Te reservo mis derechos © Cri...

Af aleianwow

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Irene es una mujer solitaria. Es escritora y adora pasarse las horas frente al ordenador, en compañía de un c... Mere

Te reservo mis derechos
Capítulo 1
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo final
Información: Leed!!!!

Capítulo 2

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Af aleianwow

Irene sudaba la gota gorda encima del banco de abdominales. No recordaba cuándo dejó que su madre la convenciera para ir al gimnasio.

– Cielo, yo te quiero,  y como te quiero, te digo que se te está empezando a poner fofa la barriga – había dicho ella.

Irene, rezongando y maldiciendo, había llamado por teléfono al gimnasio que había a cinco minutos de su pequeño apartamento.

Y allí estaba aquel lunes por la mañana, recuperando la tonicidad perdida.

Esa tonicidad que parecía importarle más a su madre que a ella misma.

– Doce… – dijo a punto de exhalar su último aliento.

Incapaz de forzar sus músculos una vez más, añadió:

– Y doce.

Miró su BlackBerry. Las diez y cincuenta y ocho.

– Llego estupendamente tarde – dijo con resignación.

De camino al vestuario se preguntó la razón por la cual había accedido a escribir una novela que ella no quería escribir.

¡Cleopatra!

¡Arg!

¡Y lo quieren vender como el antiguo Egipto! Pensó Irene Leblanc mientras arrojaba su camiseta sudada en la bolsa.

Y no es que no le fascinaran los egipcios. Había leído “Sinuhé el egipcio” varias veces. Al terminar tercero de medicina, dedicó su verano a aquel clásico.

Admiró una y mil veces al escritor Mika Waltari.

Pero Cleopatra… La pobre Cleopatra estaba ya muy manida.

– ¡Pero lo habrás escrito tú! Y tus historias siempre conmueven a tus lectores – le persuadió su agente.

– Yo he escrito romances medievales… De esos en los que el enamorado siempre tiene ganas de suicidarse porque su amada no le corresponde. Son bonitos, platónicos y sumergen a las lectoras en una fantasía romántica.  ¡Pero yo no escribo sobre egipcios, ni griegos, ni romanos! No tengo conocimientos suficientes…  No tengo ni pajolera idea de cómo ambientar la trama. Ah y tampoco se me ocurre ninguna trama… – había alegado Irene a su favor.

– Llamaré a tu editor y le diré que busque a alguien que sí tenga esos conocimientos para que te ayude – había respondido su agente con un fingido optimismo.

Y así es como Irene salía corriendo del gimnasio, ataviada con un chándal limpio – que no dejaba de ser un chándal – en dirección a su pequeño Citröen Saxo del año de la polca.

Había quedado con el doctor en historia antigua: Álvaro Ferreras y con su editor – Jesús Ferreras, Chus para los amigos – en el despacho de su agente.

No quería conocer al tal Álvaro, ni quería escribir sobre Cleopatra. No quería escribir sobre algo que no conocía y que no le gustaba.

¡Pero Irene Leblanc tenía que escribir sobre algo que se pudiera vender!

– Tus libros a veces son aburridos. Tienes que ser más dinámica, más actual – dijo su agente a continuación.

– Supongo que Cleopatra es una mujer actual. ¡Ayer leí una entrevista suya en el Yo Dona! – había ironizado Irene.

– Te prometo que se venderá… Además, estás bloqueada, tú misma lo has reconocido. No se te ocurre nada, y necesitamos material para que sigas publicando.

Bien, fueron estas palabras las que hicieron que Irene accediese a escribir sobre la amante de Julio César.

Su agente no quiso discutir más. Sabía que Irene tenía potencial y que había una editorial dispuesta a publicar un romance nacido entre pirámides.

– Los semáforos en las glorietas son un engendro… – se quejó ella al volante de su pequeño Saxo.

Verde.

Irene pisó el acelerador y giró el volante.

Ya estaba llegando a la agencia, un edificio que se encontraba a tan sólo unos metros de aquella rotonda.

Pero entonces un BMW 320d embistió a poca velocidad el flanco derecho de su Saxo.

El golpe, a pesar de no haber sido fuerte, había causado estragos en la chapa.

Ambos conductores se bajaron de sus coches y se miraron con cara de pocos amigos.

– Es bastante grande el “ceda el paso” que tenía usted dibujado en el suelo – dijo Álvaro Ferreras con un tono amenazante.

– Era más grande mi semáforo, que por cierto, estaba en verde. No cómo el tuyo – contraatacó Irene.

– En ese semáforo no pone nada. Está fundido, ¿ve usted? – se defendió él.

Irene observó hacia donde aquel hombre señalaba. Sí, ése estaba fundido. Pero el de su derecha no lo estaba.

– ¿Qué me dices de ese? – dijo ella triunfal –. Dame tu matrícula. Espero que tu seguro me cubra esto…

De repente Álvaro se echó a reír.

– Con menos dinero del que cuesta esa reparación se podría comprar un coche nuevo y mejor.

– Éste es mi coche y tú lo has reventado. Luego, tu seguro va a repararlo – dijo ella.

– Su coche da pena incluso estando intacto.

– Pues anda que tú… Te compras un BMW diesel… Eres el colmo del quiero y no puedo… – dijo Irene con aire retador.

– Y usted qué sabrá de coches – reclamó él.

– Sé lo mismo que tú de semáforos.

Álvaro se dio por vencido. A pesar de que consideraba que él llevaba razón, aquella mujer era condenadamente insoportable como para discutir con ella. Apuntó su matrícula y su teléfono en un trozo de kleenex y se lo entregó.

– Ya estará usted contenta – farfulló él mientras se subía de nuevo al coche.

– Sí, ahora puedo sonarme los mocos. ¡Muchas gracias! – gritó Irene desde su Citroen, con aquel Kleenex en la mano.

Álvaro la observó  incrédulo mientras ella le hacía una foto con el móvil al Kleenex y después, efectivamente, se pasaba el pañuelo por la nariz.

Irene en el fondo se lo estaba pasando bien, a pesar de que su coche no se estuviese divirtiendo tanto.

Aquel hombre parecía ser el típico finolis pijo a quien todo le parece inferior a su supuesta categoría.

Su traje negro cubierto con aquella gabardina de paño larga eran sus delatores. Y además, la llamaba de “usted”. ¡En el siglo veintiuno! Irene era una chica joven, no tenía por qué tratarla como a una venerable anciana.

¡Y por Dios! ¡Un BMW diesel!¡El colmo!

Sí, era divertido haberlo escandalizado. Sobre todo después de haber criticado a su amado Saxo.

Era pequeño, sí. Era antiguo, también. Pero era suyo.

¡Quién se ha creído que es este imbécil!, pensó ella mientras arrancaba su coche de nuevo.

Álvaro, al igual que ella, estaba echando humo por las orejas. Después de tres años sin darle un parte al seguro, iba a tener que reparar la chapa de un coche – huevo anticuado y oxidado.

¡Y esa mujer!

Qué desagradable. Ni siquiera se había fijado en ella. Estaba tan cabreado que no se había detenido a observar su cuerpo ágil y esbelto.

– ¡Bah! – exclamó él antes de arrancar –. ¿De qué le sirve ser atractiva si no es capaz de ceder el puñetero paso? ¡Mujeres!

Álvaro temía que aquel incidente lo retrasara.

Jamás reconocería ante nadie que había pasado la noche dando vueltas en la cama, histérico y ansioso, ante la sola idea de encontrarse frente a la mismísima Irene Leblanc.

Aparcó su BMW con una sola maniobra en el aparcamiento que había frente al edificio de la agencia editorial. Se ajustó la corbata y se miró en el espejo retrovisor antes de bajarse del coche.

Sí, estaba guapo.

Se había afeitado y se había echado gomina en el pelo, para mantenerlo más o menos de punta.

Él se consideraba un hombre atractivo. De hecho, muchas de sus alumnas lo consideraban atractivo. Sólo había que ver la cola que se formaba en su despacho tras las clases.

Lo de Indiana Jones era un juego de niños a su lado.

Sin embargo,  Álvaro sabía que Irene Leblanc no era una de sus alumnas. Era una mujer hecha y derecha que tenía pinta de ser difícil de impresionar.

– No, espera – se dijo a sí mismo –. Esto es una reunión de trabajo. Sé profesional.

Y entonces, abrió la puerta del BMW y se bajó de él.

Irene contemplaba con rabia el destrozo que aquel daltónico comesemáforos había ocasionado en su pequeño Saxo. El azul de la carrocería se había distorsionado en un gris amorfo y desgastado.

– Vaya un… Payaso – farfulló ella mientras metía la llave en la cerradura.

Un pitido anunció que el coche se había cerrado correctamente.

 Irene Leblanc cruzó el paso de peatones hasta llegar a la acera en la que se encontraba la entrada al edificio.

Llegaba unos diez minutos tarde.

Por suerte, el ascensor estaba completamente vacío, así que no tuvo por qué avergonzarse de su chándal y de su coleta mal hecha.

Sabía que no eran pintas para presentarse ante Álvaro Ferreras, pero había que elegir entre ir mal vestida y llegar media hora más tarde.

Cuando salió del ascensor, la secretaria de la agencia la saludó con una sonrisa desde su escritorio de roble.

– ¿Te estás poniendo en forma Irene? ¡Pero si no lo necesitas! ¡Qué mal repartido está el mundo! – dijo Arantxa bromeando. Claramente, ella no había pasado por alto su indumentaria.

Aquella mujer era de lo más agradable que había por allí.

Irene sonrió y se encogió de hombros.

– Últimamente abuso de la pizza… – respondió ella.

Golpeó la puerta del despacho de su agente.

Álvaro Ferreras se sobresaltó al escuchar que llamaban a la puerta. Tenía que ser Irene.

Miró su caro reloj de pulsera y comprobó que la escritora se había retrasado un cuarto de hora. Cierto es, pensó él, que lo bueno se hace esperar.

Jesús abrió la puerta, dando paso a la esperada Leblanc.

Álvaro contuvo la respiración.

Y entonces la vio.

Un poco común sentimiento de incredulidad se apoderó de él.

– No me lo puedo creer – susurró para sí mismo.

Irene Leblanc abrió los ojos de par en par cuando vio al conductor del BMW diesel sentado frente a la mesa de su agente.

Jesús sonreía, aunque podía percibir que algo extraño se cocía a su alrededor.

– Irene, este es mi hermano – dijo el editor señalando a Álvaro –. Es uno de los mejores egiptólogos que hay en España y creo que podrá serte de gran ayuda para tu nuevo libro.

Irene Leblanc sonrió con sarcasmo.

– Ya entiendo, en el antiguo Egipto no había semáforos – dijo ella.

Jesús frunció el entrecejo. Por suerte la agente de Irene aún no había llegado, por lo que no iba a poder presenciar la escena.

– Tampoco las mujeres conducían – se apresuró a replicar Álvaro, quien ya se había levantado de la silla.

Egiptólogo y escritora se estrecharon la mano mientras se miraban a los ojos con aire retador.

– Verá, doctor Ferreras, en ocasiones el daltonismo no es diagnosticado hasta la edad adulta – dijo ella con una fingida amabilidad.

– Sí, es en la edad adulta cuando las personas aprenden a comportarse y a… Vestirse – dijo él repasando el chándal gris de Irene con la mirada.

Jesús Ferreras, cada vez más desorientado, decidió poner fin a aquella contienda.

– Vale, bien… Esto es una reunión de trabajo. Y para el que no vaya a trabajar, allí está la puerta.

Claro que el editor jamás hubiese dicho eso si hubiera sabido lo que iba a ocurrir a continuación.

Irene Leblanc se dio media vuelta y dijo:

– Con él no pienso escribir ni media línea.

Y salió despavorida hacia el pasillo, en dirección al ascensor.

Jesús Ferreras miró a su hermano y después le dijo:

– Explícate.

Álvaro, que miraba hacia la ventana tratando de abstraerse de los últimos minutos de su existencia, no tuvo otra que regresar junto con su hermano y contarle su versión de la historia:

– Se saltó un ceda en la glorieta y chocó contra mi coche.

Jesús desvió su mirada hacia el suelo. Después preguntó:

– ¿Exactamente, quién chocó contra quién?

Álvaro resopló:

– Y qué más da, tu escritora no sabe conducir. Y encima mi seguro tendrá que cubrir su reparación. – Entonces gritó –: ¡Y Yo tampoco quiero trabajar con ella!

Álvaro le pegó un puñetazo a la mesa y abandonó el despacho al igual que Irene unos minutos antes.

Jesús se sentó en una de las sillas aterciopeladas. Se había quedado sólo. Ahora tendría que comerse el marrón de explicarle a Esther, la agente, que su hermano no iba a ser de mucha ayuda para documentar a Irene Leblanc.

 Reprimió las ganas de arrearle otro golpe a la mesa, como había hecho Álvaro hacía unos instantes.

Le parecía mentira que dos personas adultas, educadas y, en teoría, civilizadas, no fuesen capaces de comportarse como tal.

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y el siguiente!! vota si te ha gustado por favor :) no cuesta nada 

un beso!

Fortsæt med at læse

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