Las pruebas de la princesa

By OniVogel

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La princesa de Astien siempre ha tenido problemas para seguir los protocolos que exige la realeza, pero según... More

Prólogo: La princesa que era libre
Capítulo 1: La princesa que nunca fue libre

Capítulo 2: Veneno

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By OniVogel

No he mediado palabra en todo el desayuno, pensando en la pesadilla que he tenido. No he podido dejar de estar inquieta a pesar de que he visto a mi madre en perfecto estado. Es estúpido que me sienta así, porque sólo ha sido una pesadilla... además, ¿cómo va a gritar un árbol con la voz de mi madre?

—Es el árbol de la sabiduría.

—¿Qué?

—El árbol de tu sueño. Tal y como lo has descrito parece el árbol de la sabiduría. Estaba achacando lo que describías a tus nervios por la inminente llegada de los condes y de su hijo el petardito, pero que sueñes con el árbol de la sabiduría sin siquiera saber de él sí me inquieta.

—Será un árbol cualquiera...

—Nunca has estado en el bosque de Rewen, Beatrix, lo has descrito demasiado bien.

Como todo el castillo está en preparación para la llegada de los condes, las clases de hoy se han suspendido, así que tengo tiempo libre para pasarlo con Averet, con que esta mañana después del desayuno ensillamos nuestros caballos y cabalgamos hasta el río que rodea La Capital de Astien.

Hablamos con los pies sumergidos en el arroyo mientras vemos los peces nadar en el agua cristalina. Algunos, los más osados, incluso se acercan a nadar alrededor de nuestros pies.

—¿Y qué insinúas? ¿Que he tenido un sueño premonitorio o algo así?

—No insinúo nada, sólo me extraña.

—¿Y qué es el árbol de la sabiduría? Quiero decir, si se llama así será por algo, ¿no?

—Al parecer, muchos hombres sabios afirman que tuvieron un momento de lucidez tras un rato bajo su copa.

No contesto ni digo nada al respecto hasta un rato más tarde.

—¿Pero por qué iba a soñar yo que ese árbol grita con la voz de mi madre y empieza a pudrirse entero?

—No lo sé, a lo mejor lo viste en alguna ilustración y tu subconsciente mezcló cosas.

Frunzo el ceño y hago un mohín.

—Hace años soñé algo parecido.

—¿Hace años?

—Creo que fue la noche que puse mi segunda paleta bajo la almohada.

Averet parpadea, perplejo.

—La que se te cayó por mi culpa.

—¿En serio te sigues culpando aún por eso? Da igual, me hiciste un favor, yo quería ver al hada de los dientes. Aunque al final me quedé dormida, como siempre. En fin... esa noche soñé con el árbol y también soñé que me gritaba, pero por la mañana no le di mucha importancia, ni siquiera me acuerdo de si la voz era la misma que la de la pesadilla de anoche. Aquella fue mucho más corta que esta.

Averet hizo dos mohines, pensativo, y después relajó los hombros.

—¿Sabes qué? Creo que no debes darle importancia, probablemente no signifique nada importante.

—¿Lo dices en serio o sólo para que no me preocupe?

—Es que no le veo sentido alguno, es una pesadilla y ya está.

—Bueno...

Nos quedamos en silencio durante un rato y, como no estoy dispuesta a pasarme todo el día amargada, decido hacer algo para amenizar el tiempo.

—El agua está bien de temperatura, ¿por qué no nos damos un baño?

El cómo abre los ojos de par en par y de golpe me hace reír. Él y Romin son como la noche y el día: mientras Romin es un degenerado, mi mejor amigo siempre ha sido muy respetuoso conmigo.

—¿Qué? —digo dejando de reír, pero sin perder la sonrisa.

—No creo...

Me encanta decirle esas cosas porque se le encienden un poco las mejillas y se bloquea al hablar.

—Vamos, tengo ganas de nadar un poco —digo sin dejarle tiempo a hablar y, antes de que pueda negarse, me bajo de la orilla hasta dar con mis pies en el fondo del río.

El agua me llega a la cintura, es un río tan poco profundo que se puede cruzar a pie sin problemas, pero también es posible nadar sin chocarte contra el fondo.

Como tengo un vestido muy sencillo, de tela aún más ligera que el que tenía ayer, no tengo dificultades para moverme en el agua, así que nuevo los brazos y las piernas y miro a Averet sin perder la sonrisa.

—¿Ves? Nadie dijo que tuviésemos que quitarnos la ropa.

Él suelta un suspiro y pone cara de fastidio.

—¿Por qué me haces esas cosas? —Se queja. Yo me río.

—Porque puedo. Y porque no le veo nada de malo. Además, tú también me lo haces.

Me mira con los ojos abiertos de par en par.

—Y-Yo j-jamás haría a-algo así...

—No con ese tema, con otros. Me llamas alteza sabiendo que no me gusta. Así que mueve el culo y ven a nadar conmigo.

Él suspira, dándose por vencido, y se mete en el río.

Nadamos un rato y jugamos, salpicándonos el uno al otro. En cierto momento, como me estoy riendo, me acaba entrando agua en la boca y tengo que toser.

—Rix, ¿estás bien? —pregunta con preocupación.

—Sí —me apresuro a decir—, tranquilo.

Es increíble la diferencia que hay entre mi profesor de tiro con arco y mi mejor amigo.

El primero es serio, estricto, seguro de sus capacidades; es casi una completa transformación del chico amable, tímido y recatado, aunque Averet siempre es un poco serio.

Pero es curioso que sea mucho más pudoroso que yo, cuando lo normal es que las recatadas seamos las mujeres. A mí eso siempre me ha parecido una estupidez, aunque tampoco me mostraría así con cualquiera; Averet es mi mejor amigo, con él hay confianza.

—Deberíamos salir ya para irnos secando —propone Averet—. No creo que a tu madre le haga gracia vernos llegar mojados. Quizá piense algo que no es...

—Lo sé —concedo mientras apoyo las manos en la orilla y me impulso para salir del río.

Averet también sale fácilmente y después cogemos la cesta de pícnic que preparamos y vamos sacando la comida para ponerla sobre un mantel.

Al principio comemos en silencio, pero luego siento la necesidad de verbalizar mis pensamientos.

—Odio que el castillo esté patas arriba por la llegada de esos... esos... bueno, tú sabes.

Averet asiente.

—Al menos, gracias a eso, tenemos tiempo hoy para pasarlo juntos.

—Y lo agradezco... echo de menos cuando éramos niños y mi madre era más permisible con mis escapadas de clase... pero, volviendo al tema, me enoja mucho que estén tu madre y todos los demás empleados de cabeza con los preparativos. Esos impresentables no se merecen nada. Menos mal que al menos han contratado a más empleados...

Averet suspira.

—Vendrán, se irán y tú seguirás con tu vida. Aprovecha que estos días no tendrás clases.

—Pero tendré que atenderlos. Y... —respiro hondo— no quiero estar con Romin.

Averet me mira con el ceño fruncido. A veces se me olvida que me conoce demasiado bien como para poder ocultarle algo... en su momento me escondí hasta que me sentí mejor, pero ahora he recordado lo que pasó y creo que algo en mi voz o en mi rostro le ha chivado... alguna cosa.

—¿Pasó algo la última vez que se vieron?

—Nada raro, Romin fue un estúpido, como siempre.

Él frunce el ceño y me mira como si sospechase algo, casi siento que me está leyendo la mente.

—¿Segura?

Asiento con la cabeza.

—Pero me gustaría que nos acompañaras...

—Claro, Trix, siempre que me lo permitan...

A veces pienso que Averet es un animal salvaje enjaulado... que haría muchas más cosas de las que le permiten si no fuese un plebeyo... que sería un buen rey. Es un hombre justo y valiente, pero encadenado a la vida de servidumbre. No es justo.

—Hablaré con mis padres, seguro que se sentirán más tranquilos si estás con nosotros.

—Está bien.

Nos quedamos en silencio un buen rato.

—Ojalá me hubiese traído el arco —digo de repente.

—Es tu día de descanso, ¿para qué querrías el arco?

—Sabes que el tiro con arco para mí es más que una responsabilidad; es una escapatoria, una afición.

Disparar dianas y moverme por el campo de tiro, porque nunca me ha gustado matar animales. Sólo lo he hecho cuando su carne no se iba a desperdiciar, suelo llevarla al mercado y regalarla para que la vendan o se la coman los más necesitados.

—Pero hoy podemos hablar tranquilamente.

—Ya...

—Y volver a nuestra infancia —dice y se pone de pie rápidamente—. ¡Tú la llevas!

«¿Qué?».

Se marcha corriendo, sorprendiéndome, pero cuando me recupero de la confusión, me pongo de pie rápidamente, dispuesta a seguir el juego.

—¡Eh! —exclamo— ¡Ven aquí!

Él se ríe, lo cual me llena de energía y estoy a punto de alcanzarlo... pero él es más rápido que yo... así que planeo hacer algo. Algunos lo llamarían trampa, pero yo lo llamo estrategia.

Me tiro al suelo y cierro los ojos. No tardo mucho en oírlo.

—¿Rix? —inquiere con tono confundido y la siguiente vez que lo oigo es a mi lado— ¡Rix! ¡Rix, despierta!

Aprovecho que me está agarrando por los hombros para sujetar sus brazos y lanzarme sobre él.

Consigo reducirlo rápido haciéndole cosquillas en los costados. Se ríe como acto reflejo, pero aparte de la molestia, también está enfadado.

—¡Para, Rix, para!

Me detengo por el tono que usa y él me mira, ceñudo.

—No vuelvas a hacer algo así, me has asustado.

Hago una mueca, arrepentida.

—Lo siento...

Pero el sentimiento de culpabilidad se disipa enseguida cuando él me agarra, gira y acaba encima de mí haciéndome él las cosquillas.

—¡Eso es trampa!

—Pues como las tuyas —dice con tono suspicaz, mirándome con las cejas alzadas sin dejar de hacerme cosquillas.

—¡No era trampa, era una estrategia!

—Una muy rastrera.

—¡Para!

Finalmente se quita de encima y se sienta a mi lado.

—Un buen guerrero lucha con honor.

—Un buen guerrero debe ser inteligente.

—Bueno, tú decidirás qué va a pesar más para ti, si la moral o el deshonor.

Frunzo el ceño. ¿A qué viene hacerme sentir culpable ahora? Porque eso es lo peor de todo: que lo pone como una opción mía, pero mostrando claramente que hay una opción incorrecta y que me pesará.

—Pensé que era nuestro día libre, sin lecciones.

—Como amigo también te aconsejo.

—Eso no sonaba a mi amigo, sino al idiota de mi profesor de tiro.

Él hace una mueca y yo aparto la mirada.

—Supongo que ya nunca podremos volver a nuestra infancia —digo y doblo las rodillas para luego rodear mis piernas con ambos brazos, apoyando en ellas la barbilla—. Es imposible.

—Rix...

—No —digo negando con la cabeza, con una expresión de disgusto, como si estuviera a punto de llorar... porque, de hecho, así es—, no digas nada.

—Pero Rix, yo sólo...

—¿Por qué todos me obligan constantemente a hacer cosas que no quiero y a ser alguien que no soy? O incluso a pensar de forma diferente.

Averet se queda callado unos segundos.

—Yo no hago eso, sólo te daba un consejo.

—Lo decía por todo el mundo, por eso he dicho "todos".

—Es lo que te ha tocado, Rix...

Lo miro con gran disgusto, incrédula.

—Ya lo entiendo —digo, poniéndome de pie—. Tú puedes ser un conformista, pero yo no lo soy. Y no lo seré nunca.

Corro hacia mi yegua y me subo sin perder el tiempo en ponerme mis botas.

—Rix, espera —dice corriendo hacia mí.

—No quiero más negatividad por hoy, así que no me sigas. Es una orden. Vamos, Belicia —digo y agito las riendas para que la yegua se ponga en marcha, alejándome de mi mejor amigo.

Horas después, cuando cabalgo de vuelta al castillo, pienso que quizá he sido demasiado dura con Averet, pero a la vez creo que es demasiado sumiso; y aunque entiendo que él no tiene tantas oportunidades de rebelarse como yo, no he podido soportar escuchar esas palabras que parecían dichas para llevarme al lado sumiso en el que él se encuentra.

Averet nunca me había dicho algo así.

Llevo a Belicia a las cuadras, esperando no encontrarme con él, y subo a arreglarme para la dichosa cena.

Mis botas están junto a la puerta, así que Averet ya ha vuelto.

Al entrar en mi habitación, me encuentro con mi doncella, que acaba de prepararme la bañera... me conoce tan bien que sabía que llegaría con el tiempo justo. Ya siempre sabe cuándo comenzar con mi baño para que cuando yo llegue no esté ya fría el agua.

Y claro que llego con el tiempo justo, cuanto menos tiempo pase con el corsé, mejor.

El vestido que ha escogido mi madre para mí es de color azul claro y muy voluminoso. Es precioso, pero también parece incómodo. Lo confirmo cuando lo tengo puesto y trato de no desfallecer, pero el corsé no me deja ni respirar hondo.

Odio esto.

Ojalá la visita fuese la duquesa viuda, ella —y su marido cuando vivía— sí me cae bien, es una buena mujer, como mi madre. Por ella sí que merecería la pena sacrificarme de esta manera.

Ya vestida, calzada con tacones y con el pelo recogido en un moño, me dirijo al comedor, donde tengo que esperar a que me anuncien para entrar.

—Su alteza real, la princesa Beatrix de Astien.

«¿Dónde estará Averet?».

Entro en el comedor, donde los condes y su hijo aguardan de pie por hipócrita cortesía, aunque creo que eso es una reiteración.

«Sé que ha vuelto, y no se ha marchado de nuevo, porque su caballo estaba en las cuadras».

—Buenas noches, bienvenidos.

—Gracias, querida —dice la condesa con ese tono cursi que tiene—. No ha sido un viaje muy largo, pero estoy agotada.

La sonrisa me tiembla en la cara. Esto es estúpido, ambas sabemos que no nos gustamos nada.

—Os veis hermosa esta noche, como siempre —dice Romin.

No soy capaz de decir nada, no voy a darle las gracias; sus padres me caen mal, pero a él le tengo asco.

Por suerte, la llegada de mis padres me salva de esta incómoda situación.

—Sus Majestades, el rey Adalgrev y la reina Verena de Astien.

Hago una reverencia ante ellos y después mi madre me lleva con ella a sentarme a su lado.

Agradezco que el protocolo sea así y no me obligue a sentarme junto a mi pretendiente.

—Bienvenidos —dice mi padre—, pueden sentarse.

Todos nos sentamos y empiezan a traer la cena.

La condesa está sentada a la derecha de mi padre, su marido junto a ella y, después, Romin. Mi madre está sentada a la izquierda del rey y entre el hijo de los condes y yo hay bastante espacio. Bendita mesa rectangular larga...

—¡Bueno! ¿Cómo estás, primo?

Quizá es porque odio su carácter, pero no soporto su voz, aguda y a veces chillona.

—Muy bien, gracias, ¿y tú?

—Agotada. Pero estoy muy bien.

Mi padre es rubio, de cabeza cuadrada y el pelo cortado hasta por encima de los hombros. Tiene un porte digno de un rey y se ha afeitado, pero cuando no tenemos visita suele dejarse un poco la barba, le gusta.

—¡Ah! Romin ha traído un regalo para la princesa.

¿Qué?

—Oh, sí. Está en las cuadras, la mejor potranca de Rewen —dice él con una sonrisa de pura felicidad.

Qué falso.

Creo que va a darme un tic en el ojo mientras fuerzo una sonrisa.

—Gracias, iré a verla mañana a primera hora.

—Podríamos ir juntos.

Se me hace un nudo en el estómago, no sé si podré comer así. Sin embargo, todos los demás comensales, menos la condesa, han empezado ya.

—Claro, avisaré al caballerizo.

—No creo que sea necesario.

—Claro que sí, él es el encargado de las cuadras y debe supervisar lo que sale y lo que entra en ellas.

Ahí está su cara de asco, ya tardaba en salir.

—Tenéis razón.

«No pienso volver a quedarme a solas contigo nunca más».

Un quejido me distrae. Viene de la condesa, cómo no.

—¡Esto está ardiendo! —grita, furiosa, y le lanza una mirada asesina al criado que espera en la entrada— ¡¿Cómo te atreves?!

Para cuando tira el plato de la mesa, yo ya estoy agarrando la falda de mi vestido con fuerza por los nervios.

—Ceolma —dice mi padre, serio—, si vuelves a romper otra pieza, reemplazaré la vajilla entera y saldrá de tu fortuna. Siempre haces lo mismo.

—¡Adalgrev, es que siempre hacen algo mal! ¡Son unos incompetentes!

—Al menos ellos saben ganarse la vida honestamente —digo. No he podido aguantarme más.

La mirada de la condesa se dirige a mí mientras entrecierra los ojos.

—¿Qué insinúas, Beatrix?

—No insinúo nada, creo que he sido bastante clara.

—Beatrix, ya basta —interviene mi padre.

—Padre, estoy harta de que siempre les falte el respeto a nuestros criados, ellos no se merecen esto.

—Lo sé, hija, pero yo me encargo de esto.

—Parece que tu hija aún no ha aprendido cómo debe comportarse una princesa.

«¡¿Pero cómo se atreve?!».

—Ya basta, Ceolma —dice mi padre, alzando la voz—, mi hija sabe suficiente, tiene carácter y es justa, no ve a nadie como un ser inferior. Eso la convertirá en una buena reina, querida por el pueblo.

Que mi padre me esté defendiendo de esa manera me reconforta lo suficiente como para relajarme un poco.

—Yo...

—No he terminado de hablar, Ceolma.

«¡Así, padre, muy bien!».

—A lo que voy es, ya que ha surgido el tema, a que será una gran reina, sin necesidad de tener un rey a su lado, y mucho menos si ha crecido con una educación que has puesto tú. Por lo tanto, no voy a darle a Romin la mano de Beatrix. Ella se casará con quien quiera cuando quiera.

Estoy asombrada. Mi padre ha sido muy osado. Se ha instalado el silencio en la estancia, y es ahora cuando me doy cuenta de que mi madre ha estado muy callada. Normalmente no habla mucho en estas ocasiones —o al menos no durante las discusiones—, pero suele hacerlo para regañarme o calmar el ambiente. Sin embargo, no ha dicho nada en ningún momento y cuando miro hacia ella veo que tiene una cara de incomodidad que nunca le había visto.

—¿Madre? —inquiero y ella me mira con confusión.

Intenta decir algo, pero sólo balbucea... y después se dobla sobre sí misma y grita.

Abro los ojos de par en par y me levanto con tal brusquedad que tiro mi propia silla.

—¡Madre, ¿qué te ocurre?!

—Verena —dice mi padre y entonces ella se retuerce y se acaba cayendo al suelo.

Miro hacia el criado para pedirle que llame al médico real, pero supongo que ha actuado por su cuenta, porque ya no está.

Cuando vuelvo la mirada a mi madre, veo que mi padre se ha arrodillado a su lado y la ha recogido entre sus brazos. Y ella... ella tiene los ojos cerrados.

Me arrodillo a su lado y la tomo de la mano.

—Verena, mi amor... —dice mi padre con la voz temblorosa.

Yo, a pesar de mis nervios, veo que mi madre no respira. Lo primero que se me ocurre es tentar la mesa para coger el cuchillo más afilado y empezar a cortarle el escote del vestido.

—Beatrix, ¿qué haces? —inquiere mi padre.

—El corsé, no puede respirar. Ayúdame, por favor.

Tiró de la tela para romperla y después corto el corsé y es mi padre quien lo rompe.

Mi madre da una gran bocanada de aire, pero no se despierta...

Miro a mi padre, con la esperanza de que me diga qué está pasando, pero él está muy consternado.

El médico irrumpe en la sala seguido de varios criados, entre ellos, Averet. Mira hacia aquí y su rostro serio se torna en uno de tristeza.

Me aparto de mi madre sólo para dejarle espacio al médico.

Ya de pie, me abrazo a mi padre, que acaricia mi cabeza. Tengo la cabeza pegada a su pecho, así que puedo notar lo rápido y fuerte que le late el corazón... el mío debe de estar igual.

—¿Qué le ocurre a su majestad? —inquiere la condesa con la voz temblorosa, pero nadie le responde. El médico está concentrado en examinar a mi madre. Yo ni siquiera puedo apartar la vista de ella.

—Le abrimos el corsé porque no respiraba. —Le explico.

—Han hecho bien, alteza —responde sin dejar de atender a mi madre.

Al final frunce el ceño y hace una mueca, luego rebusca algo en su bolsa y saca un frasquito.

—A simple vista no sé qué ha ocurrido, pero parece que ha sido envenenada. Le daré este antídoto y si mañana no está mejor tendré que volver a examinarla.

«¿Envenenada?».

Miro hacia el plato de mi madre... Apenas lo tocó. ¿Se sintió tan mal desde el principio? Y yo no me di cuenta...

—Necesito que alguien le sujete la cabeza hacia atrás para que el líquido baje bien.

—Yo lo haré —digo soltando a mi padre y agachándome de nuevo al lado de mi madre.

La sujeto como el médico ha indicado y justo cuando va a verter el líquido en su boca, algo horrible sucede.

La piel de mi madre palidece y las venas se le hinchan tanto que le sobresalen, formando un relieve. Suelto un grito del susto.

—¡Madre!

—¡Beatrix, ven aquí! —exclama mi padre y me aleja de ella.

—Dios santo... —dice el médico— Esto no es un veneno corriente... es magia negra.

—¿... Qué? —Es lo único que soy capaz de decir.

Han llevado a mi madre a sus aposentos, las doncellas le han soltado el pelo y puesto un camisón, y el castillo está patas arriba. Mi padre ahora mismo no se fía de que nadie la mantenga a salvo, así que estamos reunidos en la habitación en la que duermen, lo cual es un tanto extraño.

Hay varios consejeros y guardias, algunos caballeros, los condes, Romin y Averet. Las cosas no van bien.

—Mi madre no es una asesina y jamás haría algo que perjudicara a la familia real —dice mi amigo cuando Ceolma ha acusado a su madre de haber embrujado a la mía por ser la jefa de la cocina.

—Yo abogo por Riliam, padre, ella no nos haría daño.

—Lo sé, Beatrix, pero Ceolma tiene siempre esa mala costumbre de interrumpir y atacar al servicio —dice mi padre y se gira hacia uno de los guardias, que acaba de llegar—. ¿Han apresado a todos los cocineros que contratamos para hoy?

—Sí, Majestad, y creo que tenemos al culpable.

Lo miro con sorpresa.

—Explícate —pide mi padre.

—Estaba huyendo.

—Quiero hablar con él.

—Venid conmigo, aunque os advierto que no parece estar en sus cabales.

Cuando mi padre se apresura a seguir al guardia, yo hago lo mismo, pero entonces él se gira para mirarme.

—Beatrix, tú quédate aquí.

—Yo también quiero hablar con él, padre.

—No, tú quédate aquí con tu madre.

—Pero padre...

—No me hagas repetirlo. Tú cuidarás de ella.

Mi madre es la que suele regañarme, pero mi padre también tiene mucho carácter e impone; y no lo demuestra, pero ahora mismo está furioso. No por mí, evidentemente, sino por lo que le han hecho a mi madre.

Mientras todo el mundo, menos Averet, se va, yo me giro hacia ella. Es horrible verla así... casi parece muerta.

—¿Puedo quedarme? —inquiere Averet con tono inseguro.

—Sí.

Él no dice nada y tampoco se mueve. Yo respiro hondo y me siento en la cama, aunque no sé si tocarla. Mi padre se asustó y me apartó antes... pero ni él sabe lo que le pasa a mi madre. Magia negra, ¿por qué usaría alguien magia negra con mi madre?

—Han dicho que no está en sus cabales —digo—. ¿Cómo no se dieron cuenta cuando lo contrataron?

—No lo sé... —empieza a decir Averet, pero se interrumpe cuando me levanto. Supongo que mis intenciones de abandonar la estancia son claras— Beatrix, ¿qué haces?

No le respondo, sólo abro la puerta y miro a ambos lados. No hay nadie. Desde luego la desconfianza de mi padre es muy grande.

—Beatrix, ¿a dónde vas?

—A las mazmorras, cuida de mi madre.

Intento salir sin abrir demasiado la puerta, por las prisas, pero la maldita falda del vestido me lo impide. Bufo y me levanto la falda —de espaldas aún a Averet— para quitarme el dichoso y molesto cancán.

—Rix, no puedo quedarme aquí a solas con tu madre, sería muy extraño.

—Pues ven conmigo, nadie va a venir ahora.

Sin el cancán, la falda cae más lacia y tengo menos peso que soportar. Después me descalzo, prefiero ir sin zapatos que con tacones, además, el suelo del castillo está limpio y no es accidentado como el del bosque, y allí he estado descalza muchas veces en mi vida.

—Tu padre...

—Ya sé lo que me dijo —lo interrumpo.

Él respira hondo.

—Está bien, vamos —dice finalmente e incluso sale antes que yo.

Antes de abandonar la estancia, le echo un último vistazo a mi madre. Hago una mueca y cierro tras de mí.

Averet y yo corremos hacia las mazmorras sin que nadie nos detenga. La cosa está mal, hay gente deambulando y cuchicheando por los pasillos y los guardias están intentando mantener el orden sin mucho éxito.

Cuando estamos llegando al sitio al que nos dirigimos, empiezo a temer que no nos dejen pasar, pero ni siquiera hay guardias en la entrada. Tampoco me sorprende, si mi padre va acompañado de varios de ellos y ese tipo es el único prisionero de nuestro castillo... Miro a Averet y él me devuelve la mirada. No nos decimos nada, simplemente compartimos el gesto de complicidad y luego nos acercamos a la zona de las celdas.

Mi padre y los guardias están de espaldas a las rejas, dentro de la celda del presunto culpable, así que sólo tenemos que cuidarnos de la mirada de este, aunque no parece atento a nosotros ni a nada que esté fuera. Mira a mi padre con una sonrisa lunática que me da escalofríos...

—Te ordeno que respondas. ¿Quién eres y por qué has envenenado a la reina?

—¿Por qué... has envenenado... a la reina? —repite el hombre y se ríe.

Oigo la respiración fuerte de mi padre, lo que significa que se está conteniendo para no perder los estribos.

—No repitas lo que digo y respóndeme o podrías ser severamente castigado.

Mi padre impone mucho cuando se enfada, ahora mismo suena muy amenazador con ese tono que usa, pero al reo no parece importarle en absoluto. Sus ojos hinchados, que parece que se le van a salir de las cuencas, están húmedos, como si hubiese estado llorando hace tan sólo unos segundos. Y su rostro está lleno de gotas de sudor, quizá por haber estado huyendo.

—La reina ha sido hechizada y morirá pronto si la magia negra no es eliminada —canturrea, haciendo que se me pongan los pelos de punta.

—¡Ya basta! —grita mi padre.

—El rey se pone nervioso, a su reina no ayuda, qué poco caballeroso —sigue canturreando y se vuelve a reír.

Entonces mi padre desenvaina su espada, que lleva ceñida al cinturón desde que salimos del comedor, y pone la punta contra el cuello del hombre.

—Dime ahora mismo cómo curar a la reina —dice casi gritando—, ¡DÍMELO!

El hombre se ríe... y su risa es cada vez más estridente, desquiciada y espeluznante. Y como una música tensa que precede a un momento agitado, el hombre se agarra a la espada con las dos manos —con tanta fuerza que puedo ver cómo le sangran—, echa la cabeza hacia atrás y después se mueve bruscamente hacia adelante, atravesando su propio cuello con la hoja del arma.

Suelto un grito y retrocedo con las manos en la boca. Y ya no veo nada más porque escondo la cara en el pecho de mi mejor amigo, que me rodea con sus brazos mientras yo hiperventilo. No me puedo creer lo que acabo de ver, jamás pensé que alguna vez presenciaría algo así... y eso que he visto morir animales.

—Beatrix, te dije que no vinieses aquí —oigo decir a mi padre—. Llévenla a su dormitorio, necesita descansar. Ustedes tres montarán guardia en la habitación real, si algo le sucede a la reina, responderán ante mí; los consejeros vendrán conmigo, esta noche no dormiremos. Debemos pensar qué podemos hacer.

Entonces me viene algo a la mente que no sé cómo no había pensado antes.

—Padre —me apresuro a decir, antes de que se aleje de mí—, tengo que hablar contigo.

—Ahora no, Beatrix. Estoy muy disgustado y no es el mejor momento para que compartamos una conversación, ve a tu dormitorio.

—Pero padre, puedo ayudar, puedo ir a buscar una cura para...

—Tú no vas a ir a ninguna parte, ¿te has vuelto loca?

—¡Claro que no, pero puedo ayudar!

—Ya basta, Beatrix.

—¡No, tienes que escucharme!

—¡He dicho que ya basta! Ya me has desobedecido suficiente, ve a tu dormitorio y no salgas de allí. Es una orden.

Me quedo clavada en el sitio, impresionada por la reacción de mi padre, que nunca me había hablado así. Y menos cuando he intentado hacer algo bueno. Hace menos de una hora le hablaba bien de mí a la condesa y ahora... ahora me ha hablado como si se sintiese decepcionado conmigo.

Frunzo los labios y empiezo a andar hacia mi habitación, seguida por los guardias y Averet. No digo ni una palabra durante el camino, pero cuando llego, me dirijo a los guardias para decirles que Averet entrará conmigo.

—El rey dijo que yo no podía salir, no que nadie pudiera entrar —digo antes de que alguno de los guardias replique. Ellos se miran entre sí y finalmente se quedan a cada lado de mi puerta en silencio.

Me siento en mi cama, sin mediar una sola palabra más, y me quedo mirando el suelo. ¿Cómo ha podido terminar tan mal esta noche? ¿Y quién era ese chiflado? ¿Por qué le ha hecho esto a mi madre? ¿Simple locura?

—Siéntate, no tienes que quedarte de pie. —Le digo a Averet, que desde que entramos se ha mantenido de pie, cerca de mí.

—Rix... ¿estás bien? Por lo que hemos visto ahí abajo...

—Estoy bien. Sólo estoy algo conmocionada porque no me lo esperaba y... tampoco me esperaba la reacción de mi padre. Sé sincero, ¿crees que su reacción ha sido normal? Sé que le he desobedecido, pero sólo quería ayudar.

No tarda ni un segundo en responder.

—El rey está nervioso porque no quiere perder a la reina. Ha visto que la única pista para salvarla se le ha escurrido y ahora está frustrado. Lo ha pagado contigo y no está bien.

Sé que está siendo honesto, él siempre lo es conmigo.

Asiento con la cabeza y vuelvo a mirar el suelo.

—Gracias... —respiro hondo, o al menos lo intento, pues el corsé me está mortificando— Tengo que hacer algo, Ave, no puedo quedarme aquí de brazos cruzados.

—¿Y qué pretendes hacer?

—Ir a buscar el árbol de la sabiduría.

—¿Qué?

—Eran sueños premonitorios, Ave, desde que tenía seis años algo me estaba avisando de que esto sucedería. El árbol gritaba de dolor con la voz de mi madre y se pudría... igual que le está pasando a ella... tengo miedo de dejar pasar el tiempo, ¿y si no aguanta mucho así? —de sólo pensarlo se me saltan las lágrimas— No quiero que se muera, Ave, y mucho menos quiero cruzarme de brazos sólo porque el rey está enfadado y no quiere escucharme.

—Pero Rix... ¿cómo vas a ir a buscar el árbol de la sabiduría? Nunca has salido de La Capital.

—Pero tú, sí.

—Rix, no creo que sea buena idea... Eres muy joven aún y...

—Tú también lo eras cuando te fuiste a explorar el mundo.

—Mira, esperemos a por la mañana, si tu padre no ha trazado un buen plan para entonces, podemos proponerle algo. Pero no puedes salir en medio de la noche, sin provisiones ni nada. Irte a lo loco no serviría de nada, hay que trazar un plan.

Hago una mueca y desvío la mirada.

—Tienes razón... —respiro hondo— En fin, avisa a la doncella para que venga a liberarme de esta maldición que me aprisiona el cuerpo, por favor. Necesito dormir.

—Vale —responde él tras unos segundos—. Antes de irme... ¿puedo... darte un abrazo?

Ante tal pregunta, alzo la mirada y después me levanto y me acerco a él para abrazarlo.

—¿Desde cuándo has necesitado permiso para hacer eso? —Le reprocho.

—Temía que siguieses enfadada por lo de antes... —casi susurra mientras me abraza de vuelta.

—Exageré. Lo siento. Estaba frustrada por culpa de los condes y de Romin —me explico y cierro los ojos—. Supongo que me viene de mi padre...

Cuando se separa de mí, toma mi rostro entre sus manos y con los pulgares me seca las lágrimas.

—Tu madre se salvará, ya lo verás —dice antes de soltarme y después se marcha.

Un rato más tarde viene una doncella con los ojos hinchados, claramente de llorar. Eso deja más que claro que la gente ama a mis padres... hasta el punto de llorarles si están enfermos... o moribundos.

Se me hace un nudo en el estómago tan horrible que apenas me molestan los apretones que la doncella me da sin querer al intentar quitarme el corsé. Ya con el camisón puesto, me meto en la cama, donde ella me arropa como hace siempre que estoy triste. Es una mujer agradable que me conoce desde que nací y me trata casi como si fuese su nieta.

—Gracias, Yeona.

—Espero que puedas descansar, mi niña.

Cuando se marcha cierro los ojos, aunque no tengo intenciones de siquiera intentar dormir. Estoy pensando en cómo lo haré, cómo saldré de aquí sin que nadie pueda detenerme.

No debería ser muy difícil...

Bajar por la ventana, como siempre que me escapo al bosque, ir allí a buscar mi arco y mi carcaj y luego ir a las caballerizas a por Belicia. Después... que el destino sea el que tenga que ser.

Tras un largo rato en la cama, pues quiero que piensen que me he quedado dormida, abro mi vestidor intentando no hacer ruido y agradeciendo que Yeona dejase una vela encendida para evitar que los guardias noten un cambio de luz en la estancia.

Me pongo unos pantalones y una camisa con los que estaré cómoda y después me abrigo con una chaqueta que uso cuando salgo en invierno. Me hago una trenza lo mejor que puedo y después me calzo con mis adoradas y confortables botas.

Voy hacia la ventana y la abro con cuidado, doy la espalda al vacío y después empiezo a bajar por una enredadera que creció durante años por la pared del castillo y se volvió tan sólida que me permitió empezar a escaparme al bosque hace unos años. Al principio me daba miedo aquello, pero lo vencí tras unos cuantos intentos.

Bajo con seguridad y cuando mis pies tocan tierra firme, corro y me adentro en el bosque hasta llegar al lugar en el que siempre escondo mi querido arco. Me lo cuelgo a la espalda sobre el carcaj y después corro hacia las caballerizas.

Los dos guardias hacen su paseo rutinario por la zona, sólo tengo que esperar a que ninguno esté mirando hacia donde voy yo y entonces me echo a correr. Veo a Belicia en su cubículo, parece que está dormitando, pero cuando me acerco a ella mis planes parecen venirse abajo... pues alguien me sujeta por la espalda con un brazo y me tapa la boca con la otra mano.

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