Capítulo 23

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En la noche clara, la pira de madera que comenzó a ar­der sobre una de las torres del castillo de Branna, ilumi­nó silenciosamente el valle como si de una estrella caída del cielo se tratase. La febril actividad que había comenzado en la ciudad hacía unas horas se paralizó de pronto, cuando las calles se iluminaron repentinamente en mitad de la noche, bajo la llama encendida en la torre Sudeste, dejando a los ciudada­nos absortos.

Sobre la torre y flanqueados por un calor abrasador, cuatro de los cinco orcos durganos que habían prendido la pira, alza­ron la parte superior de un pesado portón de hierro hasta dejar­lo en posición vertical. Tras colocarlo sobre una rodera circular esculpida alrededor de la pira, lo rodaron sobre ella, hasta que quedó mirando hacia el Sudeste, tapando la luz que proyectaba la llama en esa dirección. Fue entonces cuando el quinto orco, dirigió su aguzada mirada hacia las montañas del Sudeste, y sin mover su vista de allí permaneció a la espera. A los pocos minu­tos observó cómo comenzaba a iluminarse sobre la cima de una de las montañas el fuego de una torre de vigilancia, cuya llama en poco tiempo también fue ocultada a sus ojos con algún para­peto similar al de la torre del castillo.

Siguiendo las órdenes de su observador al mando, los cua­tro orcos colocados dos a dos a cada lado del portón, comenza­ron a tirar rítmicamente de unas cuerdas que, pasando a través de un conjunto de poleas, lo abrían o cerraban, permitiendo o no pasar la luz a través de él e iluminar así a ráfagas la zona Su­deste. La torre ubicada a varios kilómetros de distancia les res­pondió al instante de la misma manera, provocando que el jo­ven y gordo observador soltase una sonora carcajada, satisfecho con la respuesta. El parapeto de la segunda torre giró bloquean­do la dirección Noreste y a los pocos segundos un lejano fue­go, apenas un puntito desde el castillo, ubicado en una terce­ra torre se iluminó en la noche. El mismo método de aperturas y cierres del parapeto fue utilizado para transmitir nuevamen­te el mensaje recibiendo a su vez la respuesta. Desde el castillo de Branna el observador ya no pudo ver cómo la tercera torre se comunicaba con la siguiente, pues esta ya quedaba oculta tras las montañas de Udum, pero no se preocupó por ello, solo tenía que ser paciente y esperar. La eficacia de este sistema de comu­nicación entre atalayas había sido probada desde hacía genera­ciones por los líderes durganos y se sabía era la mejor manera de que los mensajes visuales llegaran sin deterioro, a través de los desniveles geográficos a todos los confines norteños del territo­rio. Por ello, a lo largo de los años se había construido una am­plia red de torres de vigilancia cubriendo una vasta extensión más allá de las montañas de Udum. Mediante la rotación de los parapetos y gracias a unos topes que indicaban exactamente la posición de las atalayas al alcance de las señales, se podía selec­cionar exactamente la torre que estuviera en la dirección desea­da para transmitirle un mensaje sin necesidad de confundir al resto. Un mensaje que podía partir de las torres del castillo has­ta las atalayas o a la inversa, recorriendo en muy poco tiempo decenas o centenas de kilómetros. Por el día se usaba el mismo método, pero en vez de encender el fuego, utilizaban el brillante lado externo del parapeto, para comunicar el mensaje median­te destellos. Hacía muchos años que habían dejado de comuni­carse mediante señales de humo, su poca precisión en días ven­tosos y su restricción nocturna habían hecho caer ese método en desuso.

Al llegar el mensaje a la sexta torre de vigilancia se detuvo. El observador y sus dos ayudantes no tuvieron que repetir el men­saje a ninguna atalaya más. Tan solo se limitaron a responder de manera afirmativa y apagaron la llama.

Desde su elevada posición en aquella torre circular construi­da con mampuestos de roca ajustados en seco, el observador miró detenidamente al mar de piedra que tenía delante. En la noche clara, la superficie rocosa reflejaba las partículas de luz que había dejado Harún en las alturas celestes, antes de que Se­rón las devorara a su paso. Una gran superficie rocosa se ex­tendía en todas direcciones elevándose hacia las cimas de las montañas o descendiendo hasta la profundidad de los valles. Sobre las rocas, la poca acumulación de tierra impedía que cre­ciera apenas vegetación aunque se llegaban a encontrar hierba­jos o pequeños arbustos entre las grietas. Solo el musgo cubría grandes extensiones de roca, mostrando una paleta de colores que oscilaba entre el blanco, el verde, el azul o el negro. Las pro­fundas grietas que recorrían el mar de piedra producidas por el agua que recorría las montañas y su lento pero constante des­gaste, eran las oscuras cicatrices que el paso del tiempo dejaba sobre las rocas. En los inviernos, los soldados apostados en las torres de vigilancia se espeluznaban al oír el eco de los trozos de roca que se desprendían y caían a las oscuras profundidades de la tierra, golpeando las paredes de las grietas en su descenso. El agua congelada en las oquedades actuaba como la más pode­rosa cuña, rompiendo los bloques de piedra como si de un tre­mendo hachazo se tratase. La entrenada mirada del observa­dor y su fino oído recorrieron la zona Oeste del paisaje. Al llegar a un punto determinado, su intuición le hizo detenerse y agudi­zar sus sentidos. Tras unos minutos de concentración, bajó co­rriendo las tres plantas de la torre para atravesar el pasillo que comunicaba con una pequeña torre anexa de planta cuadrada donde se encontraba su superior. Con breves y precisas indica­ciones le advirtió de la gran oquedad de forma romboidal a me­nos de un kilómetro y medio de distancia.

Valores y Reinos (Parte I) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora