Rozando el cielo © Cristina G...

Galing kay aleianwow

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Sarah Praxton es trabajadora, responsable y honesta. Trabaja para John Miller, presidente de Terrarius. Sarah... Higit pa

Rozando el cielo
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Epílogo final
Carta de John a Sarah
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Galing kay aleianwow

– ¿¡Vas a ir a patinar sobre hielo sin mí, Sarah!? – gritó Rachel al borde de las lágrimas.

Lo cierto era que en las navidades anteriores, Molly y yo nos las habíamos arreglado para llevar a mi hermana a patinar a una de las enormes pistas heladas que se suelen habilitar en el centro de la ciudad durante los meses más fríos del año.

Fuimos varias veces y, poco a poco, Rachel aprendió a mantenerse sobre las cuchillas y a desplazarse por el deslizante hielo a una velocidad moderada. Lo consideramos un triunfo.

Un triunfo, más que nada, porque Rachel disfrutaba como si no hubiera un mañana cada vez que la llevábamos.

Y ahora, me había escuchado mientras hablaba con Molly y le contaba la idea de John, de ir a patinar con su hija Carla y conmigo, en lugar de dar la clase de francés que teníamos programada para aquella tarde.

–      ¡Por favor Sarah llévame! – gritaba mi hermana fuera de sí.

Me abrazó con fuerza y empezó a llorar. Molly la observó con una gran tristeza.

Yo le acaricié la cabeza y recogí su pelo con mis manos. Era negro y suave. Rachel me miró, con los ojos enrojecidos.

Y, entonces, reflexioné.

Para cualquier otra persona, otro niño normal, con un colegio, amigos, deberes, televisión y ordenador, acompañar a su hermano mayor a patinar sobre hielo no hubiese sido algo muy trascendente.

Para Rachel, cuyo mayor entretenimiento consistía en hacer pasteles con Molly y que no tenía un colegio al que ir, ni amigos, ni disfrutaba de la televisión igual que los niños normales, ir a patinar significaba un mundo de posibilidades, sensaciones nuevas, sentirse integrada y ver gente.

Para ella, lo era todo. Y John iba a tener que entenderlo.

Contuve una lágrima.

–      Está bien, vístete y asegúrate de ponerte unos calcetines bien gordos y de coger tus guantes del segundo cajón – le dije seriamente para después sonreír.

Mi hermana me observó con ilusión, incrédula. Después de su disgusto, no se creía lo que estaba escuchando.

Ya me había dado cuenta hacía algún tiempo, de que Rachel lo vivía todo con muchísima intensidad, cualquier cosa la transformaba en un mundo de importancia.

Me pregunté si realmente no estaba ella más acertada que el resto de nosotros “los que no nos pasaba nada y estábamos sanos”, quienes le quitábamos constantemente la importancia a todo, con tal de no enfrentarnos a ello.

–      ¿A John no le importará que vayas con tu hermana? – me preguntó Molly en voz baja para que Rachel no nos escuchara.

Fui consciente de aquello, pero llegué a la conclusión de que John, debido a su madurez e inteligencia – que se supone debe tener un hombre de cuarenta y nueve años –, sería capaz de comprender que una niña como Rachel quisiera pasar una tarde patinando. Al menos, mi jefe sería más capaz de entender aquello que Rachel de comprender que la dejara de lado para ir a patinar con otras personas.

Aunque dudé. ¿Y si John se enfadaba? “Entonces se equivocó al besarme”, pensé después. Después me sorprendí a mí misma al fantasear con tener un encuentro a solas con él. “Ya llegará el momento”, me dije aún sin ser consciente de lo que estaba pensando.

–      Si se enfada, tendrá dos trabajos: enfadarse y desenfadarse – le respondí a Molly.

A lo cual ella sonrió con picardía.

                                               ***

Rachel y yo nos bajamos del taxi. Aquel día, yo había quedado con John directamente en la pista de patinaje. Puesto que él iba a llevar a Carla en su coche y yo le di a entender que sería mejor que fuesen solos, para que su hija no sintiera que yo era alguna clase de competencia por su padre.

Mi hermana me agarró la mano con fuerza al entrar en el recinto. Ya había varias personas en el hielo, la mayoría deslizándose sobre sus patines de alquiler: azules, gastados y de cuchillas romas e imprecisas.

Miré a mi alrededor, nerviosa. John y Carla debían de estar al llegar.

Agradecí que Carla Miller hubiese conocido a mi hermana el día que vino a visitarme, cuando me puse enferma. Así, ver a Rachel no le causaría sorpresa – mucha gente solía bloquearse delante de ella, por falta de costumbre de ver personas discapacitadas, por no saber cómo tratarla, o simplemente, por rechazo –. Afortunadamente, el día que Carla la conoció, se comportó bastante bien con ella, e incluso estuvo leyéndole un cuento.

Lo único que me preocupaba era que John hubiese considerado aquella salida como una especie de cita. Pero, ¿a qué clase de cita uno lleva a su hija?

Una cita muy atípica.

Llevé mis dedos hacia mi mentón y lo sujeté con contemplación.

¿Y si aquello era una cita, yo estaba saliendo con mi jefe? “Sólo han sido un par de besos”, quise pensar.

“Claro que, la gente no se besa con su jefe… A no ser que la empresa haya subido cien puntos en bolsa en un solo día… Y en Terrarius eso no ha ocurrido”, recapacité después.

No quise pensar más, pese a que me preocupaba verdaderamente hacia dónde iba a desembocar aquella situación tan enredada.

“No soy un hombre de caprichos momentáneos”, recordé sus palabras.

Y entonces lo vi.

A lo lejos, llevaba una mochila y se había vestido con un pantalón vaquero muy oscuro y un forro polar gris. Fue la primera vez en mi vida que lo vi sin camisa y sin pantalones de pinzas.

Me debatí conmigo misma para no reconocer el atractivo juvenil que le daban las deportivas Nike que llevaba puestas. Su cabello rubio parecía húmedo, como recién duchado, y sus ojos azules estaban pálidos, tranquilos y me observaban con cierta intensidad.

Entonces temí porque le molestase que hubiese llevado a mi hermana. Temí por no parecerle lo suficientemente elegante y bien arreglada. Temí por no ser la mujer que él merecía.

Sentimientos inusitados en una persona que, como yo, se había creído muy segura de sí misma justo hasta aquel instante.

Carla me saludó con su mano y con una sonrisa que pareció bastante sincera. Aquello me obligó a reaccionar. Sonreí y saludé yo también.

Diez segundos más tarde John me dio un beso en la mejilla, muy cerca de mi oreja y me dijo “hola”, en un susurro… De manera que pude sentir la calidez de su aliento muy cerca de mí.

–      Rachel tenía muchas ganas de patinar también – le dije tratando de aparentar seguridad –. Espero que no te importe.

Contra todo pronóstico, John sonrió y mi hermana se abrazó a él con un entusiasmo difícil de creer.

–      ¡Qué alto eres John! Pareces una jirafa – le dijo ella.

Quise que me tragara la tierra. Carla empezó a reírse a carcajadas y mi jefe me miró de soslayo. Me relajé al comprobar que no le había molestado. Se limitó a revolverle el pelo a Rachel.

–      Te vas a enterar enana – le dijo a mi hermana con una indignación falsa.

Entonces Carla me cogió la mano y me llevó hasta unos banquillos de madera, donde sacó unos patines de su mochila.

–      Mira estos morados eran de mi madre – me dijo –. Tal vez te sirvan.

Después sacó otros rosas, muy nuevos, que claramente iba a utilizar ella.

Desanudé las lazadas de los botines malvas. Eran un número treinta y seis, muy pequeño. Al igual que el mío.

Mi madre solía decir que yo tenía pies de princesa.

Y, al parecer, la fallecida señora Miller, también los tuvo. Traté de imaginar qué aspecto había tenido la madre de Carla. Supuse que tal vez también había tenido los ojos claros, ya que su hija había heredado un azul verdoso, que si bien no era el de John, tampoco era un color feo, si no más intenso y oscuro.

Observé a la hija de ambos mientras se abrochaba los patines: de cabello largo y castaño claro, nariz chata y ojos algo separados. Era una adolescente muy guapa, pero aún guardaba una expresión de tristeza en su rostro. Tal vez con los años se le quitaría. Quise pensar así.

Los patines de color malva me quedaban perfectos. Los até, ciñéndo el botín bien a mis tobillos, para asegurar una buena sujección.

Me di cuenta de que John y Rachel habían desaparecido.

–      ¿Dónde ha ido tu padre, Carla? – le pregunté.

Ella se encogió de hombros.

–      Creo que a alquilar unos patines para él y para Rachel. Los que vamos a usar nosotras son los únicos que teníamos en casa – me explicó.

Dos minutos más tarde vi que John aparecía cogiendo a Rachel de la mano, subiendo unas escaleras que había detrás de la pista de hielo. Ambos caminaban de una manera inestable. Cuando estuvieron más cerca, pude ver que ambos llevaban puestos sendos pares de patines de alquiler, con los que apenas se apañaban para andar sobre el suelo cubierto de goma que rodeaba la pista.

Me incorporé y John me observó absorto durante algunos segundos. Supe que contemplaba los patines morados que habían pertenecido a su mujer y que, de alguna manera, ahora se ajustaban a mis pies de una manera milagrosa.

                                               ***

Una hora después, vi con alegría que Carla y su padre habían congeniado muy bien mientras se ayudaban mutuamente para no caerse. A pesar de que la hija de mi jefe sabía patinar moderadamente bien, se notaba que llevaba varios años sin practicar, por lo que al principio, Carla y su padre tuvieron que ir agarrándose al borde de la pista.

Mientras, Rachel y yo les adelantábamos, burlándonos con cierto cariño cada vez que les sobrepasábamos con más velocidad.

Así ellos se volvían más competitivos y colaboraban para mejorar.

Estaba segura de que después de aquella tarde, padre e hija estarían mucho más unidos.

De un momento a otro, Carla se acercó a nosotras.

–      ¿Puedo llevarme a Rachel a patinar conmigo? – me preguntó.

Lo cierto es que la trataba con mucho cariño y juntas parecían congeniar. Me di cuenta de que Carla se sentía útil al explicarle a Rachel cosas nuevas y ayudarla.

Se marcharon juntas a dar una vuelta por la pista y yo me mantuve quita, apoyada en el borde, observándolas.

John apareció a mi lado de pronto.

Le observé, tratando de controlar mis repentinos nervios. “Tres años trabajando para él, y no soy capaz de dejar de temblar”, me regañé a mí misma.

Suspiré.

–      Me ha contado lo de ese chico – dijo él con cierta nota de orgullo en su voz.

Le sonreí.

–      Espero que no le hayas contestado que tienes una escopeta en el maletero del coche – respondí –. Hubiese sido contraproducente.

John me miró con picardía. Después sonrió y negó con la cabeza.

–¿Tu padre tiene una? – me preguntó él.

Fruncí el ceño. Pero entonces recordé que John aún no conocía el motivo por el cuál yo debía ocuparme de mi hermana. No sabía lo de mis padres.

–      ¿He dicho algo malo, Sarah? Espero no haberte molestado – añadió él después.

Negué con la cabeza y le sonreí con tristeza.

–      Mis padres murieron hace casi dos años en un accidente de tráfico. Rachel se salvó – murmuré.

Después decidí cambiar de tema.

–      Pero eso no es importante ahora. Ya pasó – continué hablando –. Lo que importa es que Carla ha empezado a confiar en ti de nuevo.

Le miré y me encontré con unos intensos ojos color turquesa intenso. Supe que le había conmocionado de alguna manera.

Entonces John alargó su mano y entrelazó sus dedos con los míos.

–      Había olvidado lo que era que mi hija me mire como si fuera un héroe o alguien que puede salvarla de cualquier mal. Le he dicho que si no está segura de lo que va a hacer, es mejor que no lo haga.

Le sonreí.

–      Eres un buen padre – le dije entonces.

Él desvió su mirada hacia el suelo, en un gesto de timidez. Me resultaba gracioso que a un hombre de tal envergadura y con tanta experiencia profesional, le costaste tantísimo aceptar un cumplido con naturalidad.

–      La verdad… No me importaría tener más hijos. A lo mejor a Carla le haría ilusión tener un hermano… O hermana – dijo él con aire soñador.

Me miró de soslayo. Y entonces una extraña rigidez se apoderó de mi cuerpo.

Claro que sólo eran cavilaciones de un hombre viudo. Un hombre viudo que estaba apretando mi mano con fuerza.

“¿Tú quieres tener hijos, Sarah?”, me preguntó la voz de mi conciencia.

Y empecé a hiperventilar.

                                               ***

John nos llevó en su coche a Rachel y a mí hasta casa. Carla se despidió de nosotras con una gran sonrisa. No pude evitar, al ver la cara de la joven de dieciséis años por última vez aquel día, el pensar cómo reaccionaría ante la idea de que su padre tuviese una nueva pareja… Y ante la idea de tener otro hermano.

“¿Pero, y tú qué piensas?”, mi conciencia habló de nuevo.

John Miller se bajó del coche y nos acompañó hasta el portal.

–      Hasta mañana – susurró él en mi oído discretamente antes de marcharse.

Le miré impactada mientras se alejaba de nuevo hacia su coche, aparcado en doble fila en la acera de enfrente.

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Y el siguiente!!!!Perdón por el retraso :( espero ir más rápido en los próximos.

Me alegra mucho saber que os está gustando!

Vota por favor, si te está gustando :) 

Y más que decir que gracias a todos y todas por vuestros comentarios, votos y apoyo, de verdad me ilusiona ver que esta novela, a pesar de no tener demasiada acción, ni escenas explícitas, está gustando bastante :) ojalá y siga así! gracias!

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