Capítulo 1: La princesa que nunca fue libre

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A menudo echo de menos mi infancia. Al menos entonces no me daba cuenta de todo lo que se me venía encima a pesar de que me exigieran cultivarme en diferentes aptitudes como el baile, el tiro con arco, la hípica y algo que iba acompañado de la hipocresía —y que, por lo tanto, odio—: los buenos modales. Hasta ahora he aprendido todo eso, pero eso de ser una princesa delicada, adorable y bien portada se me resiste. No puedo soportarlo... y menos con lo que se avecina.

Está previsto que mañana lleguen de Rewen, la ciudad más cercana a La Capital —donde se encuentra el palacio en el que vivo—, la prima de mi padre y su esposo, los condes de Rewen. Lo único bueno de eso es que no los acompañará su hijo, con quien pretenden casarme y alguien a quien detesto. La última vez que lo vi fue hace un año y el muy desgraciado intentó propasarse conmigo. No se lo conté a nadie, pero me libré de él dándole un puñetazo.

Mi padre se ha estado resistiendo a prometerme en matrimonio con él, después de todo, le sigo importando más que un protocolo real. A él no le gusta Romin, ni siquiera le caen bien sus padres, se ve a kilómetros de distancia que sólo buscan poder y es evidente que no pueden subir al poder sin más porque yo estoy primero en la línea de sucesión y, después de mí, aún hay unos cuantos más antes que la condesa.

Además, no sería una buena reina porque es una déspota. No es como mi madre, que tiene algo más aparte de porte y elegancia. La reina es una mujer amable, cercana a sus súbditos, inteligente y comprensiva. El día que me toque reinar me gustaría ser como ella, aunque yo sea más práctica que educada. Pero sé que eso no importa, sé que le caigo bien a mucha gente y que, de suceder algo malo, me apoyarían.

El ocaso acaba de empezar y, aunque suele gustarme quedarme viéndolo, hoy no tengo ganas para ello. Suelo ser valiente en muchas situaciones, pero ahora mismo estoy asustada y no sé cómo luchar contra este miedo.

Me retiro del balcón de mi dormitorio y después salgo al pasillo en busca de alguien en quien puedo hallar algo de consuelo.

Aunque mi padre me quiera, es un rey pacífico y seguramente evitará entrar en guerra a toda costa. Nadie lo ha dicho explícitamente, pero sospecho que los condes no se quedarán de brazos cruzados para siempre, si mi padre no les da lo que quieren podrían declararle la guerra. Y el rey tiene muchos súbditos fieles, pero seguro que los condes tienen mercenarios.

He pensado que, de ver cualquier actitud de rebelión, mi padre podría quitarles el título y la fortuna a los condes de Rewen —de ese modo no serían capaces de contratar a nadie—... pero mis lecciones aún no han concluido y no estoy segura de si él puede hacer eso.

Irónicamente, hasta el rey puede padecer el yugo de la ley.

Corro hacia las caballerizas, porque a esta hora lo más probable es que Averet esté allí.

Si tuviese que ir a diario con el mismo vestuario que en las fiestas, no podría hacer esto y probablemente me tiraría desde mi balcón. Suelo prescindir del corsé y ahora mismo tengo un vestido muy sencillo para estar cómoda, de color negro; la parte de arriba parece una chaquetilla militar, con hojas de laurel doradas bordadas en el pecho y en las mangas.

Muchas veces llevo el pelo en dos trenzas, aún me siguen llamando "la niña de las trenzas", pero ahora lo tengo suelto y me cae ondulado hasta la cintura.

La tierra se levanta bajo mis pies cuando salgo del castillo, pero ya estoy acostumbrada porque tras el castillo hay un bosque y suelo pasar mi tiempo libre dentro de él.

Entro en la cuadra en la que se guardan los caballos de los soldados, pero no le veo aquí, aunque su caballo sí está. Le acaricio la testuz y la cara suavemente, dedicándole una sonrisa.

Las pruebas de la princesaWhere stories live. Discover now