Sombras

By GisselEscudero

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En la vida real, algunas personas creen haber visto fantasmas. Otras aseguran haber visto unas sombras como h... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5

Capítulo 6

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By GisselEscudero

VI

El panorama que se veía a través de la ventana no invitaba para nada a salir afuera. No estaba lloviendo, pero se había levantado un viento muy fuerte y los meteorólogos habían recomendado a los televidentes que tomaran precauciones. Javier pensó que dicha advertencia no era para nada absurda. Todos los árboles del vecindario estaban inclinados en la misma dirección, y el aire chillaba en los tejados y azoteas como una banshee cargada de anfetaminas. Cada tanto se tronchaba alguna rama, y si por casualidad caía sobre un vehículo, la alarma de este último se sumaba al concierto climatológico.

Vaya forma de pasar un sábado, pensó el muchacho. Marisa venía insistiéndole hacía rato en que se tomara alguna noche libre para hacer algo divertido como cualquier otro chico de su edad, pero ¿cómo iba a seguir su consejo si el tiempo no acompañaba? Le hubiera gustado invitar a Isaura a ver una película en el cine. Cualquier cosa, con tal de pasar unas horas libre de presiones y comiendo palomitas de maíz hasta reventar. Pero aquella noche sólo era apropiada para meterse en la cama caliente y leer un libro. ¿Qué temperatura haría afuera, diez grados? Tal vez menos, por el efecto del viento. Brrrr. No era agradable sentir el aire helado en la cara.

Javier apagó la televisión y las luces de la cocina, donde había comido su cena en completa soledad. Su madre estaba en su dormitorio. Se había encerrado ahí desde las cuatro de la tarde, y no había querido comer a pesar de la oferta de su hijo de llevarle algo en una bandeja. Hacía días que actuaba raro; es decir, más raro de lo que acostumbraba debido a la enfermedad. Comenzaba a parecer una perfecta extraña, malhumorada e impredecible, y eso al muchacho le daba miedo porque no quería terminar odiándola. Antes de irse a la cama, por lo tanto, hizo un último intento de hablar con ella, golpeando su puerta con mucha suavidad.

—¿Mamá?

—¿Qué quieres? —gruñó la mujer.

—Ya me voy a dormir. ¿No quieres comer algo? ¿Te traigo un vaso de agua?

—No. Vete.

Javier guardó silencio un minuto. De pronto se sentía triste y dolido, como un cachorrito apartado de su familia.

—Mamá, ¿estás bien?

—Ya te he dicho que sí. Vete. Hasta mañana.

—Hasta... hasta mañana. Que descanses. Te quiero, mamá.

Ester no respondió, haciendo que Javier se sintiera aún más desolado. Pero no era algo que él pudiera arreglar con palabras bonitas. El problema estaba en la cabeza de su madre, desbaratando el delicado funcionamiento de su cerebro del mismo modo que el viento en el exterior derrumbaba cualquier cosa que no estuviera firmemente clavada al piso. Javier sólo podía rogar porque hubiera algunos periodos de lucidez antes de que la ventolera se convirtiera en un huracán. Ya se había hecho a la idea de perder a su madre, pero no tan rápido ni con semejante rechazo por parte de ella. Si llegaba al punto de tener que cambiarle los pañales, pues lo haría, siempre y cuando ella lo siguiera amando hasta el final. Por favor, que así fuera. Era lo único que pedía a estas alturas.

El muchacho dejó abierta la puerta de su propio dormitorio para escuchar a su madre si acaso llegaba a pedirle algo. Luego se desvistió despacio, de mala gana. Había sido un día gris, aburrido y deprimente, y odiaba terminarlo de esa manera, yéndose a dormir sin haber conseguido un simple “buenas noches” de la persona con quien vivía. Se le ocurrió que quizás podría llamar a Isaura, pero la chica no tenía móvil ni teléfono fijo en su habitación, y le parecía desconsiderado hacerla levantarse si ya se había ido a la cama, lo cual era probable. En fin. Ojalá el tiempo estuviera mejor al día siguiente, para poder visitarla. Néstor decía que él, Javier, era una buena influencia para ella, pero el muchacho comenzaba a pensar que quizás el beneficio fuera mutuo. Ahora ella hablaba menos de sus problemas y no decía tantas palabrotas. Aún tenía días malos, cuando la atacaban los síntomas de abstinencia y la ansiedad, pero poco a poco se estaba limpiando en cuerpo y espíritu, lo que iba dejando lugar a una personalidad más que agradable. Si había sido así antes de descarriarse, entonces comprendía por qué Federico Elordi se había fijado en ella.

Javier se recostó y apagó la luz. Incluso con la persiana y la ventana cerradas podía escuchar el rugido del viento. ¿Era su imaginación o últimamente el tiempo andaba desquiciado? Todavía faltaba mucho para los desajustes naturales de la primavera...

Cerró los ojos. No se estaba tan mal ahí en la cama después de todo. Tal vez pudiera dormir largo y tendido, y las cosas tendrían mejor color por la mañana.

El ruido del viento se apagó a medida que Javier se desconectaba del mundo, y al cabo de un rato, ya en sueños, fue sustituido por otro: el de las campanas. Campanas grandes y pesadas, de esas que retumban por largo rato como diapasones. Eran al menos dos, una de tono grave y otra más aguda que daba dos tañidos por cada uno de su hermana mayor. Iban desfasadas. La combinación de ambos sonidos debería haberle resultado agradable, pero más bien le aturdía el cerebro, haciéndole rechinar los dientes. Se llevó ambas manos a los oídos para reducir la molestia. No funcionó. Amortiguar las campanadas sólo aumentaba el volumen de las voces, unas que surgían de su propia mente y que no paraban de reñir entre sí, causándole desesperación y angustia. ¿Por qué no se callaban de una buena vez? Hubiera dado cualquier cosa por un poco de silencio. Sólo... silencio.

Abrió los ojos. La habitación donde se encontraba tenía una sola ventana, algo pequeña. En esos momentos no entraba mucha luz por ella, pero bastaba para ver que en el cuarto no había más que una vieja cama, una mesa y una silla. Las paredes lisas tenían manchones de humedad. Él sabía donde estaba. También sabía que lo habían encerrado con llave por su propio bien. ¿O era por el bien de otros? No pudo responder esa pregunta ni ninguna otra. Las campanas y las voces entorpecían sus pensamientos; era como tratar de avanzar por un pantano con el agua y el lodo hasta el cuello y el olor a podredumbre invadiéndole la nariz. Apenas podía soportarlo, y dentro de él iba creciendo un grito que no tardaría en salir, destrozándole la garganta. Recordó al fin la razón por la que lo habían traído a ese lugar: había seres que lo acosaban. Seres malignos que hacían daño a las personas a través de él. Necesitaba ayuda para deshacerse de ellos antes de que hirieran a alguien más. Pero los seres no se iban; por algún motivo se sentían atraídos hacia él, y en ese momento... en ese momento estaban en la habitación, rodeándolo. Eran las sombras. Las sombras estaban vivas y se movían en la periferia de su campo visual, más cerca y más lejos. A diferencia de las campanas y las voces, las sombras no hablaban, pero su silencio resultaba mucho peor porque no las veías llegar hasta que ya era demasiado tarde. Imágenes de horror y sangre acudieron a su mente, torturándolo, y de la misma insidiosa manera las sombras continuaron su interminable asedio, hasta que el grito acabó por estallar en sus pulmones. Si había alguien afuera, sin duda lo estaba escuchando a pesar de las campanas.

—¡Dejadme ya! —añadió luego—. ¡Basta! ¡Dejadme para que pueda volver a casa!

Las sombras no se marcharon, y él hubiera jurado que su dolor les producía felicidad...

Las campanadas se convirtieron en golpes secos y Javier despertó. Por un momento estuvo demasiado confundido para reaccionar, pero luego se dio cuenta de que los golpes sonaban dentro de la casa. Provenían del cuarto de su madre. Entonces el joven también escuchó gritos y se levantó de inmediato.

—¡Mamá! ¡Mamá!, ¿qué sucede?

Mientras corría hacia el dormitorio de su madre pensó que quizás hubiera entrado un ladrón al apartamento, pero al abrir la puerta vio que ella estaba sola, de pie en la habitación y arrojando objetos contra las paredes en un ataque de ira irracional. A Javier le costó reconocerla. Aquella mujer no parecía su madre sino una dama loca escapada de un manicomio. El muchacho se lanzó hacia ella y trató de sujetarla, pero la mujer le dio un codazo sorprendentemente fuerte en el estómago y Javier retrocedió unos pasos, debilitado por el dolor.

—¡No te me acerques! —chilló su madre—. ¡Sé lo que le hiciste y no dejaré que me lo hagas a mí también! ¡Monstruo!

Javier palideció.

—Mamá, ¿de qué estás hablando? ¿Qué le hice a quién?

—¡A tu padre! Yo sé lo que le hiciste a tu padre. No dije nada porque eres mi hijo, pero yo lo .

—Mamá —el muchacho tragó saliva—, mamá, yo no le hice nada a papá. Tú escuchaste al médico. Él se murió de...

—¡No! ¡Dijiste que estabas durmiendo cuando él murió, pero yo te oí decir algo, estabas hablando con él, y a la mañana apareció muerto! ¡Eres un asesino! ¡Mi hijo es un asesino! ¡Fuera de aquí, vete, largo!

La mujer tomó un joyero y lo arrojó hacia el muchacho, quien tuvo que hacerse a un lado para evitar que le diera en la cara. No sabía qué hacer. De momento sólo podía quedarse ahí parado, viendo a su madre romper cosas. Era una rara e inquietante combinación: una mujer delgada, de cabello entrecano y vestida con un camisón de franela, destruyendo su dormitorio como si la hubiera poseído un demonio. Tal vez la locura fuera eso: no una enfermedad sino un ente perverso que se colaba en las personas con el aire que respiraban. Al diablo la ciencia moderna. La neurología no podía explicar de manera satisfactoria aquella aberración.

Javier hizo un nuevo intento por detener a su madre, abrazándola por detrás para inmovilizar sus brazos. Ella gritó más alto y empujó hacia atrás, enviándolos a ambos contra una cómoda. El borde del mueble se clavó en la espalda del muchacho, quien gimió.

—¡Suéltame, monstruo asesino! —chilló la mujer. Javier no la soltó. Iba a retenerla hasta que se le pasara el ataque, aunque eso implicara que dieran vueltas por todo el apartamento, chocando con el resto del mobiliario. Javier se dio cuenta de que estaba llorando. Era más alto que su madre y jamás había empleado su fuerza contra ella. Ester lo pateaba en las piernas con sus talones, pero no podía hacerle mucho daño porque estaba descalza.

—¡Mamá, ya basta! ¡Tranquilízate! —suplicó él. La mujer no le hizo caso. En lugar de eso, levantó ambas manos y trató de arañarle la cara.

Igual que en el sueño, Javier empezó a ver sombras cerca de ellos. Vagamente pensó que debía ser un efecto de la tensión nerviosa, pero su madre dejó de gritar un instante y luego sus chillidos se reanudaron con mayor intensidad. Aunque aún trataba de soltarse, cambió la dirección de sus patadas, apuntando hacia adelante y los costados, hacia las sombras.

—¡Aaahhh! ¡Fuera! ¡Fueraaaaaa!

Por debajo de los gritos de su madre, Javier escuchó que se abría la puerta principal, y al girar la cabeza vio entrar a Marisa, quien tenía una copia de la llave. La mujer se detuvo en el umbral del dormitorio, horrorizada.

—¡Marisa! —gritó el muchacho—. ¡Llama una ambulancia, rápido! ¡No sé qué le pasa!

Sin decir una palabra, la mujer corrió hacia el teléfono y empezó a marcar. Javier se concentró en sujetar a su madre hasta que llegara la ayuda, pero le estaba ganando la fatiga. Ella seguía pateando y chillando.

Una sombra más grande que las demás se alzó ante ellos como si pensara devorarlos. La mujer soltó un alarido, y dio una sacudida tan violenta que por fin se liberó del abrazo de su hijo. Corrió entonces hacia la puerta que Marisa había dejado abierta, empujando a la vecina en el proceso.

—¡Mamá, regresa! —exclamó Javier, y fue tras ella.

Los siguientes diez segundos se fijaron en su memoria como labrados con un cincel, y más tarde se repetirían una y otra vez en su cabeza hasta darle ganas de abrirse el cráneo para remover la escena de su mente con sus propios dedos. Vio a su madre huir despavorida hacia la escalera con los brazos extendidos frente a ella, la boca abierta en el alarido que aún no terminaba de proferir, el camisón flotando alrededor de sus piernas como una nube rosa. Ella iba mirando hacia adelante. No hacia abajo, a los escalones, y por eso sus pies la impulsaron al vacío. Por un instante quedó suspendida en el aire. Javier gritó algo, pero nunca supo qué fue. A su alrededor no había sombras sino otros vecinos del edificio, que habían salido de sus apartamentos al oír el escándalo y contemplaban la escena con miedo en sus ojos.

La gravedad hizo efecto y Ester rodó por las escaleras. Era un tramo corto y en nueve de diez caídas no le habría pasado nada grave, pero iba a mucha velocidad y no hubo manera de que usara los brazos y piernas para frenar el descenso. Dio varias vueltas sobre sí misma, y en tres ocasiones se escucharon unos crujidos que le pusieron a Javier la piel de gallina. Su madre recién se detuvo al chocar contra la pared al final de las escaleras, donde permaneció sin moverse. Un hilo de sangre comenzó a deslizarse por su frente.

—¡Mamá! —gritó el muchacho, y bajó las escaleras saltando los peldaños de dos en dos. No se atrevió a tocar a su madre. Tenía un brazo roto y no quería moverla por temor a empeorar las lesiones. Al menos respiraba. Lo hacía en forma superficial e irregular, pero seguía viva.

Javier miró hacia arriba. Allá estaba Marisa, todavía con el teléfono en la mano y explicando la situación con voz vacilante. Al igual que el muchacho, tenía la cara húmeda de lágrimas. Ester soltó un pequeño gemido.

—Tranquila, mamá —susurró Javier—. Te pondrás bien. La ayuda está en camino. Todo estará bien.

Sin embargo, él no creía sus propias palabras.

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Gissel Escudero

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