El sonido de unos nudillos golpeando contra la puerta de mi habitación no fue lo suficientemente convincente para levantarme de la cama. Abrí lentamente un ojo, y cuando me adapté a la oscuridad, el otro quedó abierto por la insistencia de la persona. El cielo seguía oscuro, y el reloj solo marcaba las seis de la mañana.
Mi padre se había vuelto loco, yo seguía sin ser persona a esas horas de la mañana. Quedé sentada sobre el colchón, con los dedos enterrados en mi cabello, y bostezando sin importarme que alguien me viera.
Cuando el ruido cesó, volví a rodar mi cuerpo para quedarme una vez más tumbada y dándole la espalda a la puerta. Oculté un brazo bajo la almohada, y con un bajo gruñido cerré los ojos con la intención de no abrirlos –o al menos hasta las diez de la mañana.
Me perdí en el dulce sueño que estaba viviendo. Supuestamente dulce porque en ningún momento me incomodó sentir una mano recorriendo mi espalda. Parecía tan real, que era como tener a alguien al otro lado de mi propia cama.
Volví a despertarme. Aunque en el fondo en ningún momento me quedé dormida.
Unos rápidos dedos empezaron a tirar de mi camiseta. Aquella camiseta que solía usar para dormir; grande, oscura, y que cubría parte de mis muslos.
Mi padre no era.
Lentamente giré el cuello medio asustada. Detrás de mí podía haber cualquier persona. Además, recordaba las historias que me contaba mi abuela de pequeña; el hombre del saco; el pervertido hombre que secuestraba a los niños que no dormían. Con el paso del tiempo debí haberlo superado, pero en ese momento me di cuenta que crecí asustada de algo que no existía.
Así que podía hacer dos cosas. Gritar a todo pulmón, o defenderme con las cortas uñas que tenía.
Arrastré la mano que había bajo la almohada por las sedosas sabanas, y cuando estuve a punto de levantarla, otra mano que se refugiaba en la oscuridad, se entrelazó con mis dedos.
Lo miré directamente a los ojos.
— Buenos días —allí estaba él. El pesado de mi vecino.
No era un buen día.
— ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces aquí? ¿¡Qué haces...
Cuando empecé a levantar la voz, Ethan pasó la mano libre sobre mis labios, presionando para que dejara de gritar.
— Tú. Yo. Parque de atracciones. ¿Recuerdas?
Me negué, y me seguiría negando a ir con él.
— Es por eso que eres stripper —alargué la mano hasta encender la lamparita de noche, dando claridad a mi habitación—, por tu falta de inteligencia. No voy a salir contigo a ningún lado.
Él bufó.
— ¿Por qué no? Se supone que yo soy quien tiene que estar enfadado contigo. Ayer casi rompes mi relación con Eff...—no siguió porque lo miré con el ceño fruncido.
— Estoy cansada de ti. Llevas aquí más de una semana —miré la pequeña ventana donde justo la suya estaba delante—. No te aguanto. Ni a ti, ni a tus bromas, y mucho menos a tu novia. Te juro que si alguien me hubiera advertido que esto pasaría, la opción de estar con mi padre cambiaría.
— Nos llevamos muy bien.
— No —negué con la cabeza.
—Sí —dijo acercándose un poco más. Derrumbándose casi en mi propia cama para poder estar más cerca de mis ojos. Solo cinco centímetros me separaba de todo lo que era ojos, nariz y labios. —Me gusta tenerte como amiga.
Amiga. Amiga. Amiga...
Yo no quería ser su amiga.
Seguramente su trabajo lo alejó de sus amistades, construyendo un círculo de amigos en el club o estar únicamente con su novia. Yo era lo más cercano que tenía, y me negaba.
Sacudí la cabeza.
— ¿Y para que quiero un amigo universitario?
— Son todo ventajas.
— ¿A sí? ¿Cuáles? —mis manos volaron hasta su duro pecho, el cual empujé para alejarlo de mí y quedarme sentada con los brazos cruzados.
— Fiestas. Puedo comprar alcohol ya que soy mayor de edad. Mi trabajo te podría hacer disfrutar.
La sonrisa de Ethan se anchó peligrosamente, y mis mejillas ardieron ante la pervertida imaginación que tenía últimamente.
Los ojos azules del stripper brillaron con mayor fuerza ante la bajada que hice de cabeza. Quería refugiarme, dejar de escuchar el tono de su voz que me hacía temblar incluso cuando el calor aumentaba.
Pero no podía ser "la amiga" porque él tenía novia.
Volví a alzar la cabeza cuando los largos dedos de él se aferraron alrededor de mi desnudo tobillo, jugueteando contra mi piel y dejando mi vello de punta.
— No quiero ser tu amiga.
— ¿Y qué quieres ser? —se mordió el labio. Era cruel, él sabía jugar con sus cartas, yo no. —Freya —la mano siguió subiendo por mis piernas, casi rozando la enorme camiseta que llevaba para dormir—,¿Qué es lo que quieres?
E hice lo de siempre.
No pensé, dije lo primero que apareció en mi cabeza.
— No puedo ir contigo porque tengo una cita —lo solté tan rápido que parecía que Ethan se había perdido en el "no". —Lo siento.
— ¿C-cita? —¿acaso había tartamudeado? —Te refieres —primero me señaló a mí con su dedo índice, y luego lo posó sobre la blanca y ajustada camiseta que llevaba—a la nuestra.
Negué con la cabeza.
Era la única forma de que se alejara de mí.
Ethan encontró diversión conmigo, y yo cada vez me estaba volviendo más loca. La venganza recorría por mis venas, y no quería ver llorar una vez más a Effie.
— Hace poco conocí a un chico, así que acepté su invitación.
— ¿Y a donde vais a ir?
Piensa, Freya, Piensa...
— Al parque de atracciones.
¡Estúpida! Allí era donde me iba a llevar él.
Me mordí el interior de la mejilla como solía hacer siempre que mentía a alguien.
— Te llevaré.
— ¡No! —seguía siendo una amenaza. —Tú llama a tu novia, y pasa el día con ella.
— Ya le he dicho a tu padre que estarías conmigo —inmediatamente recogió uno de los rebeldes mechones que me caían sobre la mejilla, y lo dejó lentamente detrás de la oreja. Además, se atrevió a rozar mi mejilla con sus blancos nudillos. —Si es verdad lo de tu cita —bajó un instante la cabeza—, marcharé.
¿Y qué podía hacer?