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Había ensayado el monólogo al menos una docena de veces. En voz alta, en voz baja, mentalmente, delante del espejo… Y aún continuaba repitiéndolo para mí misma mientras el ascensor me llevaba rascacielos arriba, hacia mi mesa de trabajo.

“Señor Miller, me han surgido unos asuntos familiares que me veo obligada a atender… Si fuese usted tan amable…”.

Constantemente me recordaba a mí misma que mi relación con mi jefe era sustancialmente buena. Me valoraba como la buena profesional que había demostrado que era y por ello yo quería creer que sería incapaz de negarme tres días libres.

Me senté, dejé mi bolso bajo el escritorio y encendí mi ordenador. Observé a través de la persiana que el señor Miller ya se encontraba, como siempre a las siete y media de la mañana, entregado por completo a una nueva jornada laboral.

–      Piensa, Sarah, piensa… – repetí en voz baja.

Porque ya no se trataba solamente de cómo pedirle a John Miller que me diera permiso, si no de seleccionar el momento adecuado en el que él estuviese dispuesto a escucharme y a ser posible, de buen humor.

Resoplé.

El presidente de Terrarius siempre estaba ocupado.

Y normalmente, todo lo que no estuviese cuidadosamente colocado en su agenda con un mínimo de una semana de antelación, le estorbaba.

“Solo serán cinco minutos”, pensé. “No le quitaré más tiempo”.

Mi mesa se encontraba a unos siete pasos de su despacho. Separada de éste por un pasillo cubierto por una aséptica moqueta grisácea. La madera de tonos claros daba color a las puertas y a los muebles, en los cuales se reflejaba la luz blanca de los focos de oficina que iluminaban la estancia desde el techo.

De pronto me di cuenta de que Miller tenía una reunión programada para las diez de la mañana, y después recordé que John, tras las reuniones siempre solía tomarse un pequeño descanso para organizar sus ideas.

“Después de la reunión hablaré con él”, pensé con aires de victoria.

Ya estaba planeado.

El momento, el lugar, las palabras e incluso los gestos.

–      Praxton, ¿le importaría pasar a mi despacho? Ahora, por favor.

Me sobresalté al ver a mi jefe apoyado en el umbral de la puerta de su despacho, observándome.

Medité sobre su exquisita educación. En sus órdenes no solían faltar los “por favor” y los “gracias”, a excepción de cuando se encontraba muy apurado.

No obstante, aquellos ademanes tan caballerosos se perdían en su mirada intransigente. Su “por favor” se podía traducir perfectamente por un: “para ayer”.

–      Sí, señor Miller – respondí con inmediatez al tiempo que me levantaba de mi silla negra.

Le seguí. Observé su camisa de rayas, que le quedaba sustancialmente grande. Era compresible, pues se trataba de un hombre bastante delgado y esbelto, al cual le sería bastante difícil encontrar ropa de su talla.

Además, su altura le hacía parecer aún más consumido. Supuse que mediría cerca de un metro noventa.

Cuando tomé asiento, noté sus ojos azules clavados en mí. Advertí que el turquesa de sus iris parecía más intenso de lo habitual, nada que ver con el azul pálido y cristalino que lucía cuando se encontraba más relajado.

Rozando el cielo © Cristina González 2014 //También disponible en Amazon.On viuen les histories. Descobreix ara