Rozando el cielo © Cristina G...

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Sarah Praxton es trabajadora, responsable y honesta. Trabaja para John Miller, presidente de Terrarius. Sarah... More

Rozando el cielo
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Epílogo final
Carta de John a Sarah
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By aleianwow

Cuando abrí la puerta de casa, deseé que Rachel hubiese tenido un buen día, sin sustos.

Por primera vez en mucho tiempo, llegué a mi apartamento completamente falta de energía y con la absoluta necesidad de meterme en la cama y dormir.

Me di cuenta de que discutir con el señor Miller me había puesto en un estado de tensión insoportable.

Nada más dejar mi abrigo en el armarito de la entrada, mi hermana irrumpió en el salón luciendo una enorme sonrisa.

–      ¡Sarah! ¡Sarah! – gritaba ella entusiasmada.

Suspiré de alivio al ver que tenía mejor cara que el día anterior y que estaba relativamente contenta.

–      ¿Qué tal cielo? – pregunté mientras la acariciaba la mejilla.

–      Tengo una sorpresa para ti – sonrió ella.

La observé, expectante. Tal vez me había hecho un dibujo de los suyos. Me encantaban los elefantes que pintaba Rachel. Siempre tenían las orejas enormes y la trompa muy corta. “Para que no se les enrede en los pies”, decía ella.

–      Ha venido a verte tu amigo John – dijo mi hermana, orgullosa de darme aquella noticia.

“John”. Aquel nombre resonó en mi mente con fuerza. Varias veces.

Al principio no lo encajaba. ¿A qué John conocía yo que pudiese estar en mi casa?

Sí, cierto era que teníamos un primo lejano llamado John. Pero vivía en Europa y apenas le había visto dos veces en toda mi vida.

El único hombre que podía pisar mi casa sin extrañarme era Charlie, mi exnovio. Con quien decidí terminar la relación cuando mis padres fallecieron.

Yo tenía que dedicarle mucho tiempo a mi hermana y él no estaba conforme. No quiso reconocerlo, pero cada día estaba más distante y nos veíamos menos. Y yo no podía obligarle a compartir mis obligaciones. Rachel era mi hermana y mi prioridad, y el hombre que quisiera compartir mi vida conmigo, tendría que asumirlo de buena gana.

Charlie lo comprendió y desde entonces somos buenos amigos.

Pero Charlie no se llamaba John.

–      Hola Sarah – dijo una voz masculina.

Elevé la mirada y entonces lo vi. A él. En mi cocina. En mi casa.

El elegante abrigo largo de paño austríaco caía casi hasta los pies del señor Miller, quien me estaba clavando sus ojos azules sin piedad alguna. Su elegante silueta contrastaba con lo desgastado de la madera de la puerta y con la alfombrilla  vieja que había justo antes de entrar en la cocina.

Por un instante me quedé paralizada.

Tuve ganas de lanzarme contra él, gritarle y agarrarle por el pescuezo por atreverse a inmiscuirse en mi intimidad.

Pero no dejaba de ser mi jefe y aquello no me convenía.

Tuve que conformarme con un:

–      ¿Qué demonios hace usted aquí? Estoy ocupada – fue una manera sutil de decirle que sobraba en mi entorno doméstico.

Me aproximé hacia él para ver si Molly estaba también en la cocina.

Efectivamente. Allí estaba, sentada, frente a dos tazas de té y con cara de no haber podido evitar todo aquel desastre.

Miller me agarró del brazo con suavidad.

–      Ven, vamos a sentarnos. Quiero que hablemos.

Me solté bruscamente.

–      Estoy segura de que podemos hablarlo mañana en la oficina – dije sin mirarle.

–      No. No me gustaría que la gente murmurase acerca de usted. Ya sabe, no quiero extender rumores falsos.

–      Por el amor de Dios, Miller – fue la primera vez que utilicé su apellido a secas, sin antecedentes ni precedentes –. Soy su secretaria, llevamos años trabajando juntos, nadie se va a escandalizar si me ven hablando con usted. ¡Váyase! Mañana me contará lo que sea.

Había querido ser desagradable, pero me había salido un tono más maternal de lo previsto.

Mientras tanto, él ya se había sentado en mi pequeño sofá.

Y esperaba que me sentase a su lado.

Yo comenzaba a sospechar que el asunto que le había traído hasta mi casa no era otro que el del famoso examen oral de francés de su hija.

–      Por favor, señorita Praxton. Sólo serán unos minutos y me marcharé – insistió él sin elevar su tono de voz.

La voz de John Miller, a pesar de ser directa y autoritaria, nunca se elevaba.

Jamás le había oído gritar – a excepción de mi nombre el día que me negué a darle clases a su hija –. Ni dirigirle una mala palabra a nadie.

El señor Miller tenía el don de hacer saber cuándo no estaba conforme con solo una mirada. Y lo cierto es que se hacía entender con mucha eficacia.

Entonces me dirigió una de aquellas miradas.

Y yo tomé asiento a su lado.

–      ¿Por qué no me había hablado del problema de su hermana? Es más, ni siquiera yo sabía que tenía usted una hermana – comenzó él.

Enarqué una ceja.

–      Nunca me preguntó – contesté asépticamente.

Curiosamente, el señor Miller no fue capaz de sostener mi mirada en aquel instante. Le vi observar mi pequeña televisión – que sería de las pocas que quedaban en el país que utilizase rayos catódicos para funcionar –.

–      Que yo sepa le pago suficiente dinero como para que pueda usted vivir mejor – dijo él después.

Aquello terminó por indignarme.

–      Yo decido en qué gasto el dinero que me paga. Y le puedo asegurar que todas mis necesidades están cubiertas, de sobra.  – al ver su mirada amenazante, añadí cautelosamente –. No tiene usted por qué preocuparse, John.

Y de pronto me dedicó una sonrisa de medio lado.

Y yo resoplé.

Me agotaba tratar con él durante tanto tiempo seguido.  Normalmente me pedía cosas y yo las hacía. No charlábamos nunca. O al menos no de manera habitual.

Y si lo hacíamos, nos limitábamos a comentar cosas superficiales e intranscendentes como el tiempo, el frío, la comida del restaurante del edificio y poco más.

–      ¿Y su hermana está bien? Me ha sorprendido mucho el llegar y verla, Sarah. De veras, no sabe cuánto siento no haberle preguntado antes.

Le volví a mirar con un despunte de indignación en mis pupilas. Mi hermana era mi responsabilidad y formaba parte de mi vida personal y privada. Una vida en la que mi jefe no tenía ni iba a tener ninguna cabida.

Y me estaba friendo los nervios a base de dar rodeos porque simple y llanamente no se atrevía a preguntar por las malditas clases de francés.

¡Por el amor de Dios! Parecía tenerme más miedo a mí que a todos los peces gordos con los que trataba todos los días.

Sonreí. Y decidí facilitarle el trabajo.

–      No voy a darle clase a su hija. Ni lo sueñe. Es usted una de las personas más importantes de este país y soy incapaz de creer que no conoce a ninguna profesora excelente, capacitada y honorable que pueda ser capaz de volver a su hija trilingüe si es necesario.

Me mantuve firme. Mirándole. No desvié mis iris verdosos ni un milímetro y tampoco me tembló la voz.

Quería aclarar las cosas de la manera más eficaz posible: a la manera Miller.

Él clavo sus ojos azules en mí con aire retador. No estaba dispuesto a dejar las cosas así.

Ambos nos encontramos sin querer en una guerra silenciosa de miradas.

–      Verá, Sarah. Usted es muy lista y le confirmo que efectivamente, he contado con las mejores profesoras de este país y del extranjero. Francesas, americanas, una italiana y dos inglesas. Este va a ser el cuarto año que mi hija repite ese examen y no tengo más opciones. Usted es la única persona en este mundo que habla francés lo suficientemente bien como para que ella apruebe.

Reí, casi histéricamente.

–      Qué bien. Soy plato de tercera mesa… ¿Quinta mesa, tal vez? Muy bonito, señor Miller. Gracias por considerarme como su última opción.

–      Es que ese no es su trabajo. Su trabajo está conmigo, no con mi hija. Pero esto se trata de una situación excepcional – se defendió mi jefe.

Aún nos mirábamos, amenazantes.

–      Y dígame, John. Si yo falto de mi casa todas las tardes durante un mes… ¿Va a venir usted a ocuparse de Rachel?

A John Miller se le borró la sonrisa de la cara. Claramente le había pillado desprevenido.

“Es que alguien tiene que responsabilizarse de mi hermana”, pensé yo.

Sonreí, triunfante ante su falta de respuesta.

–      Si es necesario, Sarah, vendré a ocuparme de ella.

Y, entonces, la sonrisa se esfumó de mi cara también. No daba crédito a sus palabras.

–      ¿Está loco? No me fiaría de usted ni en un millón de años para cuidar de Rachel – aquel comentario escapó de mi boca sin pasar por el filtro de mi cerebro antes.

–      ¡Ni siquiera me conoce! Además, a su hermana le he caído muy bien – dijo él, provocándome.

Y de fondo, para arreglar la penosa situación, se escuchó un gritito:

–      ¡John me ha regalado un boli! ¿A qué es genial? – mi hermana había decidido intervenir en la conversación.

–      ¡No te metas Rachel! ¡Esto son cosas de mayores! – grité, fuera de mí.

John posó su mano sobre mi antebrazo y lo acarició sutilmente.

Me desconcertó aquel gesto. Pero no me aparté del contacto.

–      Tranquila, no te alteres. Ella no tiene la culpa de que me haya presentado sin avisar. He sido muy brusco, perdóname Sarah.

Automáticamente había dejado de hablarme de usted. Al verme tan nerviosa. La situación se me había escapado de las manos.

–      Sí, ha sido demasiado. Ya nos veremos mañana en la oficina – respondí en un susurro.

Entonces John se levantó, se despidió de Molly con un cordial “ha sido un placer” y abandonó el apartamento.

Yo ni siquiera me levanté del sofá para acompañarle hasta la puerta.

A los cinco minutos, Rachel llegó corriendo al salón con una hoja de papel en la mano.

–      ¿Dónde está tu amigo John? – preguntó ella visiblemente frustrada al no encontrarle allí.

–      Se ha marchado – respondí, con la mirada perdida.

–      Pero le había dibujado un elefante. ¡Mira Sarah!

Entonces puso ante mis ojos aquel folio con un magnífico elefante de color rosa con una trompa minúscula y una gran sonrisa. En la tripa del elefante ponía: John.

Me empecé a marear.

Afortunadamente Molly intervino a tiempo.

–      Rachel, cielo… No le has pintado el cielo al dibujo, ni un sol. Anda, ve a tu cuarto a terminarlo – le dijo ella con cariño.

Después, se sentó a mi lado y me dijo:

–      Respira. Inspira. Espira. Ya se ha ido. Sarah, tranquila.

–      No sé cómo se ha atrevido a venir aquí. ¿Es que…? Yo entiendo que es un hombre acostumbrado a conseguir lo que quiere a base de insistir. Le conozco y le admiro. Pero no se puede forzar a las personas. ¡No se puede! ¡Es que lo mato! ¡Juro que lo mato! – empecé gritar.

–      Siento haberle abierto la puerta – dijo Molly apesadumbrada.

Negué con la cabeza.

–      Tranquila. Es que, me da rabia que haya visto a Rachel. Ahora no dejará de tenerme lástima y lo que menos necesito es que me tengan lástima. ¿Entiendes? Yo quiero a Rachel y no me avergüenzo de ella, para nada… Pero no sé si es buena idea que la gente con la que trabajo conozca mis problemas personales.

–      Te entiendo – afirmó Molly, quien me había pasado el brazo por los hombros –. Te he preparado una valeriana mientras charlabas con el señor Miller.

–      Gracias – le susurré a la joven mientras recordaba el elefante rosa con el “John” tatuado en la barriga.

Molly me trajo la taza con la infusión.

–      Escucha, Sarah. Yo podría quedarme con Rachel por las tardes… Me la puedo llevar a mi casa y podemos estar las dos con mi padre. No tendré mayor problema.

Me giré hacia ella.

–      No voy a darle clase de francés a la hija de Miller. Se las apañará. No puedo ceder a esto, Molly. Si no, ¿qué me pedirá mañana? ¿Qué haga el pinopuente en su despacho? Y lo peor es que le habré acostumbrado mal y lo tendré que hacer.

Molly echó a reír.

–      Tal vez estés exagerando. Imagínate lo desesperado que tiene que estar para venir aquí a suplicarte – razonó ella.

Realmente, las palabras de Molly tenían sentido. Además, yo conocía a John Miller lo suficiente como para saber que era muy poco habitual que hiciese justamente lo que acababa de hacer: rebajarse a suplicar, a ir a la casa de alguien a pedir un favor.

Rachel apareció de nuevo en el salón y se sentó a mi lado. Con ella, Molly y yo, el sofá estaba completamente ocupado. Sólo cabíamos en él tres personas.

–      Mañana va a volver John, ¿verdad Sarah? – me preguntó mi hermana inocentemente –. Mira… ¿A que es bonito?

Observé el bolígrafo que,  al parecer, John, le había regalado. No salí de mi asombro cuando comprobé que aquello no era un bolígrafo, si no su pluma estilográfica. Que incluso llevaba su nombre grabado. Siempre firmaba los documentos con ella. Era algo así como un amuleto.

–      Oye, Molly… ¿Por qué John le ha regalado esto a Rachel?

Ella se encogió de hombros

–      Es mi culpa Sarah… Se lo cogí del bolsillo y me gustó y como a él le daba pena quitármelo, me dijo que me lo regalaba… Con la condición de que la cuidase bien – me explicó Rachel.

–      ¿Le hurgaste los bolsillos a mi “amigo John”, Rachel? – pregunté con incredulidad.

Estaba segura de que de un momento a otro me desmayaría del susto.

–      Sí… Pero no se enfadó. Le pareció divertido – se disculpó ella.

Entonces eché a reír – básicamente por no llorar –. Dejé de plantearme si todo lo que había pasado tenía alguna razón de ser , porque aquel cúmulo de despropósitos que se había sucedido durante el día iba a volverme loca. Empezando por mi jefe pidiéndome dar clases de francés, mi jefe en mi casa, mi hermana metiéndole las manos en los bolsillos a mi jefe y luego dibujándole un elefante. Y mi jefe acariciándome el brazo para tranquilizarme.

Sí, demasiados despropósitos en demasiado poco tiempo.

–      Anda cielo, ve a ponerte el pijama – le dije a Rachel con las pocas fuerzas que me quedaban.

Suspiré. Le devolvería a John su estilográfica y, sólo porque a Rachel le había caído simpático, accedería a enseñarle francés a su hija.

–      ¿De verdad no te importa quedarte por las tardes con Rachel el mes que viene? – le pregunté a Molly –. Sé honesta, si no te viene bien, no tienes por qué hacerlo.

Y ella sonrió.

–      Claro que no me importa. Además, tal vez te diviertas dando clase. Tú no te preocupes, yo me encargaré de todo y te llamaré si tengo algún problema – me aseguró la joven.

La miré con pesadumbre. Y después dije:

–      Soy estúpida. Seguro que dentro de dos meses estaré haciendo el pino contra la pared en su despacho mientras le coso el bajo de los pantalones – vaticiné.

Molly estalló en carcajadas.

–      Lo que necesitas es descansar – me dijo ella.

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Y el siguiente!! espero que os esté gustando!!

un muacks!!

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