El final que deseo [COMPLETA]

By Cabushtak

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Carven creyó que pasar la audición de la obra más importante del instituto sería su reto más grande, hasta qu... More

Antes de dar comienzo
Capítulo 0
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Epílogo
Agradecimientos

Capítulo 40

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By Cabushtak

Keira visitaba a Matthew durante las mañanas, antes de atender cualquier otra de sus responsabilidades. Sabía que en las tardes tomaba cursos de preparación académica porque su madre se lo dijo a la mía, por eso no nos habíamos cruzado pese a vivir muy cerca.

No habíamos tocado el tema de Matt en todo este tiempo, ni siquiera por mensaje o llamada. La última vez que hablamos sobre él fue justo el día que intentó suicidarse. Para ser honesto, no pensaba mucho en ella ni cómo estaba llevando la situación, si también tenía problemas para dormir o sensaciones de culpa.

Pero cierto viernes en la mañana, cuando yo recién me levantaba, Keira llamó a la puerta. Y ahí supe que hablaríamos sobre Matthew, por fin.

Mis padres no estaban por trabajo y Briana continuaba dormida, así que la dejé pasar. Volvimos a instalarnos en la sala como aquella última vez, solo que en esta ocasión le ofrecí un café. Sentados uno frente a otro, en silencio y mirando en direcciones opuestas, pensé en cómo iniciar la conversación.

—¿Cómo has estado? —pregunté con timidez, casi en un murmullo.

Sostuve la taza caliente con ambas manos y alcé la cabeza para mirarla. Estaba seria, mirando también hacia el interior de su café humeante.

—Bueno, podría ser peor —contestó, sonriendo a medias.

No preguntó por mí. Me encogí de hombros, pensé en qué más decirle para que fuéramos al grano, pero no se me ocurrió nada más que hablar del clima. Eso siempre servía para romper silencios incómodos como este. Cuando me preparé para decirle que el ambiente se sentía más fresco, ella se adelantó a tomar la palabra.

—Matthew terminó conmigo.

Estuve por escupir el café y tirarme la taza encima. Traté de mantener la calma, aunque el impacto fue muy evidente en mi rostro. Todo mi cuerpo se tensó de pies a cabeza, producto de los nervios y la ansiedad. Apenas y alcé los ojos para mirarla, un poco atemorizado.

—¿Qué? ¿Por qué? —fingí incredulidad. Sabía que algún día este momento llegaría, pero no pensé que tan pronto.

Keira, con su impenetrable serenidad, soltó un suspiro. Apoyó la taza sobre la mesita de centro y se pasó unos mechones de cabello por detrás de la oreja, con los movimientos más elegantes que yo hubiera visto en una chica de nuestra edad.

—Tú y yo sabemos por qué, Carven.

Sus palabras me dejaron frío. De repente la mano comenzó a temblarme sin mucho control, provocando que el café caliente se derramara sobre mi piel. Aunque me quejé al instante por las quemaduras, no solté la taza en ningún momento. Esto provocó que Keira dejara de lado su intimidante seriedad, se levantara a prisa y me quitara el café de encima.

Aun así no me moví, mucho menos la miré.

—Ven, vamos a limpiarte —dijo, y empezó a tirar de mi otro brazo.

Mi cuerpo se movió por sí solo, siguiéndola. Me llevó a la cocina, abrió el grifo del lavabo y metió mi mano enrojecida al chorro de agua fría.

—De verdad lo siento, Keira. —Comencé a llorar.

Me recargué sobre el lavabo, me cubrí la boca y me incliné hacia adelante, respirando con mucha dificultad. Ella siguió sosteniendo mi mano y mirándome con los labios un poco apretados. Por un instante vi que sus ojos también se humedecían, pero no derramó ni una lágrima.

—Me dolió mucho, Carven —continuó, con la voz tranquila—. Pero yo ya lloré lo que debía.

Cerró el grifo, tomó un trapo de la cocina y secó mi mano con ligeros toques mientras yo seguía llorando de arrepentimiento. Al final envolvió mi mano y la acercó a mi pecho, pidiendo con aquel gesto que abandonara mi posición y mejor la enfrentara.

—Él me lo contó todo —siguió, con un poco más de ánimos—. Se disculpó conmigo y al final terminamos.

Poco a poco recuperé la compostura. Me tallé los ojos, tomé aire varias veces y por fin, después de tanto dudar, la miré. Sí, estaba herida, pero no con una profundidad preocupante.

—Y... ¿todo acabó bien? —pregunté por fin, con la voz temblorosa.

—¡Claro que no! —retrocedió un paso, sonrió e incluso soltó una pequeña risa—. Me enojé tanto, que lo abofeteé. Sé que estuvo muy mal y que mi reacción no debió ser esa, pero terminar conmigo antes de engañarme era lo más sencillo y lógico, ¿no?

Asentí con vergüenza. Esa fue mi propuesta inicial cuando empecé a involucrarme con Matthew, pero el miedo me ganó y acabé por seguirle en el secreto, hasta que se volvió incontrolable. Si hubiéramos sido honestos desde el principio, quizás hubiéramos evitado muchas cosas que enfrentábamos en el presente.

Keira volvió a suspirar y al instante se relajó. Volvimos a la sala para seguir hablando. La tensión disminuyó un poco, lo que me generó un poco más de confianza y calma. Aunque me doliera ser descubierto así, no podía negar que el peso sobre mis hombros se había aligerado bastante.

—Creo entender por qué prefirieron esconderse, así que me gustaría que tú y yo siguiéramos siendo amigos —volvió a tomar la palabra—. Nos conocemos desde hace mucho y superaré esta situación cuando entre a la universidad.

Keira fue seleccionada por una universidad a varias horas de distancia, muy alejada de mis opciones y las de Matthew. Quería echar raíces en otra parte y buscar su felicidad lejos de todo lo familiar que conformaba su vida. Parecía motivada, más ahora que era una chica libre.

—Eso no quiere decir que odie a Matthew ni que no me alegre por su recuperación. —Se terminó lo que quedaba del café—. Lidiaba con cosas peores que estar en dos relaciones a la vez.

Y volvimos a quedarnos callados por al menos treinta segundos. Todavía tenía café en mi taza y quería tomármelo para no hablar más, pero Keira, con su inteligencia y curiosidad, intentó sacarme nuevas palabras de la boca.

—Entonces... —Inclinó la cabeza en mi dirección, buscando mis ojos. Mantuvo una ligera sonrisa—. ¿Tú engañaste a Matt con Isaac?

Nuevamente sus comentarios me tomaron por sorpresa. Me ruboricé de golpe, con los párpados bien abiertos y el corazón acelerado. Keira soltó una pequeña risa luego de que mi reacción le diera la respuesta.

—No estoy orgulloso de eso —hablé por fin, sujetándome del cuello de la camiseta y tirando hacia arriba para cubrirme parte de la cara.

—Bueno, al menos Matthew entendió cómo se siente —Keira se acomodó la blusa antes de levantarse del sillón, con intenciones de irse.

La acompañé a la puerta y le deseé lo mejor. Esperaba verla pronto para charlar y también volví a disculparme por lo que le hice. Sin importar lo bien o mal que se lo tomara en el presente, eso no me quitaba responsabilidad. Quería que siguiéramos siendo amigos, así que aceptar mi parte de la culpa ayudaba a ello.

—Solo trata de ser honesto a partir de ahora, ¿sí? —Me sujetó de la parte alta del brazo y me acarició con rapidez, como si quisiera darme ánimos y al mismo tiempo quitarme el frío de la piel—. Porque no solo le podrías hacer daño a otros, sino a ti mismo y lo que deseas.

Detrás del sillón donde mis padres yacían sentados, había una inmensa ventana. Como yo la tenía enfrente, fue mucho más fácil distraerme con ella. Contemplaba a detalle las cortinas, apreciaba el color aguamarina de la tela y las ondas nuevas que se formaban con el aire.

Pensé en Briana mientras mi vista se nublaba, molesto porque mis padres la enviaron a su habitación con la excusa de que tendrían una plática adulta conmigo. Ni siquiera conversamos, solo se dedicaron a gritarme y regañarme por lo que consideraron un descuido gigantesco y peligroso.

—¿Cuántas, Carven? —exigió saber mi madre.

Mi padre sostenía y agitaba el frasco de pastillas que yo tomaba para que todos entendiéramos a qué se refería. Ella también me miraba con enojo, pero mezclaba preocupación.

—Tres —confesé con vergüenza.

Mi consumo diario de calmantes incrementó sin que me percatara de ello. Tomaba dos en la noche para no pensar, pero también agregué una después del almuerzo esperando que mis visitas a Matthew dejasen de sentirse pesadas.

Aumentar la dosis de mis medicamentos conseguía que mi ansiedad se mantuviera bajo control a cambio de inmensas sensaciones de calma. Podía olvidar por unas cuántas horas lo que más me abrumaba, dejar de lado mis preocupaciones y llevar la vida tranquila y normal que tanto deseaba.

No presté mucha atención a sus reproches. Esta vez me distraje con el gran jarrón que descansaba en una esquina de la sala, junto a mi madre. De pálido pero uniforme color, forma atractiva, material común.

—¿Estás escuchando? —dijo ella en voz alta, haciendo que mi mente volviera a enfocarse en nuestra dichosa conversación de adultos—. Llamamos al doctor y nos confirmó que te has vuelto adicto.

No me sorprendía que se hubieran dado cuenta, quizás la velocidad con la que me estaba acabando las pastillas era prueba suficiente. No obstante, tenía poco más de dos semanas haciéndolo y ya no me sentía tan capaz de parar.

Como nadie lo notó, creí que hacía lo correcto.

—Nos recomendó que entres a un centro de rehabilitación —Mi padre parecía furioso—. Y créeme, hijo, vamos a hacerlo.

«Esto no puede estar pasando...».

Me quedé sin excusas. Las pruebas estaban sobre la mesa y yo no tenía ni idea de qué cosa inventar. Si no hubiera ingerido un calmante dos horas atrás, el pánico y el estrés se habrían apoderado de mi raciocinio.

No reaccioné como esperaban; con ruegos, llanto, nerviosismo y enojo. Seguí observando hacia la nada para procesar la información. Esto estaba mal, muy mal. Mi propia actitud desinteresada y vacía solo demostraba lo que la medicación estaba haciéndome.

—¡Carven! —gritó de nuevo mientras aplaudía en el aire para recuperar mi atención.

Al final sí que estaba estresado, pero mi cuerpo no dejaba que lo exteriorizara. Era demasiado irritante, difícil. Solo quería dormir y esperar a que la hora para ver a Matthew llegara.

—Si no tomo esa cantidad, me sentiré mal. —Busqué que me comprendieran—. Las necesito.

Y así terminé sonando como un verdadero adicto.

Volvieron las exclamaciones hirientes. Me preguntaron una y otra vez si no me daba cuenta de lo que estaba diciendo. Repitieron sin parar que era peligroso, que podía morir si seguía aumentando las dosis así.

—No soy un adicto —Traté de sonar seguro—. No iré a ningún lado.

Mis cortas oraciones sirvieron para aumentar su coraje. Escuché por lo bajo a mi madre diciéndole a él que me encontraba en una fase de negación. La situación entera me irritó, más porque sabía que sucedería, quisiera o no.

—¿Acaso quieres morirte? —Mi padre no se callaba, ni siquiera por la paz—. ¡Muérete, entonces!

Sin que lo previera se puso de pie, abrió el frasco de pastillas y me las lanzó con agresividad. Todas se esparcieron en mis ropas, el sillón y el piso. Yo solo me cubrí la cara en un acto reflejo.

No me atreví a decir algo más, principalmente porque era consciente de que él ya estaba fuera de sí, casi igual que el día que le dije que nunca regresaría a los deportes. Dejé que el enojo me quemara por dentro, como ya estaba acostumbrado.

—Vete despidiendo de tus amigos, porque te irás este fin de semana —sentenció mamá, sosteniendo el brazo de quien acababa de desearme la muerte.

Fueron crueles. Mis padres fueron en verdad crueles.

No me permitieron salir de casa, ni siquiera para visitar a Matthew. Faltando cuatro días para que iniciara con la rehabilitación, dijeron que iría el viernes con él para despedirme. No antes.

Si ellos no hubieran escondido las pastillas después de obligarme a recogerlas del suelo, quizás habría intentado cometer una locura. Estaba harto y desesperado. La felicidad que tanto me hacía falta se sentía lejana e inalcanzable.

Pero mientras recogía el desastre con los ojos llenos de lágrimas, se me ocurrió tomar un pequeño puño de calmantes y esconderlos en los bolsillos de mi sudadera. Tuve que ser muy cuidadoso para que mis padres no lo notaran.

Al día siguiente y durante la tarde, llamé a la Señora Belmont para notificarle que no podría visitar a su hijo hasta el viernes. A pesar de que se preocupó por mí preguntando si todo estaba bien, no fui honesto. Le mentí con que tenía unos cuantos deberes pendientes.

Odiaba a mi familia, odiaba que tomaran una decisión así en mi lugar. No era alcohólico, no era violento, tampoco era adicto al cristal como para acabar internado en un centro de rehabilitación. Quería tranquilidad y estabilidad emocional. ¿Acaso no la merecía?

Pensé en escapar de casa, pero era un cobarde. Si llegaba a salir, mis padres sabrían que primero visitaría a Matthew antes de desaparecer. Darían conmigo muy fácilmente, así que descarté la idea.

Lloré durante el resto del día en mi habitación porque sabía que no podría impedir que me separaran de mi libertad y de quien más me importaba. Estaba en un estado inconsolable, tan abrumado, frustrado e incapaz de razonar.

No podía dejar de pensar en que tendría que despedirme de Matthew, dejarlo, explicarle que, como a él, también me encerrarían. Él era lo único que tenía e iba a perderlo por una adicción, por un descuido grave. Prometí que no iba a abandonarlo y eso era lo que estaba por hacer, ¿qué clase de persona era?

Con lágrimas en los ojos y una impotencia que ni los calmantes podían controlar, tomé el único cuadro que colgaba de la pared de mi habitación. Lo levanté y lo estrellé contra mi buró en un agresivo movimiento. Fui descuidado a causa de la ceguera del coraje, por eso algunos cristales arañaron mi piel. Aun así, la lluvia de vidrio me lastimó menos que la excesiva preocupación de mis padres.

Matthew me necesitaba, pero yo lo necesitaba más a él. ¿Por qué querían separarnos así? Al no encontrar una respuesta inmediata, caí en desesperación.

El ruido consiguió llamar la atención de Briana. No abrió la puerta ni preguntó qué sucedía, ya que era demasiado inteligente y sabía que no me encontraba bien. Bajó corriendo las escaleras para decirle a mis padres.

Me hinqué para ver con detalle la ilustración que pinté hacía mucho tiempo bajo el cristal roto. Era un árbol frondoso y alto, verde, solitario, sin fondo. Nació de mis recuerdos del campamento donde conocí a Matty.

«Eso era felicidad, pero se ha ido».

Abrí a toda prisa uno de mis cajones, tomé las viejas pinturas con las que hice aquel árbol y se las eché todas encima. Después lancé las manos directamente al lienzo para tratar de borrarlo. Los fragmentos de vidrio no me importaron, tampoco la madera astillada. Los embarré como la pintura que escurría por mis dedos.

No podía parar. Estaba triste, frustrado, solo. Quería deshacerme de toda mi inquietud.

«Desaparece, desaparece, desaparece».

Segundos después aparecieron mis padres para saber lo que ocurría, pero se paralizaron justo en el momento que yo los miré.

—Carven... —dijo mi madre, con el miedo en los gestos.

Su tono preocupado, sus cejas encorvadas y su boca entreabierta, hicieron que me diera cuenta de que algo andaba mal. Regresé la vista al cuadro que había pintado con mucha inspiración y arruinado en un nuevo ataque de pánico.

En donde antes hubo un árbol, ahora había una gran mancha oscura mezclada con sangre. 

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