Rozando el cielo © Cristina G...

Oleh aleianwow

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Sarah Praxton es trabajadora, responsable y honesta. Trabaja para John Miller, presidente de Terrarius. Sarah... Lebih Banyak

Rozando el cielo
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Epílogo final
Carta de John a Sarah
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Oleh aleianwow

Había ensayado el monólogo al menos una docena de veces. En voz alta, en voz baja, mentalmente, delante del espejo… Y aún continuaba repitiéndolo para mí misma mientras el ascensor me llevaba rascacielos arriba, hacia mi mesa de trabajo.

“Señor Miller, me han surgido unos asuntos familiares que me veo obligada a atender… Si fuese usted tan amable…”.

Constantemente me recordaba a mí misma que mi relación con mi jefe era sustancialmente buena. Me valoraba como la buena profesional que había demostrado que era y por ello yo quería creer que sería incapaz de negarme tres días libres.

Me senté, dejé mi bolso bajo el escritorio y encendí mi ordenador. Observé a través de la persiana que el señor Miller ya se encontraba, como siempre a las siete y media de la mañana, entregado por completo a una nueva jornada laboral.

–      Piensa, Sarah, piensa… – repetí en voz baja.

Porque ya no se trataba solamente de cómo pedirle a John Miller que me diera permiso, si no de seleccionar el momento adecuado en el que él estuviese dispuesto a escucharme y a ser posible, de buen humor.

Resoplé.

El presidente de Terrarius siempre estaba ocupado.

Y normalmente, todo lo que no estuviese cuidadosamente colocado en su agenda con un mínimo de una semana de antelación, le estorbaba.

“Solo serán cinco minutos”, pensé. “No le quitaré más tiempo”.

Mi mesa se encontraba a unos siete pasos de su despacho. Separada de éste por un pasillo cubierto por una aséptica moqueta grisácea. La madera de tonos claros daba color a las puertas y a los muebles, en los cuales se reflejaba la luz blanca de los focos de oficina que iluminaban la estancia desde el techo.

De pronto me di cuenta de que Miller tenía una reunión programada para las diez de la mañana, y después recordé que John, tras las reuniones siempre solía tomarse un pequeño descanso para organizar sus ideas.

“Después de la reunión hablaré con él”, pensé con aires de victoria.

Ya estaba planeado.

El momento, el lugar, las palabras e incluso los gestos.

–      Praxton, ¿le importaría pasar a mi despacho? Ahora, por favor.

Me sobresalté al ver a mi jefe apoyado en el umbral de la puerta de su despacho, observándome.

Medité sobre su exquisita educación. En sus órdenes no solían faltar los “por favor” y los “gracias”, a excepción de cuando se encontraba muy apurado.

No obstante, aquellos ademanes tan caballerosos se perdían en su mirada intransigente. Su “por favor” se podía traducir perfectamente por un: “para ayer”.

–      Sí, señor Miller – respondí con inmediatez al tiempo que me levantaba de mi silla negra.

Le seguí. Observé su camisa de rayas, que le quedaba sustancialmente grande. Era compresible, pues se trataba de un hombre bastante delgado y esbelto, al cual le sería bastante difícil encontrar ropa de su talla.

Además, su altura le hacía parecer aún más consumido. Supuse que mediría cerca de un metro noventa.

Cuando tomé asiento, noté sus ojos azules clavados en mí. Advertí que el turquesa de sus iris parecía más intenso de lo habitual, nada que ver con el azul pálido y cristalino que lucía cuando se encontraba más relajado.

Aquella era una buena manera de calibrar su estado de ánimo. Normalmente, yo solía darle las noticias menos buenas cuando veía el azul claro y balsámico en sus ojos. De lo contrario solía apartarme hasta que el turquesa intenso hubiese desaparecido.

–      Verá, Sarah, estoy muy contento con su trabajo – comenzó él.

Su tono de voz jamás se elevaba más de lo necesario.

Contuve el aliento. No me gustaron aquellas palabras, no anunciaban la petición de un nuevo informe, ni una nueva presentación de diapositivas, ni un cambio en su agenda.

Esperé, tensa.

–      He leído su currículum a lo largo de esta semana – continuó él.

No fui capaz de mirarle a los ojos. Cuando John Miller centraba su atención en alguien, quemaba. Y me estaba quemando en aquel instante.

Sentí mis piernas temblorosas, pero me esforcé por mantener la compostura.

Casi había olvidado que tenía que pedirle tres días libres, pues tal y como hablaba, daba la sensación de que en cualquier momento iba a “prescindir de mis servicios”.

Aunque aquello no me resultaba creíble: yo era su mejor asistente. Él lo sabía.

–      Es usted toda una autoridad en filología francesa, al parecer – dijo John Miller de pronto.

Y entonces me atreví a mirarle. Mi jefe me sonreía tímidamente. Jamás había visto semejante expresión en su cara. Daba la sensación de que acababa de meterse en un buen lío y trataba de evadir una regañina con su sonrisa más encantadora.

Me estaba desorientando por momentos.

Miré a mi alrededor, esperando que las cortinas o los muebles pudieran explicarme cuál era el extraño propósito de aquella frase. Y sobre todo de aquella sonrisa.

–      Le escucho – respondí en un susurro.

Él relajó el gesto.

Yo respiré, alterada.

–      ¿Tiene usted alguna experiencia en el ámbito docente?

Era una pregunta sencilla. Pero intuí alguna clase de trampa en ella.

–      Sólo daba clases particulares mientras estudiaba en la universidad… Para ahorrar algo de dinero para mis gastos… Ya sabe, lo típico – dije, tratando de sonar lo más neutral posible.

John asintió, sin decir nada. Durante unos minutos se mantuvo aquel silencio incómodo entre nosotros.

No osé interrumpirlo.

–      ¿Necesita usted algo? La veo nerviosa – preguntó después.

Fruncí el entrecejo. Creía que quien necesitaba algo era él. Sin embargo, pensé, que tal vez era el mejor momento para pedirle aquellos días libres.

–      En realidad, me preguntaba si usted podría dejarme tres días libres de la semana que viene. Descontándomelos de las vacaciones, por supuesto… – me apresuré a añadir.

A pesar de mi forzada expresión de serenidad, estaba segura de que mi espalda estaba empapada de sudor frío.

–      Sí, claro. Cuando usted quiera. No tiene ni que pedírmelo, Sarah – dijo él sin apenas mirarme.

No podía creérmelo. ¿Así? ¿Sin más?

Casi me había quedado con ganas de argumentar y “pelear”.

–      ¿Qué le ocurre? Parece desconcertada – dijo él, mirándome de soslayo.

–      Nada en absoluto, gracias señor Miller… Ahora, si me disculpa, continuaré trabajando… – fui a levantarme.

–      No he acabado con usted Sarah, siéntese, por favor.

Automáticamente posé mi trasero sobre la silla de nuevo. Sin embargo, estaba más relajada. Ya había solucionado la ausencia de Molly y Rachel no se quedaría sola en casa. Además pensé, que podría aprovechar y llevarla al neurólogo para que la revisara.

Pensé que tal vez Miller querría pedirme algún informe, o quizás me fuese a proponer que impartiera algún curso de idiomas a algún sector del personal – era lo único que se me ocurría que tuviese que ver con la pregunta que me había hecho antes acerca de la docencia –.

Cinco minutos después, Miller continuaba sin decir nada. Comenzaba a exasperarme.

Yo era tolerante y comprendía que se trataba de un hombre ocupado, con poco tiempo. Pero aquello no era excusa para hacerle perder el tiempo a las demás personas.

A mí, en concreto.

–      ¿Le importaría decirme el motivo por el cual me ha llamado, señor Miller? – traté de sonar suave y cordial.

Creí que no iba a responderme cuando me dijo:

–      No sea usted impaciente, Sarah. Deme un minuto, tengo que firmar un par de consentimientos y en seguida estoy con usted.

Enarqué una ceja levemente.

No quise dejar traslucir más de la cuenta mi creciente indignación.

Entonces John Miller cerró su agenda con un golpe seco y me miró fijamente.

–      Mi hija necesita aprobar un examen oral de francés para ser admitida en una universidad parisina. Usted es la única persona en la que soy capaz de confiar para que ella lo consiga.

Sonaba halagador. Pero salí de mi asombro rápidamente.

–      ¿Pretende que le dé clases a su hija? – pregunté para asegurarme de que había comprendido bien.

–      Efectivamente. Durante el mes que viene, todas las tardes.

No lo pensé. Y tal vez debí haber sido más elegante en mi respuesta. Pero yo era incapaz de pedirle a Molly tal cosa, y menos con su padre recién operado. ¿Quién cuidaría a Rachel por las tardes?

–      De ninguna manera, señor Miller. Esto no está en mi contrato. Busque a otra persona.

Me levanté y salí de su despacho rápidamente. Cerré con un portazo.

Escuché que gritaba mi nombre, pero lo ignoré.

Estaba muy enfadada. ¿Por qué razón Miller pensaba que podía disponer de mi tiempo a su antojo?

Me senté frente a mi ordenador. Aunque fui incapaz de concentrarme.

Las horas transcurrieron y mi jefe no volvió a acercarse a mí en toda la mañana. Tuve miedo. En seguida me arrepentí de haber sido tan brusca. ¿Y si me despedía? ¿Y si me negaba esos días libres que tanta falta me hacían?

Abrí mi buzón de correo electrónico.

Atónita, vi un correo de mi jefe. Un correo repetido varias veces.

“La pagaré bien”.

“Negociaremos los horarios”.

“Cuando mejor le venga”.

Se habían acumulado unos diez correos suyos en mi bandeja de entrada.

¡Por el amor de Dios! ¿Acaso no podía encontrar una profesora de francés en otro lugar? Estaba segura de que había miles, millones.

Además, era mi jefe. Y no me convenía entrar en su casa, ni conocer a su hija ni nada que pudiera permitirme saber más de la cuenta de él.

No me beneficiaba. En absoluto.

¿Y si sucedía algún contratiempo? ¿Y si su hija se portaba mal conmigo? ¿O si ella suspendía? ¿A quién le echarían la culpa?

¿A quién despedirían?

De ninguna manera podía prestarme a ello. Estaba convencida de que podía encontrar a otra persona igual, e incluso mejor cualificada, para llevar a cabo tal tarea – y de paso asumir también las responsabilidades y consecuencias, buenas o malas, de aquella –.

Decidí ignorar aquellos emails y continuar centrada en mi trabajo.

La mayoría de mis compañeros – con los que mantenía una relación profesional, sana y sobre todo, superficial – salieron a comer a las tres de la tarde. Yo no tenía hambre, así que aproveché para adelantar algunos asuntos que tenía pendientes.

Observé el despacho de John, a quien pillé observándome con una expresión indescifrable.

Retiré mi mirada inmediatamente. Supe, no obstante, que estaba jugando con fuego. No me hizo falta acercarme para saber que sus ojos habían virado del azul pálido al añil intenso.

Solté un respingo cuando le vi salir de su despacho, cubierto con su abrigo austriaco y con un maletín oscuro en la mano.

–      Que pase una buena tarde, Praxton – se despidió él al pasar frente a mi mesa.

Literalmente, alucinada, le vi alejarse por el pasillo. Era la primera vez en varios años que el señor Miller se marchaba tan temprano.

Juré que jamás había tenido un día tan estresante en el trabajo.

Aunque a pesar de todo, tenía tres días libres, y los aprovecharía para llevar a Rachel al médico. Recé porque a John Miller se le olvidase pronto la locura de meterme en su casa para enseñarle francés a su hija.

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