilla. No sentía dolor alguno, sólo sentía sus globos oculares latiendo, palpitantes, como si estuvieran hinchadísimos.  

Acostado de lado, en dirección a la ventana de la habitación por la que entraba el sol, abrió por fin los ojos. Sintió como si le dispararan luz directamente al cerebro, encandilándolo por un rato y divisando parcialmente donde se encontraba, cubriéndose la vista con las dos manos ante tal ataque lumínico. ¿Había visto bien? No podía ser. El habitual túnel en el que se encontraba al mirar no estaba, se había ido. Alejó las manos de sus parpados cerrados, viendo la luz a través de las delgadas membranas. 

Se acostó de espalda en la camilla y abrió definitivamente los ojos, mirando al cielo raso del hospital, visualizándolo por completo, pero de forma borrosa. Ahí estaba su abuela, de pie junto a su camilla, extrañada por la actitud de su nieto, acompañada por una alta muchacha, de tez blanca y cabello largo y oscuro. La miró absorto, analizando su ropa, su bolso, su forma; deteniéndose de repente en su mirada, debiendo agudizar la vista. Divisó esos ojos, los ojos de su sueño. 

Sin perder el contacto visual recién hecho, le habló directamente a su abuela, con la voz temblorosa, sintiendo una mezcla de terror y respeto a la muchacha.

- A... Abuela. Puedo ver, puedo ver todo de nuevo.

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