Nunca había corrido tan rápido en toda su vida. Pensó en las clases de gimnasia de la escuela, en la que los niños se burlaban porque era el más pequeño y siempre quedada atrás, rezagado. Mientras bajaba por la pendiente, las ramas duras de los árboles muertos rozaban sus brazos, haciéndole múltiples cortes en su piel nívea. Y las malezas en el frío suelo hacían que se tropezara cada dos por tres. Cuando finalmente bajó la pequeña montaña, respiró hondo y dejó salir el aire en un suspiro aliviado. Aunque el sentimiento de tranquilidad no le duró mucho al caer en cuenta de que seguía en el mismo pueblo raro y moribundo, con la misma gente extraña.
Pensó en su hermana, que estaba sola con aquel muchacho, en el medio de la nada. ¿Estaría bien? ¿Le habría hecho algo?
¿La volvería a ver?
No notó que estaba llorando hasta que las lágrimas llegaron hasta su pecho y traspasaron su suéter de lana. Sintió un frío helado recorrerle la piel, atravesándolo en medio del corazón. Como muerto viviente, siguió el camino de vuelta hasta la mansión, caminando sobre los pasos de su hermana. La maldita niebla que tanto detestaba se había vuelta más insoportable que nunca, envolviéndolo en una nube blanca y espesa que le obstruía la visión.
De repente, ese frío helado se convirtió en un fuego intenso que quemaba sus entrañas y salía por sus poros. Sentía rabia de ser pequeño y no poder hacer nada. ¿Por qué no podía ser más valiente y defender a su hermana de ese chico? ¿Por qué salió corriendo como una gallina indefensa en lugar de quedarse y luchar?
Porque era un niño, un simple niño al que todos veían como algo que había que proteger, como si estuviera dentro de una de esas cajas rotuladas en rojo ‘’CONTENIDO FRÁGIL’’. Entre los alaridos y las lágrimas, intentó calmarse y a tientas comenzó a caminar. Pero se detuvo cuando sintió unas manos gélidas posarse sobre sus hombros. Su respiración se cortó y sus ojos, marrones como los de su padre y muy distintos a los ojos azules de su hermana, se abrieron como platos, intentando ver más allá del llanto.
La niebla se fue disipando lentamente y unos segundos largos y aterradores transcurrieron hasta que Henry pudo ver a quien lo apresaba con sus garras. El señor Joseph no sonrió, no habló, no hizo ningún gesto. Simplemente se alzó en toda su altura, dio me vuelta y a pasos cansinos volvió a la casa. Esta vez Henry no iba a escapar, y decidido lo siguió, dando largas zancadas para poder llegar hasta el anciano.
—¡Señor Joseph, espere!
—¿Se encuentra bien, joven Darkwood? —preguntó Joseph sin siquiera mirarlo. Henry nunca había estado tan cerca del hombre, y a su lado parecía dos veces mayor que aquel muchacho por el que empezaba a sentir un repentino odio.
—Eso creo. Jo... señor, ¿Qué hace aquí?
—Como uno de los últimos herederos de estas tierras es mí deber vigilarlas, a lo ancho y a lo largo de sus límites.
—¿Cómo sabe dónde terminan si no hay rejas o cercas? —preguntó Henry confundido, de donde venía, siempre había alguna marca divisoria entre las casas.
—Descuide, Henry, lo sé perfectamente.
No quedó satisfecho con la respuesta, pero el hombre le causaba un terror muy grande y no quería entrar en más detalles. Pero, a pesar del miedo que le tenía, era un miedo mezclado con respeto. Algo dentro suyo le decía que no era alguien de mal, sino que hasta sería de mucha ayuda en lo que quedara de su estadía en Shadowtown.
—¿Dónde está su hermana? —inquirió Joseph cuando estaban a pies de la escalera de entrada, siempre manteniendo sus manos detrás de su espalda.
—Yo... no lo sé, la perdí de vista hace un rato —El respeto no significaba confianza, y no quería decir nada que luego pudiera perjudicar a Aria.
—Qué lástima, quería enseñarle algo que de seguro le gustaría.
—Bueno, puede mostrármelo a mí y luego le cuento... —Henry quería que la gente lo tomara en serio, y qué mejor oportunidad que la que Joseph le proponía.
—Oh, no sé si es lo adecuado, podría impresionarse.
—Puedo hacerlo —replicó seguro.
—De acuerdo —Por primera vez veía al mayordomo sonreír—. Acompáñeme.
—Disculpa, ¿Puedes repetir lo que dijiste? —preguntó Aria después de cinco segundos después.
—Joseph. Es. Mi. Abuelo —repitió, separando lentamente las palabras, como si le hablara a una niña de cinco años—. ¿Necesitas que te lo deletree?
—No, gracias —masculló Aria—. ¿Y qué.... cómo... qué haces aquí entonces?
Dean la miró de repente muy serio, y desvió la mirada hacia la pared —Es una historia muy larga.
—Soy toda oídos. Además, tendremos toda la noche. ''Ambos buscamos lo mismo, respuestas'' ¿Recuerdas?
Dean suspiró irritado, se levantó de la silla y se dirigió a la precaria hornilla que usaba de cocina. Sobre ella, había una vela sobre un plato con restos de cera derretida. Del bolsillo del pantalón saco un encendedor metálico, de apariencia antigua, y en un santiamén encendió la vela, iluminando toda la habitación. Depositó la vela sobre la mesa, entre él y Aria, y volvió a sentarse.
—Es difícil de explicar porque ni hasta yo sé todo, cuando vuelvas, pregúntale a mi abuelo y te contará con más detalles, yo solo puedo contarte mi parte de la historia... —comenzó apoyando los codos sobre la mesa y reposando en el mentón sobre las manos. El cabello le caía sobre los ojos dándole un aspecto aún más lúgubre—. Hay cosas que no sabes de este lugar, cosas tan oscuras y horrendas que me cuesta mucho explicar. Los secretos de estas tierras son desde hace centenares atrás, antes que mi yo, mi abuelo, y hasta mi bisabuelo. Lo poco que sé es que, luego de que yo naciera, mi madre... tuvo que morir por el bien del pueblo.
—¿Morir por el bien del pueblo?
—Ya te dije, no sé toda la verdad, y lo poco que sé no es suficiente para que lo entiendas. Ni siquiera yo lo entiendo... —dijo y suspiró con tristeza—. No nací en la casa, a diferencia de la mayoría de mi familia. Cuando mi madre estaba por dar a luz, mi abuelo le ordenó a mi padre que la trajera hasta aquí. Así que mi madre tuvo un parto natural; sin anestesia, ni doctores, sobre la tierra. Como un animal.
<<Luego volvió a la casa, y sacrificó su vida. Cuando tenía unos cinco años, mi padre me contó lo que había pasado, y siempre me dijo que no tuvo elección. No fue fácil, ¿Sabes? Crecer aquí, con un padre que estaba destrozado por dentro. Aprendí a cazar de pequeño y solía quedarme solo muchas veces cuando mi padre bajaba al pueblo en busca de provisiones. Él... murió hace unos años. Un ataque de oso que no logré curar del todo.
—Lo siento...
—No hay nada que sentir —dijo él seco, pero con una pequeña sonrisa de contemplación—. Luego de su muerte, decidí ir yo mismo al pueblo, y ahí fue cuando conocí a Joseph. Sabía que era él porque mi padre tenía una fotografía con él y mi madre de cuando era joven. Mi abuelo... no quiso contarme nada, solo lo que ya sabía. Solo decía: ''La verdad es peligrosa, hijo''. Me enojé con él cuando me dijo que volviera a la montaña. Decía que era por mi bien, pero no le creía. No he vuelto a verlo desde entonces.
Aria no dijo nada, a pesar de que el silencio la estaba matando.
—Mi turno ahora, ¿Cómo llegaron hasta aquí?
—Es una larga historia —dijo Aria y Dean alzó una ceja divertido—. Fui obligada a asistir a unas vacaciones familiares, ya sabes, cuatro personas en un auto recorriendo la carretera, una aventura para recordar dentro de diez años... —Le contó todo, desde que el auto se estropeó, la niebla que no les dejaba seguir, cuando vieron el cartel, cuando conocieron a Susy y lo perturbada que estaba por la sonrisa de la gente. Mientras hablaba, Aria se preocupada al ver como la cara de Dean iba perdiendo el color y su mirada parecía perdida—. Bueno, en resumen eso es lo que sucedió.
Dean no contestó.
—Hey, ¿Estás bien? —preguntó chasqueando los dedos frente a sus ojos. El muchacho reaccionó y la miró con ojos asustados.
—Mi... Mi padre llegó aquí de la misma manera.
En lugar de entrar a la mansión, Joseph dirigió a Henry por el otro lado de la casa. A penas sí había vegetación, y a medida que avanzaban la tierra iba perdiendo color. Llegaron hasta una compuerta a un lado de la edificación, del tipo de puerta que conduce a un sótano.
—¿La mansión tiene sótano? —preguntó Henry.
—Oh, joven Darkwood, se sorprendería si supiera todas las cosas que oculta está casa —respondió Joseph mientras se inclinaba y abría el candado oxidado de la puerta con una llave larga. La abrió de par en par, y con un gesto elegante le indicó a Henry que bajara primero. Este, un poco asustado, aceptó y se mordía el labio cada vez que los viejos escalones de madera rechinaban bajo su peso. Mamá debe estar preocupada, pensó al recordar que Ginny y Clarck debían estar esperándolos para cenar en la habitación. ¿Qué les iba a decir cuando le preguntaran dónde se encontraba Aria?
—Bien, ¿Ve esa puerta, Henry?—le preguntó Joseph señalando con su dedo esquelético una puerta a unos cinco metros, oscuro y tenebrosa al igual que el resto del sótano.
—Sí...
Con una mano apoyada en la espalda del pequeño, Joseph caminó a paso lento, acercándolo. Lo dejó justo en frente, a unos treinta centímetros, y se situó al lado de la puerta.
—¿Está seguro de que quiere verlo?
—Sí —Once años siendo un bebé, era hora de ser un hombre.
Pero cuando Joseph abrió la puerta, y Henry pudo ver los brazos, los rostros de ojos negros y fauces abiertas arrastrándose en ese pozo de pena y sufrimiento sin fin, se arrepintió al instante.