Red - Nomin

By ZaiJam

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Segunda parte de BLUE ~ Portada creada por: @kngbizzle ❤️ Estamos caminando en círculos ¿Lo sabes? Pero te... More

SEGUNDA PARTE
1. Jaemin
2. Jaemin
3. Jeno
4. Jaemin
6. Jaemin
7. Jeno
8. Jaemin
9. Jeno
10. Jaemin
11. Jaemin
12. Jeno
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14. Jeno
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18. Jeno
19

5. Jaemin

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Mi padre siempre había sido del tipo de persona que no conocía matices. Todo lo era blanco o negro.

Desde pequeño me pregunté si no era más triste vivir así.

Quizá era el miedo a vivir en un mundo de blancos y negros lo que me hacía un fiel creyente de los matices. Tan meticuloso que resultase insoportable de habitar. Así como creía que existía cierta belleza incomprendida en un día nublado, aunque estuviésemos esperando eternamente a que el sol saliese o a que la lluvia cayese del cielo.

También creía que existía, en cada uno de nosotros, un color que nos hacía únicos. Justo como la sensación al entrar en una florería era igual de distintiva que la de transitar un cementerio.

Disfrutaba observando a las personas, descubriendo cuán profundo estaban sus verdaderos colores. Reconocía en el abuelo una mezcla rara, entre marrones y verdes. Hyuck, por otro lado, era tan vibrante como un día soleado. Y mamá... ella era lo más cercano al blanco que había conocido. Inmóvil, estancada, varada. Me aterraba jamás verla en movimiento.

Luego estaba él.

Le había estado observando más que a ninguna otra persona.

Llevaba un caos en la mirada, algo que se asemejaba a la clase de tormenta que se presenta de forma silenciosa, que hace vibrar las ventanas y retumba en mis huesos. Él respiraba en mi mejilla, su tormenta contenida en un aliento que amenazaba con devorarme.

Me pregunté cuánto tiempo había pasado deseando que lo hiciese.

Cuánto tiempo había estado evitando pensar en ese deseo.

Toda mi vida le miré de lejos y de cerca, buscando en la superficie y en lo más profundo, esperando encontrar un matiz... algo de color... lo que fuese.

Nunca lo conseguí.

Me aferré al cuello de su camiseta para no permitirle escapar, reí con ganas de llorar cuando hundió las uñas carcomidas en mis hombros. Despegué los labios y le pedí un poco más, una muestra de lo que fuese.

Entonces reí un poco más, pensando en lo tonto que fui... siempre dispuesto a compartir el azul que habitaba en mí. El chico tonto que vivía en mi interior aún lo quería, todavía anhelaba arrodillarse y pedirle que tomase cuanto quisiese de mi color con tal de que me otorgase un gramo de su corazón. Cuán emocionalmente aberrante y melodramático habría sido eso. Ahora no podía dejar de observar sus ojos, deleitado con la ausencia de colores. Con sus negros, con sus sin matices.

Supongo que nunca le pregunté lo que él quería, quizá por egoísmo, quizá por temor a que no fuese al ritmo de mis deseos. Porque lo que quería no era más que abrazarle, tenerle conmigo y darle parte de mi color, así como quería que él hiciese lo mismo por mí.

Ser consciente de ese deseo era aún más aterrador que vivir con la incertidumbre de no saber lo que estaba mal conmigo.

¿Yo estaba enfermo?

¿Estaba roto?

¿Mis raíces se habían echado a perder en el momento en que me enamoré de él?

Las preguntas me siguieron a cada parte que fui, en cada beso que di y en cada cuerpo que reposó a mi lado y que jamás me daría la sensación del primer amor.

Un amor tan torcido como el pecado que nos ataba de pies y manos, el uno al otro, para siempre.

No había sido parte de mi imaginación, no había sido una novela inventada o un mal sueño del cual despertar para olvidar. Había sido realidad... nuestro pasado mancillado, nuestro presente que nos trajo a este momento, a mis dedos apretando su corazón por encima de la ropa, a los suyos aferrados a su boca, evitando que la respiración se le escape y sople sobre mi frente. Le miré como si fuese patético, preguntando en silencio de qué mierda serviría rehusarse a mí si caería al final como lo había hecho una y otra vez.

Me molestaba que fingiese ser mejor que yo. Detestaba que en sus ojos hubiese recelo cuando mis labios tocaron sus nudillos y mis dientes mordieron el pulso que latía debajo de la piel en su muñeca.

Le odiaba. Lo hacía porque era mi único confesor.

Si yo me arriesgaba, si le decía lo mucho que me era desagradable querer que esta atrocidad sucediese entre nosotros, tocarle de la manera en que una pareja se roza, lo mucho que le había extrañado como solo un amante es capaz de hacerlo... él no podría negarme, no podría alejarme, no podría darse la vuelta y repudiarme. Porque, al final del día, estábamos hecho de los mismos retazos. Éramos las dos piezas rotas que habían sido excluidas del rompecabezas.

Y fue con odio y amor que reuní el valor para mirarle una vez más, moviendo su rostro en mi dirección, lo suficiente para que nuestros labios se tocasen, tentados y adoloridos por el aliento negado. Las náuseas me atravesaron al sentir como los bichos que creí muertos se retorcían para revivir. Había sido tocado por otras personas, había tocado a otros hombres y lo había disfrutado. Me gustaba la sensación de ser besado, el calor que subía por mi columna vertebral y fundía mi cerebro. Pero nunca duraba demasiado. Excepto que, con Jeno, todo ello era diferente. El calor estaba antes, durante y después.

¿Estaba mal querer recibir un poco de ello después de tanto tiempo?

Qué más podía hacer si le tenía aquí, conmigo, y su oscuridad me atraía de tal forma que el borde de mi azul se encendía de rojo.

–Deberías ser sincero con ella– susurré, acariciando su piel áspera contra la mía.

Se había afeitado. Era un hombre, ambos lo éramos. No existía piel suave, ni desconocimiento, mucho menos hubo inocencia en la manera en que llevé su mano al interior de mi muslo.

No se alejó, tampoco hizo un intento por alejarme.

–¿Qué mierda fue lo que tomaste esta vez?

Su voz me atravesó el oído, ronca y maldita como el siseo de una serpiente.

–Si tan solo estuvieses enamorado de ella podrías negarte con tanta facilidad– sonreí en las sombras por la forma en que su mandíbula se tensó y su frente cayó contra la mía–, pero aquí estás. ¿No es un poco triste?

Dedos largos y huesudos se deslizaron hasta mi rodilla, presionando uno, dos, tres segundos antes de retirase. Y ojos negros buscaron en los míos una verdad que ambos éramos capaces de descifrar.

–¿A qué estás jugando? – pidió saber. La voz quebrada y las cejas arqueadas. –No creo que estés haciendo esto solo para follar, podrías tener a cualquiera, así que dime la verdad.

Maldito bastardo.

La sangre hirvió en mis venas y los dientes se apretaron sin tener el control sobre la fuerza en ellos. Rompí la trampa que diseñé, regresando a la frialdad de mi asiento.

–¿Y qué si eso es lo único que quiero? – las líneas divisoras en la carretera llamaron mi atención, apoyé el codo en la ventanilla y presioné mi barbilla sobre el dorso de la mano, distorsionando el espejo con mi aliento. –No habrá un futuro para nosotros, seguirás huyendo de mí y seguiré guardándote rencor por ello.

Una mano presionó el borde del asiento, el cuero se resintió bajo sus dedos.

–Te dije que no te odiaba, yo nunca-

–No es como que importe, no ahora al menos.

–Jaemin.

Torcí el rostro hacia él.

–¿Me vas a follar o no?

Su mirada se cerró, sus manos regresaron al volante y todo en lo que pude pensar fue en que odiaba a esa dulce chica por poder abrazarle cuando le viniese en gana, como si tuviese más derecho que yo, como si me hubiese desplazado lo bastante lejos para no ser más que una sombra en el pasado de su novio.

Algo en su rostro cambió, fue tan rápido que maldije por habérmelo perdido. Los nudillos se aflojaron, las manos cayeron. Hubo un chasquido de su lengua, casi pude escuchar los engranajes de su cerebro compitiendo con los latidos de su corazón. Entonces corrió el asiento hacia atrás, lo suficiente para que sus pies estuviesen lejos del alcance de los pedales y el espacio fuese lo bastante grande para recostar la espalda. Parpadeó en mi dirección, la mano izquierda viajó hasta mi brazo y un leve tirón fue todo lo que recibí.

Contuve la respiración endeble que amenazó con escapar de mí mientras las rodillas se esforzaban por atravesar la caja de cambios. Una pierna se presionó contra su muslo y la puerta del auto, la otra quedó atrapada en el borde del asiento. Le miré desde arriba, luciendo ridículamente grande. Me dolieron los huesos y las articulaciones se resintieron.

–No sé qué demonios estamos haciendo.

Mis manos encontraron lugar en sus hombros.

–Deja de lloriquear– mascullé, herido por su dramatismo, cómo si desearme fuese más mortificante para él que para mí. –Soy un chico grande así que hazme las cosas más fáciles.

podía apreciar el odio que vibraba en el fondo de sus ojos, en la ausencia de color, y me molestó que sus manos estuviesen temblando, inseguras, al sostenerme. Éramos tan inmensos ahora, en un lugar diminuto para dos hombres. Quise torcer el hilo rojo que nos unía y hacerlo trizas con tal de que dejase de arrastrarme de regreso a... esto. Pero la sensación ya se había apoderado de mi vientre y la adrenalina corría por mis venas, dejándome ansioso y eufórico.

Hinchó el pecho, tomando una gran respiración.

–Será peor– dijo. Y volví a reír, porque podía sonar todo lo moralista que quisiera, pero sus manos se habían apretado en torno a mi cadera, arrastrando los bordes de la camisa hacia arriba, dejando tramos de piel expuesta que amasó con las yemas de los dedos. –Nos dañará a ambos.

Miré entre las sombras, torpemente luchando con el cierre de sus pantalones, el aroma a protector solar permanecía en su piel, sus labios humedecieron mi mejilla. Exhalé una queja al raspar la piel contra el cierre y su pecho se agitó en el momento en que hundí la nariz en su cuello y le toqué por debajo de mí, en un auto compacto, que me obligó a torcer la espalda y presionarme contra su cuerpo. Los plásticos hicieron daño en mis tobillos y un dolor cruzó por mi espalda a causa del volante.

–Cierra la boca, Jeno– pedí, llegando a su boca en el momento justo para detener su nueva demanda –, no es como si no fuésemos a hacer esto la próxima vez que nos veamos, ya sean cinco o diez años, ¿qué importa que empecemos ahora?

Y cerré los dientes para contener lo siguiente.

Es tu culpa por romperme, por irte cómo si eso fuese a resolverlo todo, dejándome con la carga de nuestro desastre. Solo lo empeoraste.

–Lo siento– murmuró, y un segundo después sus dedos se hicieron cargo de los primeros botones de mi camisa, más tierno de lo que debería. –Me asusta– confesó, llevando las manos desde mi cabello hasta mis brazos y de regreso a mi rostro–, quiero follarte y destrozarte, y luego quiero cuidarte... soy egoísta porque quiero que sigas deseándome en cinco o diez años más, pero sé que no será bueno para ninguno de los dos.

Apreté los puños, le miré a los ojos y aflojé las extremidades, dejándome torpe y grande encima de él.

–Entonces no vuelvas a aparecer– susurré, los ojos entrecerrados y mi alma desgastada en las manos–, porque siempre fui el que estuvo dispuesto a hacer algo para mantenerte conmigo, pero me he rendido. Así que haz los que te pido, bésame y tócame mientras estés aquí, pero no regreses... ni en cinco o diez años.

Nos miramos entre las sombras, las luces del auto iluminaron parte de la carretera, él asintió, despegando los labios y cerrando la distancia entre nosotros. Supo salado en un principio, café y cigarrillo mezclándose con la cerveza y esos cocteles afrutados. Podía sentir la aspereza de su lengua cepillando mis dientes hasta reunirse con la mía. Entonces los ojos fríos se entibiaron la segunda vez que me miró en lo que duró nuestro primer beso.

Le sentí fortalecerse, envolviendo los brazos en torno a mi torso, atrayéndome hacia él, aprisionándome contra el comienzo de su erección. Sus manos se detuvieron, aún ancladas en mi espalda, sin aliviar el dolor.

–¿Olvidaste cómo hacerlo con un chico?

Sonrió de costado y tuve que tomarme un momento para apreciarlo, porque era atractivo y detestaba que pudiese poner mi mundo de cabeza.

–Ha sido un tiempo– dijo, y luego la sonrisa se borró.

Miré en la oscuridad del auto, agradecido por las pequeñas luces que me permitían ver su silueta.

–¿Qué?

Sus labios tocaron los míos, un beso más suave que el resto.

–Nada...

Lo perseguí hasta el final, hasta que sus dedos se metieron en mis pantalones y presionaron mi trasero. Entonces jadeé, arqueándome sin la gracia de algo bonito, y Jeno trazó las líneas de mi garganta con su lengua, formando un camino húmedo hasta mi hombro, como si él pudiese encontrar la delicadeza a la que estaba acostumbrado, o como si le importase un carajo que fuese más construido y más duro que su chica.

–Más arriba...

Pidió.

Y como el estúpido que he sido siempre, obedecí, más ansioso de lo que me hubiese gustado admitir.

Escuché su respiración atormentada, las manos luchando cuidadosas en la oscuridad, los jeans arrugándose hasta sus tobillos. Una punzada conocida hizo a los dedos de mis pies enroscarse. Bajé un poco, ya exhausto, descansando la frente en su hombro, observando cual depravado sexual los movimientos de su mano en su erección, mientras me acariciaba a mí mismo y nuestras respiraciones luchaban por oxígeno.

Los escombros de cordura estallaron hasta que no supe más de ellos, y Jeno persiguió un beso desordenado que terminó por desmoronarse. Giró mi rostro, saboreando la línea de mi barbilla, masticando el lóbulo de mi oreja y magullándome las costillas con sus uñas. Mis caderas se mecieron hacia adelante, llegando a él con dureza. La fricción logró liberarme de la tortura de sus dientes, pero me encerró con los brazos y los movimientos me recordaron al vaivén de la marea cuando la luna es la única despierta para apaciguarla.

Profundo y con eco, me desgarré por llegar a la cima, por liberarme de la presión que impulsaba mis caderas una y otra vez hacia él. Ahogué una queja y me desmoroné, grande y pesado, sobre Jeno, con la mejilla aplastada en su hombro, el torso desgarbado formando un arco extraño y sus manos acariciándonos a los dos. Hasta el final.

La marea rompió.

Mi corazón estalló y sus músculos se aflojaron, dejándome ir poco a poco.

La angustia lo colmó todo, derramándose para sepultar al calor, al rojo furioso que, por un instante, había teñido al azul.

Regresé a mi asiento, desplomándome como un peso muerto que ha dado una buena batalla. La radio seguía haciendo estática cuando mis oídos se aclararon. Jeno la apagó.

Y sonreí mecánicamente, arreglando el desastre en mi ropa interior y en mis pantalones. No me molesté en abrocharme la camisa, el calor aun haciendo estragos en mi respiración.

Quizá fueron unos diez minutos en los que ninguno dijo nada, ni siquiera un movimiento. Entonces Jeno condujo de regreso a la casa del abuelo y no volví a mirar en su dirección.

Cinco o diez años más.

Ojalá nunca vuelvas.

Ojalá nunca te vayas.

Ojalá lo hagas.

Miré las ventanas de la casa, las luces apagadas a excepción del farol sobre el pórtico. La graba bajo mis pies se sintió bien, como lo hizo el aroma salado del mar y el silbido del viento en mis oídos.

Se detuvo a mi lado, cubriendo el aroma del mar con el suyo y con el mío que aún persistía en su piel.

–¿Por qué?

Me obligué a relajar las extremidades.

–¿De qué hablas?

Su voz atravesó mi oído.

–Sabes de qué hablo.

–Quizá, pero prefiero mantener esa respuesta solo para mí.

❤️

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