Valores y Reinos (Parte I) ©

By Manurevilla

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Cuando la pequeña villa de Thelín es atacada por los dragones una noche, nada hacía pensar a la familia del c... More

Agradecimientos
LA LEYENDA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39

Capítulo 7

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By Manurevilla


Greg y sus guardianes personales salieron por la puerta bajo la embelesada mirada de los habitantes de Alkintur. Los cuatro hermanos, situados entre la columna de soldados y los carros de abastecimiento, comenzaron a caminar nerviosos buscando a Esteban. No podían irse de allí sin él, pero provocar otro altercado solo valdría para que alguno o todos acabasen muertos.

Esteban avanzaba entre la multitud de humanos curiosos que se habían aglomerado para ver partir a los orcos. Furiosos codazos y enérgicos empujones le hicieron falta para llegar a la primera fila.

—¡Eh!, ¡Reo!, ¡Bertrán! —gritó—, ¡Hermanos... no me dejéis! —las lágrimas no paraban de brotar de sus ojos.

Los soldados de Leandro contuvieron a la multitud, arrastrándola hacia atrás con ayuda de picas y alabardas. Pero Roque logró ver a su hermano y avisó a los demás.

—¡Esteban, vamos con los orcos! —gritó Roque—. Deberás quedarte aquí con los demás.

—Vendremos en cuanto podamos —añadió Reo.

—¿A dónde os llevan? —gritó desesperado Esteban.

—No sabemos, pero no te preocupes, estaremos bien —dijo Roque tratando de ser optimista.

—¡Cuídate y sé fuerte!, ¡iremos a buscarte! —fue lo último que pudo decir Reo antes de verse arrastrado fuera de la fortaleza.

Bénim y Bertrán solo pudieron hacer gestos de despedida moviendo los brazos sin poder hablar de la emoción.

Al desaparecer sus hermanos tras la puerta, una gran oleada de angustia invadió al muchacho. ¡Antes que quedarse allí, prefería la muerte! Observó que la columna se dirigía hacia el Oeste y las primeras filas de soldados se dejaban entrever por la entrada secundaria de los trabajadores. Nervioso y acuciado por las prisas, comenzó a elaborar un desesperado plan: debía escabullirse del cerco de soldados, llegar hasta el pasaje y salir de la fortaleza, después se escondería en uno de los carros y se iría con sus hermanos. Dando grandes zancadas llegó hasta el punto más cercano a la salida que pudo alcanzar, pero los soldados de Alkintur observaban a los rehenes con atención y Esteban no tuvo más opción que quedarse al lado de uno esperando su ocasión.

Sorprendentemente y ayudado por el azar, un fuerte golpe acompañado de un grito de dolor llamó la atención de la gente, desviando sus miradas. Un hombre algo ebrio que se había subido al tejado de su casa para poder ver salir la columna orca, se había precipitado al suelo al ceder bajo sus pies las tejas que lo soportaban. Sin pensárselo dos veces, Esteban aprovechó la oportunidad y con un rápido movimiento bordeó al soldado y avanzó hacia el pasaje con disimulo. Asustado, comprobó que no había nada por donde ocultarse hasta llegar a él así que, con un rápido impulso, cogió una brazada de paja que había por el suelo y deseó ser confundido con algún trabajador.

Sintió alivio cuando entró en la oscuridad del pasillo y el frescor le enfrió el sudor. El muchacho trataba de ocultar su cara con el fardo de paja y con ayuda de la sombra pasar desapercibido, pues le parecía que cada una de las personas que se encontraba por el corredor le miraba con suspicacia, que sabía de sus planes y que le detendría al pasar a su lado, pero nada de eso ocurrió y en unos segundos, que le parecieron eternos, llegó a la salida.

En ese momento pasaban frente a él, a una distancia de cincuenta metros, los seis últimos carros del convoy. Esteban pensó que estaba lejos todavía para correr hacia ellos, así que se puso a caminar paralelamente a los carros. No llevaba muchos pasos cuando se dio cuenta de que el ritmo de la columna iba tan deprisa que ya le habían adelantado un par de carros, y asustado comprobó que las oportunidades de subirse a alguno de ellos decrecían con rapidez. Apretó el paso y trazó una diagonal para ir acercándose al convoy. Esteban no quería dar la sensación de que estaba corriendo pero tenía que dar grandes zancadas para no quedarse atrás. Con la cara enrojecida por el esfuerzo de ir casi corriendo, con un fardo de paja en posición un tanto incómoda, Esteban se percató de que estaba ya a unos tres metros del último carro. Con cierto nerviosismo decidió que era el momento de tirar la paja y saltar lo más rápido que pudiese dentro del carro. En ese momento oyó desde las murallas de la fortaleza un grito que no llegó a entender. Sin atreverse a mirar atrás pensó que sería imposible que ese grito fuera dirigido a él, un crío, y deseó que con todos los campesinos que había dentro, nadie se hubiera percatado de su plan. Anduvo unos segundos más cerca del último carro y en un visto y no visto, arrojó el fardo de paja y saltó al carro. Tras el impulso quedó apoyado con un pie en la plataforma mientras que con su mano siniestra se aferraba fuertemente al lateral. Tan solo le quedaba dar un último impulso para colarse dentro, cuando sintió de pronto que algo le agarraba de su camisola y que, de un fuerte tirón, le hacía soltarse violentamente del asidero, arrojándole de espaldas al suelo. Dolorido se revolvió para ver quién había sido, pero solo pudo intuir la rápida figura de un humano que le asestaba un terrible golpe en la cabeza con el puño enfundado en un guantelete de hierro.

Mientras Esteban caía desvanecido en el suelo, los carros, inmutables, prosiguieron su marcha tras los orcos.

Los cuatro hermanos caminaban desolados y en silencio, nadie de la columna se había percatado del intento frustrado de polizón del muchacho, ni tan siquiera el orco que dirigía el carro. A lo largo de la mañana y hasta bien entrada la tarde, bordearon el extremo Norte de la sierra del Codo sin realizar ninguna parada. Los estómagos de los humanos empezaron a notar que la energía del gartra que habían comido ayer se agotaba al ser usada por sus músculos. El ritmo era más duro que cuando estaban con los demás campesinos, pero sin el malestar que les producían las ataduras. Con una mayor movilidad de brazos y sin la necesidad de tirar del más lento, el camino se iba recorriendo con más comodidad. En un momento determinado, se percataron de que la vanguardia de la columna se hacía a un lado del camino y que poco a poco todo el convoy quedó orillado a la diestra. Los cuatro hermanos detuvieron sus pasos ante la orden de un gordo orco con una pluma roja en el casco que recorrió la columna a caballo de principio a fin. Durante todo el día las lágrimas habían ido inundando los ojos de los jóvenes y varias preguntas aparecían una y otra vez en sus mentes. ¿Estará bien Esteban? ¿Hemos hecho bien en dejarle allí? ¿Qué diría madre si se enterase de esto? ¿Qué hubiera hecho padre? Bertrán se sentó en el suelo, y los demás le siguieron. Apenas habían hablado entre ellos desde que comenzaron el nuevo trayecto.

—¡Esto es horrible! Siento que he traicionado a Esteban —dijo Bertrán, removiendo la arena con la mano.

—Seguro que está asustado, espero que se una a mis amigos —dijo Bénim.

—Ya, pero... ¿y si en los próximos días no come y se debilita? ¡Los orcos lo abandonarán! —replicó Bertrán mirando a todos.

—Será mejor no pensar en esas cosas —dijo Roque—. Seguro que se las apañará bien, ya no es un niño.

Sin que ellos se percataran, un orco de grandes colmillos se acercó e interrumpiéndoles de golpe la conversación gritó:

—¿Creéis que la comida se va a preparar sola? ¡Id a buscar leña para las hogueras ahora mismo!

El orco señaló con violencia los árboles próximos y se aproximó con grandes zancadas al siguiente grupo de hombres para que ayudaran a los cocineros a mover los grandes pucheros y tomaran de los carros los alimentos que necesitaran. Los muchachos se pusieron en pie de un salto y, abandonando sus sacos allí mismo, se dedicaron a recoger todas las ramas y cortezas que había por los alrededores.

Las sombras les envolvieron mientras finalizaban su tarea y maravillados vieron cómo de pronto los orcos encendieron grandes antorchas clavadas en el suelo, delimitando así la forma del improvisado campamento.

La cena fue algo excepcional, pues al contrario de lo que parecía, los cocineros orcos no hicieron su guiso de gartra, sino que cogieron de los carros los alimentos perecederos que habían cargado en Alkintur y los empezaron a preparar con una rapidez prodigiosa. Los humanos se sintieron hechizados por los ricos olores que iban flotando alrededor del convoy. Chuletas de cerdo a la parrilla, y ricas hogazas de pan fueron repartidas a las tropas, incluyendo además varias piezas de fruta, como manzanas y peras, en cada cuenco.

La moral de los orcos aumentó esa noche ya que, tras haber salido tan precipitadamente de la fortaleza, habían quedado algo desconcertados. Pero más todavía subió la de los humanos que comieron lo de sus platos, y hasta los restos que dejaron los soldados, saciando al fin su desmesurada hambre.

Tras la reconfortante cena, tanto a los orcos como a los humanos les invadió un placentero sueño, y recostados al lado de los carros, en la orilla del camino encontraron el descanso. Pronto, tan solo se escuchó en el campamento los pasos de media docena de centinelas, junto con el canto de los animales nocturnos.

Bien entrada la noche los centinelas vieron acercarse por el camino a una figura. Se trataba de un orco a caballo que venía al galope hasta que estuvo a una distancia prudencial del campamento, donde detuvo a su montura y se identificó. Los centinelas comprobaron que se trataba de un mensajero real, que traía un mensaje urgente para Greg. Un centinela le acompañó hasta la tienda del ministro y pidió a su guardia personal que comunicase al pesquisidor la visita del mensajero.

El gran orco tenía un sueño liviano, pues las grandes responsabilidades que tenía le impedían dormir profundamente desde hacía ya muchos años. Así que para cuando entró su guardián, Greg ya se encontraba en pie junto a la puerta.

El mensajero le entregó sin dilación un pergamino que traía cuidadosamente guardado en un estuche tubular de cuero duro, y tras una ligera reverencia se retiró dando cuatro pasos hacia atrás.

—Que den alimento y descanso a este orco —le ordenó al centinela que le había acompañado hasta la tienda.

—Como Máximo desee —contestó el centinela, y dicho esto le pidió al mensajero que le siguiera.

Una vez los vio alejarse y se hubo quedado solo, se acercó a una lucerna para observar el pergamino.

Greg sabía de sobra de quién era el mensaje sin necesidad de ver el dibujo del sello, pero de lo que dudaba era del contenido. Para eliminar sus sospechas se dispuso a leerlo inmediatamente. Pasó el dedo por el borde y rompió el sello de cera con dos leones contra pasando inscritos en él.

«Máximo, debéis disculpar mi tardanza en el regreso a la torre de Aymeric pero el conde de Torviso se mostró reacio en todo momento a mi estancia en sus tierras y en última instancia se negó a entregarme a sus villanos, aludiendo que, por ser sus tierras y montañas en buena parte yermas y hacer germinar las semillas requerirle mucho sudor y sacrificio, la falta de uno solo de sus villanos le provocaría muchas carencias en alimentos y recursos. Dijo de poder ayudarnos a cambio con madera y piedra, que allí abundan, así como con algo de dinero, a lo que yo no accedí. Así que tras yo insistirle en que todos los condados del reino debían de dar su tributo en villanos al rey y que ninguno de ellos quedaría sin hacerlo, osó expulsarme de su castillo. No contento con esto, mandó a sus tropas rodearnos a mí y a mis soldados y nos amenazó con atacarnos si no salíamos de su territorio inmediatamente. Solo la llegada de la maga humana y sus dragones negros le hicieron cambiar de opinión».

Greg interrumpió su lectura ofendido.

—¡Estúpido conde Braulio! ¡Quién se cree que es para expulsar a los soldados del rey! ¿Realmente piensa que puede desobedecer a Khron? Su acción será declarada traición.

Greg prosiguió leyendo.

«Tras ahuyentar a sus tropas que estaban en campo abierto e incendiar su castillo, el conde enmendó su error e hizo llamar a sus aldeanos. En total nos entregó ciento cincuenta y cuatro hombres, todos ellos jóvenes y válidos».

—Eres un conde despreciable, indigno de tu cargo —añadió.

«He de informaros que durante el ataque al castillo, la condesa y varios de sus sirvientes que allí se encontraban murieron quemados. Juzgad mi señor si no es merecido castigo por sus actos. Mi llegada a la fortaleza de Alkintur acaeció poco después del mediodía, donde se me comunicaron mis nuevas órdenes. Tengo a buen recaudo el cofre con los pergaminos. Por mi vida juro que todos serán entregados y los hombres llevados sanos y salvos a Khronia.

Os deseo que resolváis con toda virtud la misión que os aleja de aquí. Se despide vuestro leal lugarteniente, Óscar».

Con unos rápidos giros de muñeca Greg volvió a enrollar el pergamino y se quedó mirando a las dos mitades del sello de Óscar. Las juntó con las manos para fijarse nuevamente en el dibujo y observó con detenimiento los dos leones, uno arriba mirando a la diestra y otro abajo mirando a la siniestra, rodeados por un doble círculo. Dos figuras iguales que miraban a lados opuestos, un símbolo que representaba a la perfección la personalidad del orco.

Pese a su nombre humano, Óscar era un orco. Era un orco joven, de veinticinco años, de piel verde pálida y de estatura mediana, equivalente a la de la media humana, no muy grueso pero robusto. Lucía una media melena negra y tenía la particularidad de que carecía completamente de barba y vello. Había nacido en el seno de una poderosa familia orca asentada en la periferia de la capital y desde pequeño siempre había mostrado una tremenda curiosidad por la raza humana. Le gustaban los trajes, las casas, las joyas, la comida, la música y en definitiva, todo lo que proviniese de los humanos. Tanto era así, que los demás orcos pensaban que este orco estaba hechizado o que su padre realmente había sido un humano, cosa que aunque fuera totalmente imposible, gustaba de comentarse entre las malas lenguas. Gracias a intereses comunes establecidos entre las casas aristocráticas humanas y su familia, se le permitió aprender de los maestros humanos y relacionarse como uno más entre los hijos de los nobles, quienes cambiaron su nombre orco por el de Óscar. Ya nadie recordaba cuál había sido su nombre original, pues el orco eligió quedarse con su nombre humano. En su adolescencia, supo ganarse la confianza de los aristócratas de Khronia con una gran habilidad y astucia y paulatinamente formar parte de la élite en las tropas del reino. Su inquebrantable decisión y su poca indulgencia tanto con humanos como con orcos habían despertado el interés de Khron. Greg estaba seguro de que sería capaz de cumplir con su cometido y de mucho más.

Meditando en estas cosas y en los planes del futuro, el ministro real acercó el pergamino a la llama de la lucerna para que ardiera.

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