IRWING y El Legado de los Uni...

MarinaJones3 द्वारा

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Una clásica historia juvenil, demarcada por la eterna lucha entre el bien y el mal. Un viaje de aventura que... अधिक

PRÓLOGO
IRWING
INDÓMITO ANIMAL
SOMBRAS EN LA TORMENTA
EL JINETE INDICADO
EL LINAJE DEL UNICORNIO
LA MAGIA
ACECHADOS
EL SEÑOR Y LA SEÑORA
DERENAHIA, OJOS DE SOL
VESTIGIOS DE MAGIA
LA MAGIA DE LEAWIS
OJOS ROJOS
EL PUENTE DE HIELO
LA BESTIA Y EL AVE

CRIATURA MÁGICA

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MarinaJones3 द्वारा

Unos pocos kilómetros antes de arribar a su cabaña, Irwing se detuvo junto a un árbol. Aquietó a Perla y volteó para observar su nueva adquisición. «¿Aceptarán mamá y papá que te traiga a casa? –pensó–. Y... ¿Timoteo? No creo que quiera volver a verte. Aun así, voy a conservarte, cueste lo que tenga que costar. Nadie puede negarme que te atesore. He trabajado arduo toda la temporada y te merezco».

Irwing se quedó ensimismado, montado sobre Perla, contemplando cómo el equino pintado gozaba de su libertad, en aquel desolado y nevado paisaje. Daba vueltas alrededor del árbol y de Perla con pasos elegantes y avivados, saltando como liebre liviana y relinchando briosamente como si estuviera largando carcajadas. Más aún, esta vez sus alaridos no expresaban furia, sino una penetrante y contagiosa alegría, que llegaba hasta Irwing haciéndolo sentirse radiante de energía. El perfecto suelo glaseado se cubrió de hoyos y marcas, producidas por sus enormes cascos de semental, al danzar como ciervo enamorado sobre la nieve. El viento soplaba fuerte, siempre frío y cortante; revoloteaban salvajemente, junto a la brisa, su extensa crin y espesa cola, blancas y puras. Los vivos colores de las manchas rojizas que cubrían a la criatura resaltaban notablemente sobre el paisaje albino. Todo parecía girar armoniosamente alrededor del potro, dando la impresión de que no hubiera sido él quien naciera en la tierra, sino la tierra la que se formara para él; cada partícula de polvo, cada pequeña hoja y cada dura roca; todo por y para él. Era como si cada soplo de aire susurrara su nombre, llamándolo suavemente; como si la naturaleza misma lo reconociera y le estuviera dando la bienvenida.

«¿Cómo pudiste soportar todo este tiempo encerrado en esa sombría caballeriza? –caviló Irwing–. Si fuese supersticioso, diría que estás lleno... lleno y repleto de... ¡magia!».

Luego el animal se irguió sobre sus patas traseras junto al árbol; estiró el cuello hasta las ramas y con la lengua absorbió una pequeña gota de agua fría y congelada que caía de una estalactita. Sus patas delanteras hicieron saltar la nieve al volver a caer al piso, y con un peculiar relincho el caballo miró a Irwing. Este pensó que, si lo imposible comenzara a hacerse cierto, en ese momento juraría que el animal estaba sonriendo y que una prolongada y definida mueca estaba dibujada en su hocico manchado. Pero borró esas locas ideas de su cabeza, espoleó a Perla y salió a trote parejo hacia su casa.

Al llegar allí nadie estaba afuera. Con discreción se dirigió al establo. El caballo pintado lo siguió, pacíficamente, sin provocar altercados. Una vez en el pequeño box del viejo establo, Irwing desmontó a Perla, para luego liberarla de todas las cinchas y demás elementos de montura; la dejó comiendo paja en un pequeño apartado del lugar. Mientras tanto, atisbando el sitio desde afuera, sin atreverse a poner un pie dentro, el potro salvaje examinaba a Irwing con aire de intriga.

–¿Estoy loco? –se preguntó Irwing en voz alta–. ¿Es cierto que puedo percibir expresiones en tu rostro?

El caballo relinchó juguetonamente, sacudiendo el blanco y largo pelo del tupé, que caía de manera desprolija sobre toda su testa. Irwing se le aproximó, siempre manteniendo una actitud prudencial, y lo cogió por las quijadas. Observó sus grandes ojos, coloreados de verde intenso y claro, cristalinos y profundos, como jóvenes brotes de hojas vistas a través de una gota de rocío, bruñidos; era notoria una gran historia en ellos. «Nunca encontraría un caballo con estos ojos, son tan increíbles» se dijo Irwing hacia sus adentros. Luego sonrió, ¿era cierto que ya tenía un caballo? La situación había sido tan distinta a comprarlo con el dinero ahorrado, a lo que él pensaba que pasaría, que olvidaba que estaba en presencia de su nuevo potro. ¿Qué pensarían sus amigos al verlo? ¡Morirían de la envidia! Intentó agarrarlo y meterlo al establo, pero el animal comenzó a ponerse nervioso al percibir las intenciones de Irwing.

–¿Qué sucede amigo? –le habló el joven, con tono suave–. Si no permaneces adentro, podrías enfermarte. Debo cuidarte. Vamos, anda... no voy a dejarte ahí encerrado todo el día. Prometo que más tarde vendré por ti.

Y, mágicamente, como si el animal le hubiera entendido cada palabra, sin protestas ni relinchos, el gigantesco equino ingresó al establo y se ubicó junto a Perla a comer un poco de paja.

–Eso es, buen chico. Ahora déjame hablar con mamá y papá. Luego te buscaré un nombre y vendré por ti, ¿qué te parece? ¿Eh? Correremos libres, te lo prometo–. Y diciendo esto, Irwing corrió rápidamente hacia la cabaña, contento y confuso a la misma vez.

Entró exasperado y se topó con su madre y Timoteo sentados en la cocina, conversando.

–¿Qué ha sucedido contigo, muchacho? –preguntó Elena, al verlo jadeante.

Irwing vaciló en responder, durante el camino había premeditado muchas maneras de enfrentar a su familia y decirle que pretendía quedarse con el potro que casi deja sin pierna a su hermano. Pero ahora que afrontaba la situación y los tenían delante de él, todo era más peliagudo de lo que vaticinó. ¿Creerían que se trataba de un simple canijo miserable?

–¿Y? –indagó Timoteo al ver que su hermano no confesaba–. ¿Qué ha sucedido en el rancho de Tom? ¿Te ha conseguido un potro?

–Bueno... –comenzó Irwing, medrosamente–, la verdad es que sí he conseguido un caballo. Pero no es exactamente lo que... bueno... lo que ustedes esperarían.

Elena se puso de pie, conocía a Irwing, y cuando empezaba a dar esos rodeos era porque se había metido en un gran problema.

–¿A qué te refieres, jovencito? –dijo en tono grave.

Timoteo, quién miraba a Irwing suspicazmente, pues ya había adivinado la situación de inmediato, sintió que una excitación recorrió su cuerpo al predecir que su hermano había traído consigo al potro manchado. Se paró alterado y salió corriendo hacia la puerta de la casa, trastabillando por su extremidad lisiada.

Elena lo observó confundida.

–¿De veras has hecho eso? –investigó Timoteo a Irwing, centrando su vista en las afueras, escudriñando los alrededores de la vivienda–. ¿Dónde lo tienes? ¿Cómo lo has conseguido? ¡Dime! ¡Irwing, dímelo todo!

El pequeño Irwing enmudeció al ver que su hermano ya lo sabía todo, ¿cómo era posible?

–¿Cómo lo has adivinado? –preguntó, atónito.

–¡Vamos, Irwing! Eres mi hermano y te conozco, pude leer en las expresiones de tu rostro los hechos. No hay que ser un genio para entenderte.

–¿Qué está sucediendo aquí? –gritó Elena.

Pero Timoteo no le prestó atención, ayudándose con el bastón salió afuera y se arrastró por la nieve hasta el establo. Adentro de la casa, Elena miraba con una expresión furiosa a Irwing, a tal punto que el claro de sus ojos verdosos se había vuelto negro oscuro. ¡Estaba hecha una fiera!

–Y bien, jovencito –dijo entre dientes–, ¿vas a decírmelo?

Irwing suspiró y sorpresivamente salió corriendo tras su hermano, evitando a toda costa las preguntas inquisitivas de su madre. Pero esta no se quedó en el molde y también saltó disparada detrás del muchacho. Ambos se abrieron paso entre la espesa nieve hasta llegar junto a Timoteo.

En escasos segundos, los tres se encontraron en la puerta del establo observando, incrédulos, al enorme potro pintado que allí se encontraba. Elena estaba boquiabierta, con el rostro rígido; con una impresión de miedo, como si frente a ella hubiese una especie de fantasma u horrible criatura diabólica y maldita. Pero a diferencia de ella, y para sorpresa de Irwing, Timoteo se encontraba feliz y excitado, como si en las barbas de sus ojos se hallara un gran cofre colmado de monedas de oro reluciente. Sin pensarlo, intentó acercarse al potro, pero este al verlo e identificarlo largó un bufido amenazador. Al instante, Timoteo retrocedió con precaución, pero siempre manteniendo esa actitud de alegría en su rostro.

Irwing, que miraba desde el umbral, entró y se puso junto a su hermano. Luego, caminó mansamente hasta el caballo y comenzó a acariciarlo en el dorso, suave y con mucho cuidado.

–Tranquilo, tranquilo –le habló, intentando transferir paz al excitado animal–. Todo está bien amigo, ¿lo ves? Ellos son mi familia, no te harán daño. Yo te cuidaré.

El caballo pareció relajarse y lanzó a Timoteo una extraña mirada, que de alguna destierra manera le concedía permiso. Entonces, este juntó valor, siempre moviéndose torpemente sobre su bastón, y se le arrimó con mucha prudencia. Le puso la mano sobre la garganta y comenzó a agasajarlo suavemente. Su pelo era suave y parejo, podían sentirse las venas que sobresalían de la piel caliente. El animal era puro músculo y espíritu, una verdadera creación de la más sabia y antigua naturaleza. Nunca, en sus veinte años de vida, había sentido esa insólita sensación al entrar en contacto con un caballo.

–Es hermoso –comentó entusiasmado–. ¿Cómo lo has conseguido, Irwing? Cuéntame, te lo suplico.

Elena los miraba todavía inmóvil desde la puerta. Parecía no entender la situación.

–¿Ese es el caballo que le quebró la pierna a tu hermano? –preguntó furiosa; sus palabras casi rugían–. ¿Cómo has osado traerlo hasta aquí? ¡Es una falta de respeto! Deshazte de él de inmediato, Irwing, hijo de Amelio, no voy a permitirlo. ¡No va a quedarse!

Irwing empalideció ante los retos de su madre, no quería desprenderse del animal, no era justo.

–Tranquilízate Elena, hija de Fred –dijo Timoteo–. El animal no tiene la culpa de lo que a mí me sucedió. Sé que es tentativo culparlo y que una reacción obvia sería hacerlo, pero no es razonable. Dime madre... con qué justificación explicaría el cazador el odio que tiene contra un lobo que no pudo aprisionar porque su tiro erró y, quedando indefenso él, el animal procedió a arrebatarle un brazo con sus feroces mandíbulas... ¿Acaso, si tú fueras el lobo, no considerarías justo defenderte cuando tuviste la oportunidad? ¿No fue el cazador el agresor?

–¿Qué dices, Timoteo? –preguntó Elena embrollada, no podía conceptuar que su hijo mayor estuviera amparando a la bestia que lo había dejado cojo.

–Digo, madre, que Tom sacó este potro de su hogar. Arrebató su vida y lo privó de su libertad. Encerró este espíritu salvaje para poder someterlo a su dominio, pues es imposible resistirse a sus encantos. Y yo, humano tonto y caprichoso, quise domarlo. Dime... ¿con qué derecho le quitaría yo lo que la naturaleza le enseñó? Ella es la madre de todas las criaturas de la tierra.

Elena se quedó muda y, al no poder hacer frente a las reflexiones de su hijo, dio media vuelta indignada y se marchó con largas zancadas hacia la casa. Irwing se quedó mirando a Timoteo sobrecogido, pues él tampoco entendía de todo lo que estaba sucediendo.

–¿De veras no estás enojado? –preguntó el incrédulo pequeño.

–No, Irwing. He de tener una actitud madura y aceptar que el animal no tiene la culpa. Ya sabes que respeto a los caballos.

–Lo sé.

–Ahora, por lo que más quieras, cuéntame.

–Bueno, es un poco largo de explicar y, de hecho, no sabría con exactitud cómo hacerlo. No me creerías nunca.

–Yo jamás profesé que alguien pudiera montar este caballo y, sin embargo, mi pequeño hermano lo logró. Ya puedes justificar lo injustificable con este hecho, Irwing.

Irwing se quedó observando cómo Timoteo se acomodaba en el suelo, acolchonado por la paja, preparándose para escuchar el relato que él debía contarle, explicándole sobre cómo había conseguido el caballo. Pero Irwing no podía confesarle lo del águila ni lo del lobo. Nadie se lo creería; ni siquiera el hecho de tener en su establo al corcel pintado persuadiría a Timoteo de creer que un águila albina le había hablado.

–Bueno, hermano, la historia es simple –comenzó a resumir el muchacho–. Este animal es muy frenético y está colmado de energía. La solución es transmitirle paz, enseñarle que no quieres hacerle daño, ni encerrarlo en un cuarto oscuro todo el invierno. Nada de riendas y monturas; menos hablar de un freno. Verás, esa es la simple respuesta.

–Tal vez, siempre fuiste un poco especial Irwing, y... ¿cómo es que Tom cedió a entregártelo?

–Al principio fui y él me ofreció un raquítico y viejo caballo blanco. Pero consideré que sería malgastar el dinero que papá me había dado. Antes de irme, me reveló el caballo pintado. Lo tenía encerrado en un box sucio y chico, lejos de la luz del sol. Le pregunté si seguían en pie la oferta de montarlo y llevarlo gratis y me dijo que sí, confiado de que nunca podría hacerlo. Pero antes de que reaccionara, me metí a la cámara y lo monté.

–¿Así de simple?

–Así de simple, hermano.

–Oh, Irwing... qué extraño eres...

Así, regresaron a la casa y pasaron el resto del día al calor del fuego de la chimenea. Elena no discutió ni hablo del tema durante lo que quedaba de la tarde, como si ignorara lo que había acaecido. Irwing irradiaba felicidad, y su indómito corazón no podía esperar por salir a la mañana siguiente en busca de sus amigos y mostrarles a su nuevo compañero.

Al caer la noche, su padre llegó como siempre, cansado de tanto trabajar, a pesar de que en invierno nunca había mucho trabajo. El hombre construía muebles por anticipado, para ahorrarse responsabilidad en las siguientes temporadas. Se sentó en la mesa, junto a toda la familia, para tener una apetitosa y agradable cena que su esposa había preparado. Todos comieron en afonía y tranquilos, escuchando a Amelio relatar el problema que había tenido al armar una gran mesa de madera, para un hombre de buena situación económica del pueblo. Y justo cuando el hombre de la casa estuvo por ponerse de pie para ir a descansar a su cuarto, Elena lo detuvo.

–¡Espera! –advirtió, antes de que su marido abandonara la mesa familiar–. Hay un tema importante que debes hablar con tus hijos, querido Amelio, yo no he logrado discutirlo con ellos, porque creo que tú debes hacerlo.

Amelio se quedó confuso mirando a sus hijos, mientras que Irwing le echaba un ojo con mucho recelo a su madre. «Has esperado que papá esté cansado y sin ganas de discutir para decirlo», pensó airado.

–Y... ¿bien? –preguntó Amelio, fatigoso y esperando que el problema no fuera grave y pudiera resolverlo rápido.

Pero nadie contestó, Irwing y Timoteo permanecieron con la cabeza gacha, enmudecidos, como si alguien les hubiera cortado la lengua y hubiera tapado sus oídos. Pero Elena estaba dispuesta a contarlo todo y, claro está, relatar solo su versión de los hechos.

–Tu hijo, Irwing, hoy malgastó el dinero que le diste –dijo, desfachatadamente–. Fue al rancho de Tom y, en vez de traer un buen caballo, como se suponía que debía hacerlo, ha traído el caballo salvaje que tiró a Timoteo.

Amelio desmanteló la actitud neutral y desgastada y abrió los ojos grandes, de par en par. ¡No podía creer lo que escuchaba! ¿Irwing? ¿Había desobedecido?

–¿Es cierto eso, hijo? –indagó a Irwing.

–En parte sí, padre –informó el jovencito sin alzar la cabeza, con tono de voz sumiso–. A decir verdad, lo conseguí gratis, he dejado el dinero en la pequeña mesa de luz de tu habitación.

–Entonces... ¿tienes al caballo? ¿Dónde?

–En el establo padre, pero no ha causado problemas, se está portando bien... yo le enseñaré.

Amelio se puso de pie furioso y tiró la silla. Irwing levantó la vista y se tropezó con el colérico rostro de su padre, rojo como un tomate a punto de estallar.

–¡Hijo! ¡Simplemente no puedes tenerlo! ¿No ves, acaso, lo que le ha hecho a tu hermano?

–Sí, lo veo –añadió Irwing, rápidamente, intentando excusarse–, pero Timoteo fue tras el problema, no es la culpa del caballo.

–Así es, padre –apoyó Timoteo, poniéndose de pie–. Tú sabes tanto como yo que no depende del animal, fue mi culpa ir a montar un corcel que era casi indomable.

–¡Eso ya lo sé, Timoteo! –continuó Amelio, que ya hablaba más tranquilo al ver que sus dos hijos se apoyaban mutuamente–. Entiendo lo que dices, y lamentablemente tienes razón. No sacrificaría al potro si tuviera la oportunidad de hacerlo, aunque te haya dejado lisiado, porque fue tu culpa y no la de él. Pero debes entender, hijo, que no estoy dispuesto a pasar lo que pasé contigo nuevamente con Irwing. ¿Entiendes?

–Pero yo puedo dominarlo –razonó Irwing desesperado, pues ya se veía venir que su padre no quería saber nada con el animal–. Te lo puedo demostrar ahora mismo.

–No, gracias pequeño, no quiero ver como otro de mis hijos se quiebra entero por una bestia bagual. ¡Esto no se discute más! Mañana mismo lo llevaré con Tom y lo haré yo solo. No quiero que ninguno de ustedes dos se les acerque.

Y diciendo esto, se dirigió a su habitación muy enojado, sin dejar que sus hijos pudieran convencerlo.

Irwing soltó un grito de odio golpeando la mesa con los puños y unas lágrimas salieron por sus ojos, que ya se habían colmado de pequeñas venas y estaban inundados. Fastidiado, se puso de pie y se encerró en su cuarto, sacudiendo con fuerza la puerta. Elena y Timoteo se quedaron mirándose mutuamente en silencio en la cocina.

–¡No tenías que hacerlo, madre! –habló el rengo–. ¿Es qué no lo entiendes? ¡Eres su madre! Y no lo conoces... no sabes nada acerca de Irwing, él es especial madre, ¿acaso no lo notas? ¿No lo ves?

–¡Basta, Timoteo!

–No, madre, esto no es justo. Ese animal no lastimará a Irwing, tú misma viste como lo respetó hoy en el establo. Ambos merecen una oportunidad.

Elena sacudió la cabeza y se puso de pie, luego se marchó al cuarto. Sin más nada que hacer, Timoteo apagó la vela y también circuló a su habitación. Y en cuestión de segundos, la casa quedó oscura y callada, sin el más mínimo movimiento dentro de ella.

*

Hacía dos horas que Irwing lloraba sin cesar recostado en su cama. Su nariz se había tornado roja y congestionada. Las lágrimas emergían desde sus ojos verdes, ahora chiquitos e irritados, trascurriendo una y otra vez por el mismo surco húmedo trazado en sus mejillas, para luego caer en su almohada mojada. Cada tanto, inhalaba dificultosamente haciendo ruido, forzando sus fosas nasales.

No, no debería llorar, pues ya tenía dieciséis años; pero la frustración era demasiado grande como para contenerla.

«No puede estar pasando esto» pensó. Y se quedó en silencio, esperando que sus ojos se cerraran; le dolía la cabeza de tanto lloriquear. «Mañana como siempre me despertaré y olvidaré lo sucedido. Sí, la vida continuará, aburrida y rutinaria», continuaba especulando, triste. Luego sintió que sus párpados le pesaban, como si fueran de plomo, e intentando aquietarse los cerró y comenzó a dormir muy lentamente.

Pero de improviso, una enérgica y fantasmal ráfaga de aire frío se filtró en su habitación, helándole la cara, revoloteando sus mantas y precipitando al piso alguno de los viejos libros que se hallaban en la destartalada biblioteca. El altercado provocó un estrépito fuerte e Irwing saltó de la cama espantado. Se quedó parado junto a esta, vislumbrado en todas las direcciones con ojo atento, el corazón saltándole violentamente en el pecho y la respiración entrecortada tal como jadeo de perro sediento. Pero nada acontecía. Solo notó que el torbellino de viento había abierto los postigos de su ventana de par en par, haciéndolos golpearse contra la pared. Sus harapientas cortinas se revoloteaban en todas las direcciones, como si en esa zona el aire continuara circulando. Pero, dentro de su habitación, la atmósfera casi ni se movía y todo estaba extrañamente estático. «¿Cómo es posible?», pensó Irwing al notar el cambio climático entre su ventana y el cuarto.

Despacio y con cuidado se avecinó a la lumbrera y, tal como lo temía, junto a esta había un insólito y anormal céfiro de aire fresco, que llevaba consigo algunas pizcas de nieve brillantes y mariposeaba solo en ese lugar. Se aproximó un poco más, siempre manteniendo los sentidos alertas. Pasó lentamente la mano por la ventana y notó que afuera todo estaba quieto, es decir, no había señales de viento en el exterior tampoco.

Afuera, el cielo brillaba estrellado, haciendo que la nieve centellara en el piso. La luna era redonda, muy grande y un poco amarilla, a decir verdad, estaba increíblemente espléndida. Solo se escuchaba el chillido de algunos grillos, pero no se percibía ni el menor movimiento.

Irwing se alarmó y volvió a meter la mano a la habitación. Cuando esta se deslizó desde afuera hacia adentro, se enfrió por el soplo gélido que transitaba en el marco de la ventana. Era como si en el perímetro de madera que cubría la lumbrera, el aire diera vueltas en círculos repetidamente.

«¿Qué es esto?» caviló Irwing, entumecido de miedo e intriga. Se quedó ahí, parado de espaldas a su recámara, mirando hacia fuera por la ventana. Cuando de sorpresa, una fuerte detonación acompañada de una luz relampagueante sonó brutalmente dentro de su cuarto, a modo de gran explosión, tal como si un rayo hubiese caído justo dentro de su habitación.

¡Por todos los dioses y santos de la tierra! ¿De qué se trataba esto? Irwing se quedó completamente inmovilizado. Sentía que una extraña sensación de frío le recorría toda la columna vertebral y le erizaba los pelos de todo el cuerpo. No se atrevía a girar la vista; sentía como si alguien desde el centro de su habitación estuviera hincando la mirada justo en su nuca. ¡Aquel momento fue aterrador! Y el muchacho solo quería salir corriendo y gritar desesperadamente.

Luego, el viento de la ventana comenzó a circular hacia el interior de la habitación, revoloteando todo dentro del cuarto. Irwing, que todavía no giraba, apreciaba cómo sus libros y antiguos juguetes caían al piso, provocando ruidos estremecedores que solo empeoraban las cosas. Pero no podía continuar así el resto de la noche; juntó coraje, llenó sus pulmones de aire, y con un fuerte grito ahogado volteó sobre sus pies.

–¿Quién está ahí? –vociferó, desesperado, al tiempo que abría los ojos.

Y, allí, erguida sobre el techo del último estante de su biblioteca, envuelta en un espiral de céfiro glacial, estaba posada la majestuosa águila albina; contemplando a Irwing con sus ojos negros, tan recónditos e intimidantes, como si quisiera tragárselo. Aun así, este se apaciguó un poco al verla, pues el ave rapaz, a pesar de tener esas misteriosas y atemorizantes entradas sorpresivas, siempre terminaba auxiliándolo.

–¿Qué haces aquí? –preguntó el joven con tono dócil, aunque ya un poco más incauto y seguro.

El ave, sin apartarle los ojos de encima, largó un chillido agudo y fuerte que resonó en toda la habitación.

Ha llegado la hora, mi querido Irwing –expresó la plumífera–. No puedes permitir que tu padre te prohíba el caballo pintado. Debes buscarlo y debes huir Irwing, las Islas te esperan.

–¿Las Islas? –preguntó Irwing sobresaltado, pues sentía una gran confusión–. ¿De qué hablas?

Nunca podría explicártelo todo, muchachito, tienes que partir... ¡ya! No hay tiempo, pequeño, debes confiar en mí. Tu destino no está en este pueblo, ni siquiera descansa junto a los de tu raza. Toma algunas de tus pertenencias y ve por el corcel pintado, él te guiará.

Los ojos de Irwing se llenaron inevitablemente de lágrimas. La excitación y el desconcierto habían bloqueado su joven mente.

–No lo entiendes, majestuosa águila blanca, no puedo abandonar a mi familia. Sé que hoy mis padres fueron injustos, pero eso no significa que los deje. Además, tampoco puedo renunciar a mi hermano, Timoteo.

Es el sacrificio que tendrás que hacer, de lo contrario, tú y tu familia correrán el riesgo de vivir bajo un reino injusto y mal subyugado por el rey. Tienes que liberar a los de tu raza Irwing, debes partir, el tiempo te enseñará que tomaste la decisión correcta. Y créeme, nunca te arrepentirás.

Y cuando hubo acabado, tal como lo hacía todas las veces, el águila desplegó sus alas y al batirlas provocó un ligero silbido. Salió disparada como una fecha por la ventana, y el viento se fue junto con ella, dejando todo en calma. Justo como la paz que precede a la tormenta, como si nada hubiera sucedido. Pero algo revoloteaba dentro de Irwing, quien sentía que su alma saltaba y solo anhelaba salir corriendo detrás del ave. Otra vez, la extraña voluntad lo estimulaba a seguir sus órdenes. Se trataba de un arrastre tan fuerte, que cualquier persona dotada con esa energía, cumpliría todos los objetivos que se planteara en la vida sin los más mínimos problemas.

Entonces Irwing cargó sus pulmones con aire y, sin pensarlo mucho, decidió acceder. ¿Qué perdería? Estaba cansado de la vida en la cabaña y en el pueblo. Ya no quería seguir con esa rutina monótona, jornada a jornada, de alguna manera, su familia tendría que entenderlo algún día. Sin perder el tiempo en complicaciones, tomó su pequeño bolso de cuero y puso en él la mayor cantidad de ropa que pudo. No le fue muy difícil empacar, nunca lo es cuando no se posee casi nada. A continuación, se cambió y calzó sus zapatos. Abandonó su cuarto en mudez y se dirigió a la habitación de Timoteo. Solo abrió un poco la puerta y le echó un último vistazo a su hermano. Este dormía plácidamente, muy quieto y abstraído, sometido a un profundo sueño. La luz de la luna que ingresaba por la ventana lo iluminaba, haciéndolo brillar. Al verlo Irwing no pudo evitar que se le escaparan lágrimas de los ojos. «Eres la mejor persona que conozco en este mundo, y juró por mi vida, que si en este viaje tengo la posibilidad de devolverle la viveza a tu pierna, lo haré. Pues hoy hermano, he sido testigo de un acto mágico y desde ahora en adelante soy un creyente».

Luego, cerró la puerta con cuidado y se dirigió al cuarto de sus padres. Estos dormían apaciblemente, al igual que Timoteo. «Lo siento mis queridos padres, sé que se enfadarán por esto. Tal vez, algún día pueda explicárselos. Pero no lograré hacerlo hasta no saber yo mismo el motivo». Atascó la portilla y rápidamente se encaminó a la salida, pero no pudo evitar voltear una última vez para observar la cocina.

Todo estaba sutilmente iluminado por la fría luz blanquecina y enclenque del gran astro nocturno que centelleaba en el cielo. El lugar estaba taciturno y sin vida, salvo por las ya débiles brasas de la chimenea. Irwing no pudo impedir que su cabecita se llenara de antiguos recuerdos, ¿qué estaba haciendo exactamente? ¡Estaba desertando de su hogar! Se le vinieron a la mente montones de imágenes cuando él y Timoteo eran chicos y jugueteaban por la cocina, desparramando la harina, mientras Elena amasaba rico pan. O aquellas duras noches de invierno, cuando ellos, tan pequeños e indefensos, no querían irse a dormir y Amelio los sentaba en su falda, uno en cada rodilla y les contaba largas y viejas historias sobre el abuelo.

El muchacho sintió que el corazón se le agrietaba en mil pedazos. «¿Es lo correcto?», recapacitó, pero nada evitaría que abandonara la casa, la energía que lo impulsaba era más fuerte que cualquier sentimiento que a su alma encogiese. Entonces, reunió lo último de valor que le quedaba y salió de la cabaña.

Afuera, tal como ya lo había visto por su ventana, la noche estaba calmosa y el cielo cargado de constelaciones. Sin hacer mucho murmullo, se orientó hacia el corral. Y allí, en la puerta, esperándolo como si estuviese al tanto de todo lo que había ocurrido, estaba el gigantesco corcel pintado.

Irwing se sorprendió al verlo y se le acercó con prudencia.

–¡Oh, amigo! –le dijo, suavemente–. Cosas insospechadas están sucediendo, pero no me voy a quedar sentado sin hacer nada. Pues si decidiera no ir, la intriga de saber qué habría pasado, me carcomería los sesos hasta que mi cuerpo terminara en la tumba.

El equino relinchó alegremente, moviendo su crin despeinada bajo la luz de la luna.

–¡Qué bueno que hayas entrado en razón! –dijo una joven voz masculina, que sonó divertida y aliviada al mismo tiempo.

¿Qué? ¿Acaso el caballo acababa de hablarle? Irwing abrió los ojos tragando saliva y dio un paso hacia atrás, asustado. Se quedó mirándolo muy confundido, ya sin poder creer en todo lo que estaba aconteciendo aquella noche. El potro se le acercó e Irwing quiso evadirlo, cayendo a la nieve sentado y enterrándose en esta.

–No te asustes –advirtió la voz que provenía desde el caballo, que para sorpresa de Irwing, parecía ser la de un adolescente de su misma edad.

–¿Estás... –tartamudeó– hablándome? –averiguó Irwing temeroso.

–¿Y qué esperabas? ¡Claro que estoy hablándote! He deseado todo este invierno hacerlo, pero nunca tuve la oportunidad, ya sabes, necesitaba que fuera el momento adecuado y estuvieras convencido de que lo que veías era verdad.

–¿Qué te hace pensar que no voy a salir corriendo muerto de miedo? Porque, de hecho, lo estoy.

–No lo harás –bufó el equino–. Tu corazón está sediento de aventuras, puedo sentirlo. Vamos, móntame, tenemos que irnos. Hay mucho por hacer, ¿sabes?

Y, luego de decir esto, el caballo volteó indicándole a Irwing que montara sobre él, sin riendas ni monturas. Este al principio dudó, pero ya no había marcha atrás, por lo que se puso de pie y de un salto se trepó al lomo del potro. Estaba completamente pasmado y fascinado a la vez, ¡ese animal podía hablarle! Y de una manera muy extraña, ya que la voz provenía simplemente de su interior, tal como el caso del águila.

El corcel relinchó lleno de vida, y salió trotando a toda prisa, abriéndose camino a través de la gruesa capa de nieve, siguiendo el sendero que le punteaban las estrellas, perdiéndose en la noche en dirección al Oeste.

Cabalgaron durante casi dos horas sin pronunciar una palabra, en absoluta afonía. Disfrutando de la compañía del otro, a pesar de no conocerse. La mente de Irwing ya estaba más sosegada y, ahora, el miedo se había transfigurado en una gran exaltación por saber qué le deparaba la vida. Por otro lado, el hidalgo caballo galopaba a trote pausado, meciéndose junto con el viento, relinchando de vez en cuando, feliz por poder escapar de la humanidad y correr libre; llenando sus pulmones de aire fresco y puro.

Pero Irwing no pudo hacerse el distraído mucho tiempo más en incógnita, necesitaba saber más sobre su nuevo... ¿amigo? Bueno, así decidió llamarlo, ya que si iba a viajar con él, se suponía que debían serlo.

–¿Todos los caballos hablan? –preguntó sorpresivamente Irwing, desgarrando el silencio que la noche había implantado entre ellos.

El potro frenó de golpe, sorpresivamente, clavando los cascos en la nieve, dejando un gran surco tras él.

–¿Qué sucede? –inquirió Irwing de nuevo–. ¡Debía preguntártelo! No puedo continuar viajando sin saber a dónde vamos, ni qué es lo que vamos a hacer, ¿no crees caballo?

–Completamente –resopló el animal–. Entonces, bájate amigo, voy a explicarte algunas cosas mientras descansas. Seguiremos mañana.

Entonces Irwing desmontó el potro y se quedó parado mirándolo en suspenso. ¡Verdad que era enorme! ¡El más grande qué él había conocido en su vida! La gélida noche transcurría lentamente y el frío no tenía intenciones de mermar su intensidad. El animal comenzó a escarbar con sus pezuñas junto a un árbol hasta que quitó toda la nieve del suelo y, en aquel momento, realizó un gesto con el hocico indicándole a Irwing que ahí podía recostarse. Este, sin perder el tiempo, extrajo de su pequeño bolso una manta vieja y se envolvió con la misma. Luego se afirmó en el piso, apoyado contra el árbol, siempre con la mirada atenta al infrecuente ser que tenía enfrente.

–Y bien –dijo Irwing, ya acomodado–, dime, caballo, ¿qué sucede?

El animal le clavó los ojos. Irwing descubrió que podía distinguir expresiones en su rostro que hablaban sobre sus sentimientos; esta vez, parecía algo molesto.

–Primero y muy importante –platicó la criatura con elocuencia– debo pedirte que dejes de llamarme "caballo". ¿Cómo te sentirías si te dijera "humano"?

Irwing levantó una ceja.

–¿Qué? ¿Por qué me llamarías de ese modo? Tengo nombre...

–¿Por qué tú me llamas "caballo"? Amigo, no soy un caballo... ¡Soy un unicornio! ¿No lo ves?

El muchacho no pudo evitar ponerse de pie de un solo brinco, haciendo que la manta volase por el aire. Se quedó aturdido con la noticia. «¿Un qué?», pensó embrollado.

–¿Qué?... ¡Unicornio! –exclamó, casi gritando.

–Así es amigo, soy un unicornio. Verás, los caballos vendrían a ser de nuestra familia. Ya sabes, provenimos de los mismos antepasados, pero somos muy distintos a los simples equinos que tú conoces.

–Entiendo la idea... unicornio.

–¡No, no! Tampoco puedes decirme unicornio todo el tiempo, sería ilógico que te dijera "humano", ¿no crees? ¡Tengo un nombre! Por lo que ya puedes comenzar a decirme Leawis.

–Leawis, muy lindo. –Gracias, Irwing...

Una vez que el joven se halló más sereno, y de a poco asimiló lo que estaba sucediendo, se sentó nuevamente en el piso húmedo. Pero no se engañen, el hecho de que se hubiera calmado, no significaba que no estuviera a punto de estallar de preguntas. ¡Sentía que se volvía loco!

–Bien, Leawis... ¿hacia dónde vamos?

El unicornio percibió que Irwing pensaba asediarlo con interrogatorios, por lo que se recostó a su lado, y torciendo las patas se hizo un compacto bulto.

–El objetivo es salir del reino –comentó, mientras terminaba de encajar sus cuatro extremidades–. Debemos viajar hasta la Isla Circe, cosa que será muy difícil. Tenía pensado marchar hasta el Bosque Enano, ahí estuve todo este tiempo. Tal vez... si salimos bordeando el mar por el extremo oeste de la Isla Güaisha, a la altura del Bosque Enano, eludamos a la guardia imperial.

–¿Isla Circe? ¡Increíble!

–Así es.

–Y... ¿tú viniste a buscarme? ¿Con qué objetivo? La verdad todavía no entiendo nada de lo que dices.

–Bien, es muy largo de explicar y ya me entró el sueño, mañana te lo contaré todo, siempre y cuando tenga permitido hablar de eso.

Y sin decir más nada, el mágico ser agachó la cabeza y la apoyó en sus patas delanteras. Miró a Irwing sonriendo, extraño gesto para algo que se asemejaba por completo a un caballo, y cerró los ojos. El muchacho se quedó oteándolo un rato, todo era tan insólito y había pasado tan velozmente que le costaba confrontarlo. De igual manera, sentía que de alguna forma revivía y que sus sueños se cumplían. Entonces, con una mueca en la cara, imitó a su nuevo amigo y se recostó sobre el tronco.

Continuará.... !!!! 

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