Sueños de tinta y papel

By MarchelCruz

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El Instituto Salazar de Artes y Letras es un refugio para almas maltrechas, y ellos son justo eso, son un gru... More

NOTA.
Dedicatoria.
Cita.
Prefacio.
Capítulo 1: Nuevos aires. (1/2)
Capítulo 1: Nuevos aires. (2/2)
Capítulo 2: Acondicionamiento. (1/2)
Capítulo 2: Acondicionamiento. (2/2)
Capítulo 3: Amigos. (1/2)
Capítulo 3: Amigos. (2/2)
Capítulo 4: Personalidades. (1/2)
Capítulo 4: Personalidades (2/2)
Capítulo 5: Súbito incremento de palpitaciones. (1/2)
Capítulo 5: Súbito incremento de palpitaciones. (2/2)
Capítulo 6: Tal vez. (1/2)
Capítulo 6: Tal vez (2/2)
Capítulo 7: La playa. (1/2)
Capítulo 7: La playa. (2/2)
Capítulo 8: Intenso vivir (1/2)
Capítulo 8: Intenso vivir. (2/2)
Capítulo 9: Fragmentos del pasado. (1/2)
Capítulo 9: Fragmentos del pasado. (2/2)
Capítulo 10: La casa azul. (1/2)
Capítulo 10: La casa azul. (2/2)
Capítulo 11: Un sentimiento nuevo. (1/2)
Capítulo 11: Un sentimiento nuevo. (2/2)
Capítulo 12: Una mala noticia. (1/2)
Capítulo 12: Una mala noticia. (2/2)
Capítulo 13: Sueños distantes.(1/2)
Capítulo 13: Sueños distantes. (2/2)
Capítulo 14: Sentido de urgencia. (1/2)
Capítulo 14: Sentido de urgencia. (2/2)
Capítulo 15: Antes de la tormenta. (1/2)
Capítulo 15: Antes de la tormenta. (2/2)
Capítulo 16: La traición. (1/2)
Capítulo 16: La traición. (2/2)
Capítulo 17: Días de fuego. (1/2)
Capítulo 17: Días de fuego. (2/2)
Capítulo 18: Grandes evidencias (1/2)
Capítulo 18: Grandes evidencias. (2/2)
Capítulo 19: Trapitos al sol. (1/2)
Capítulo 19: Trapitos al sol. (2/2)
Capítulo 20: Con olor a hierba. (1/2)
Capítulo 20: Con olor a hierba (2/2)
Capítulo 21: Los niños perdidos. (1/2)
Capítulo 21: Los niños perdidos (2/2)
Capítulo 22: Navidad. (1/2)
Capítulo 22: Navidad (2/2)
Capítulo 23: Un dulce hogar. (1/2)
Capítulo 24: Mala compañía. (1/2)
Capítulo 24: Mala compañía. (2/2)
Capítulo 25: La prueba (1/2)
Capítulo 25: La prueba (2/2)
Capítulo 26: Sueños de tinta y papel. (1/2)
Capítulo 26: sueños de tinta y papel. (2/2)
Capítulo 27: El tres es de mala suerte. (1/2)
Capítulo 27: El tres es de mala suerte. (2/2)
Capítulo 28: A Dios (1/2)
Capítulo 28: A Dios (2/2)
EPILOGO
A Riverita.
LISTA DE REPRODUCCIÓN.
Y el fin.

Capítulo 23: Un dulce hogar. (2/2)

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By MarchelCruz

Ahora que el reencuentro con sus padres se había dado, y de este no surgió ninguna represalia, regaño, insistencia ni amenaza, Diego se encontraba tranquilo, al igual que Alejandro, se encontraban en su elemento natural, los empleados los trataban con tal cariño y respeto que no había razón para el enfado de uno ni para el resentimiento del otro, eran como leones dormidos, mansos, felices, y también ayudaba el hecho de que sólo su madre se encontraba en casa, tanto la madre biológica de Diego como Alejandro padre se encontraban trabajando, y por ello se mantenían alejados de la casa.

Alex también se mantenía alejado de Diego y de mí, nos encontrábamos en las comidas, en los pasillos a momentos, pero la casa era tan grande, y tenía tantas comodidades que no era necesario salir de las habitaciones. Así que no podía negarlo, la estaba pasando bien, sólo llevaba dos días ahí pero era un lugar bonito, no entendía la insistencia de los chicos por mantenerse lejos, era como si el cielo estuviera a escasos minutos y ambos insistieran el perderse entre el escabroso mundo terrenal, que a sus ojos, resultaba fascinante. En esa casa, en ese mundo idílico, lo único que me atormentaba ese día era la ropa que usaría esa noche. Doña Alba estaba organizando una cena, como sustituto de la cena de navidad a la que no alcanzamos a llegar. Estarían todos, nosotros tres, sus padres y Carmen, la madre de Diego, a la que cada vez tenía más ganas de conocer. La había visto en un retrato en el cuarto de Diego, y era preciosa, con el rostro afilado, con una mirada inteligente, de piel morena, ese tono de piel dorada que tanto me gustaba en Diego, era una mujer preciosa, y muy joven, no debía llegar a los cuarenta aún.

Diego estaba conmigo en ese momento, no nos habíamos separado desde que llegamos a la casa, no dormíamos juntos, porque me parecía una falta de respeto hacia sus padres, pero el resto del día estábamos uno al lado del otro. Habíamos regresado con más fuerza, con más confianza y amor, a pesar de que creí que sería todo lo contrario. Pero el crédito era todo suyo, él actuaba como si nada hubiese pasado, no había reproche en su mirada, no había nada más que solido cariño, y yo se lo pagaba de la misma forma.

—No traje un vestido ni nada decente—comenté. Diego estaba en la cama, acostado sobre su costado, sostenía su mejilla con la mano, y tenía el codo clavado en la cama.

—No importa, — comentó—ponte lo que tengas, no será una cena de navidad exactamente.

—Pero va a estar tu papá—comenté—y no me quiero ver mal.

—A él no le importará—insistió.

Pero a mí me causaba cierta contrariedad sentarme a la mesa del diputado con pantalones de mezclilla. E insistí tanto que Diego acabó ayudándome con la ropa. Salimos de la casa, en dirección al almacén más cercano, nos llevó el chofer, el famoso Carlos, aquel que era fiel a la familia, aquel que cerró la boca cuando se lo pidieron y que ayudó cuando más se le necesitaba. No lo conocía, pero el solo hecho de saber que había ayudado a Diego a salir del problema en que se encontraba hacía que me simpatizara, era un hombre de mediana edad, quizá por los cuarenta y cinco años, con abundante cabello negro que ya comenzaba a clarear, no era robusto, pero tampoco delgado, parecía más un guarda espaldas que un chofer, y más un amigo que un empleado. Saludó a Diego con alegría y afecto, lo examinó como hacían todos en esa casa, me saludó con cordialidad y diligente nos llevó y esperó todo el tiempo que necesitamos.

Me sentía tan extraña así, caminando por las tiendas con Diego de la mano, con dinero en los bolsillos, con chofer esperando. Hasta Diego lucia diferente, se había rasurado, llevaba el cabello peinado hacia un costado, usaba ropa fina, tenía cara de hijo de buena familia, parecía haber dejado la sombra de lado, aquella que lo empañaba y no lo dejaba brillar en todo su esplendor. Y es que ellos estaban tan bien cuando se les daba todo y no se les exigía nada.

Pasamos largo rato paseando entre la gente, como chicos normales, como si el frío y el hambre que pasamos jamás hubiese existido, como si las lágrimas, los gritos, los llantos nos fueran ajenos. Por ese día, fuimos personas tranquilas, y sin preocupaciones.

Hasta que volvimos a la casa.

Cuando regresamos ya era tarde, pasaban de las seis, y la mesa estaba comenzando a ordenarse, los empleados pasaban de un lado a otro, arreglando esto o aquello, parecía la mesa de un rey, con cubiertos preciosos, con utensilios que en mi vida había visto, todo era hermoso, y elegante.

—¿Cuánta gente va a venir? —pregunté a Diego cuando pasamos por ahí.

—No me sorprendería si mamá invita a más gente de la que prometió—comentó.

—¿Pero cuanta más? —inquirí nerviosa, y al mismo tiempo satisfecha de haber insistido en comprar un vestido.

Diego se encogió de hombros.

—De mamá se puede esperar lo que sea—sonrió, y me miró—pero no te preocupes, yo estaré a tu lado, y no tendrás que platicar con nadie si no quieres. Además esa gente, los amigos de papá, son más mal educadas de lo que te puedes imaginar, algunos ni se molestan en disimular que están solo por compromiso, o por caer bien a papá.

—Bueno, —asentí, ahora más calmada.

Tardé una hora en alistarme, y casi media más mirándome al espejo, siempre insatisfecha. No entendía cómo iba a superar las próximos horas frente a tantos desconocidos, todos importantes, todos gente tan bien posicionada. ¿Qué era yo en comparación con ellos? Solo era una muchachita de rostro insipiente que escribía, era lo único que hacia bien en la vida, y aquello era discutible.

Diego y Alejandro aunque no estaban lo más felices del mundo por los invitados extra sabían cómo manejarlo, sabían que expresión poner y cómo actuar, lo noté desde que pisamos esa casa, el tono les cambiaba, la forma de hablar era distinta, dejaban de lado la jerga, la vestimenta se tornaba formal. Eran ellos, pero en versiones diferentes. El magnetismo de la casa comenzaba a cambiarlos. En la seguridad de sus habitaciones eran ellos, frente a sus padres eran otros.

Cuando me di cuenta de que mirándome al espejo no haría que me viera mejor, suspiré y me decidí a salir. No me veía deslumbrante, me veía guapa, y con eso me bastaba. Diego estaba al final del pasillo, en la sima de las escaleras, y yo me encontré con él. Le tomé la mano y juntos caminamos hacia el comedor, en donde trascurriría la primera parte de la velada.

—Te ves bonita—comentó, y se acercó a besarme la mejilla—no sé porque tienes miedo. Les vas a caer bien.

—¿Tú crees? —pregunté, no pudiendo evitar el ardor en mis mejillas. Diego siempre pensaba lo mejor de mí.

—Aja—comentó.

Cuando terminamos de bajar la escalera le apreté la mano, pero sólo para darme valor, él me miró y sonrió en respuesta.

—Todo va a estar bien—dijo, pero el segundo siguiente el semblante le cambió. Habíamos llegado a la amplia sala en la que se encontraba la mesa, casi en el centro, grandes ventanales se encontraban en una sección de pared que daban a un enorme jardín iluminado. Y aunque era precioso, y todo estaba listo no seguimos avanzando, Diego se detuvo, tragó con fuerza y me llevó de vuelta con él.

En el segundo que divisé la mesa, de inmediato clavé la mirada a la persona sentada a la cabeza, ahí estaba el señor Javier Alejandro, diputado por el estado de Puebla, y lucia tan severo como me lo habían descrito, y tuve suerte de verlo bien, porque después de ese día jamás lo volví a ver en persona. Tenía una firme mirada de ojos claros, de color café, el ceño fruncido, como si lo hubiese mantenido así por mucho tiempo y ahora le fuera difícil borrarlo, su cabello era café claro, o castaño, no le presté suficiente atención a eso, solo a su rostro y me daba la impresión de que se parecía a Diego, no sabía definir si era eso o yo quería encontrarle cierto parecido, en lo único que diferían era en el tono de piel, aquel hombre era blanco, casi pálido, pero aquello no hacía que se pareciera a Alejandro, en realidad, ni por equivocación parecía éste su primogénito, aquel que llevaba el mismo nombre. No había forma de disimular que aquel era un niño implantado, era un contraste chocante. Pensar que en algún momento intentaron decirle que se parecía a cierto pariente lejano me causaba hasta gracia.

Pero no era aquello lo que Diego miraba. Mientras yo examinaba a aquel hombre, con un interés casi morboso, Diego miraba otro rostro entre los de la mesa, un rostro indeseable, y unos ojos que lo hicieron detenerse como si algo estuviera muy mal en el mundo, se detuvo como se detendría cualquiera al encontrar agua en el desierto.

—Vámonos—dijo, y antes de poder protestar me arrastró con él, subimos las escaleras a prisa pero antes de llegar se detuvo y me clavó la mirada, en su rostro se reflejaba la misma expresión con que me observó el día en que lo encontré fumando marihuana.

—¿Qué pasó? —pregunté, pero no respondió, siguió por las escaleras.

—Vamos por Alex—dijo.

Pero no fue necesario hacerlo, porque él venía bajando, Diego lo tomó por el brazo, con tanta a fuerza que Alejandro se molestó.

—¡Suéltame! —Exclamó, —¿Qué mierda tienes?

Y miró a su hermano a los ojos, a esos verdes que tenía, tan penetrantes.

—No bajes, Alejandro—comentó él.

Alex pareció no hacerle caso, estaba más preocupado por las arrugas en la manga de su camisa que por el comentario de su hermano. Iba bien acicalado, despedía cierta estela de perfume, algo muy sutil.

—¿Por qué? —inquirió.

Diego no contestó, y el otro lo notó en seguida, leyó en la mirada de su hermano lo que éste no quería articular con palabras.

—¿Andrea está ahí? —Preguntó, con cierto temblor en la voz, pero inspiró con fuerza y se echó a andar.

Diego corrió tras él y lo detuvo en medio de las escaleras.

—Espérate, —le dijo, al tiempo que lo sujetó del brazo—espérate.

—¡No! —exclamó Alejandro, ahora con más fuerza y decisión, había flaqueado solo un minuto, y entonces lucía como quien desea terminar con el problema de una sola vez. —¡Voy a verle la cara! ¡Ahora quiero que me vea!

—No—insistió Diego, pero su hermano ya se había escurrido de sus brazos. —Es que no vino sola.

Diego se quedó quieto, con los brazos flácidos a los costados, aquellos que no pudieron hacer nada para proteger a su hermano, que deseaba terminar con el dolor de una sola vez. Evitar a Andrea constituía para Alejandro como contemplar una costra infectada, que no terminaba de sanar porque la rascaba cada cierto tiempo, lo mejor era arrancarla de una vez, esterilizarla y dejar que el cuerpo hiciera lo suyo.

Diego y yo nos quedamos quietos en el inicio de las escaleras, protegidos por una pared que nos separaba del comedor, nos quedamos callados, esperando el escándalo que seguro haría Alejandro, porque él no podía entrar a una habitación, cuando tenía ese humor, y no hacer nada, pero no hubo ni un sonido, su voz no resonó por la habitación como esperamos, hubo un silencio abrumador y segundos después lo vimos volver.

Tenía el rostro pálido, el color lo había abandonado por completo.

—Mierda, mierda—masculló, y dio un par de tumbos en el camino. Diego lo detuvo, pero esté no se quedó, se apartó y subió las escaleras tan rápido que creí que se caería, pero sus piernas funcionaban bien, o eso creí, porque se detuvo, y se dejó caer a voluntad en el pasillo.

Diego y yo nos miramos las caras, y ambos echamos a correr, solo que en direcciones opuestas, él corrió a donde su hermano y yo al lugar del que había huido. Todos los comensales estaba de pie mirando en la misma dirección, es decir, la mía, por donde Alex había escapado. Todos me miraron desconcertados, era obvio que no era a mí a quien querían ver, era al muchacho de ojos verdes, pero él no estaba, sólo era yo.

Y estaba a punto de irme, porque era incomodo, los ojos del diputado estaban sobre mí, al igual que el resto, y entre todos ellos, entre esa multitud de miradas, capté una que me dejó helada. Sentí con toda claridad el estremecimiento recorrerme el cuerpo, desde la punta de los pies hasta la nuca.

Eran ojos verdes, tan verdes, antinaturales, extraños, pero cálidos.

Y no pude evitarlo, los miré, los miré por varios segundos, hasta que una mano se posó en el hombro del tipo, dueño de la mirada, y entonces la vi a ella. Era joven, demasiado joven, la lozanía aún se reflejaba en su rostro, y tenía una cosa, una expresión, un gesto, que aunque era muy leve, era idéntico al del muchacho que perdió el valor. Juntos eran una combinación perfecta que resultaba en Alejandro.

Parpadeé varias veces confundida, y entonces también me fui.

Como autómata subí las escaleras a sabiendas de que no me gustaría lo que me encontraría, y sabiendo también que la cena había terminado pero de la noche aun tendríamos mucho por delante.

Alejandro estaba en el pasillo, Diego se encontraba inclinado a su lado.

—Tienes que bajar—decía Diego, con voz suave, pero su hermano estaba en negación, negación absoluta.

—¡No! —chilló, con el miedo atenazándole los músculos.

—Ya te vieron, Alejandro, tienes que ir.

—¡Me vale madres! —contestó Alex, y se puso de pie, al tiempo que se deshacía de las manos de su hermano, tenía los ojos anegados en lágrimas, las manos le temblaban, al igual que la mandíbula.

—Alex...—insistió Diego, y fue la primera vez en semanas que lo llamó así.

—No voy a bajar—le dijo—hazle como quieras, pero no voy a bajar.

Y siguió repitiéndolo, como si temiera que Diego lo arrastrara hasta allá, que era justo lo que parecía que haría. Lo miraba molesto, enfadado.

—Por favor—comentó Diego—Ya sabes cuento se va a enojar papá si no bajamos.

—¡Pues ve tú! —Se enfureció Alex—¡Maldita sea, ve tú! ¡Yo no voy a ir, no voy a ir!

Y entonces comenzó a temblar, el cuerpo entero se le sacudía, no podía caminar varios pasos sin estremecerse. Caminó hacia su habitación, pero una vez más Diego lo detuvo.

—Hazlo por mamá. —insistió, y aquello pareció dar resultados, pero solo por un segundo.

—Dile que me enfermé, Diego —y ahora su voz era de súplica, y aunque Diego intentó abrazarlo, protegerlo, este se encrespó como un puerco espín y lo apartó, retrocedió varios pasos tambaleantes, ya estaba muy cerca de su habitación. —¡Lárgate y diles cordialmente a todos que se vayan a la verga!

Y entonces unos pasos nos hicieron volver la mirada, doña Alba subía las escaleras.

—Es mamá—advirtió Diego.

En el rostro de Alejandro se mostró la alarma. Se pasó las manos por la cara, pero aquello solo sirvió para ponerle el rostro más rojo.

Cuando doña Alba asomó por el pasillo todos nos quedamos quietos, rígidos. Y ella lo notó, nos miró a los tres, y se detuvo en Alex.

—¿Qué pasó, mi amor? —preguntó, al tiempo que se acercó a él. Intentó ponerle una mano en la cara, pero Alex retrocedió un paso. La mirada con ira, con furia, con enojo, pero más que nada con dolor, estaba herido en los más profundo de su ser. Miraba a su madre como si fuera una embaucadora, como si le hubiese hecho perder algo muy valioso a base de engaños.

Nadie profirió ni un sonido.

—¿Te sientes mal? —siguió ella, y se volvió para echarle una mirada a su otro hijo, en busca de respuestas, pero Diego era una tumba. No diría nada. —¿Alex, hijo? —insistió.

—No voy a bajar—contestó Alex, con la mirada clavada en la pared.

—¿Por qué?—se alarmó la mujer, una ligera sombra se proyectó en sus ojos, que una vez más revolotearon sobre Diego.

Alejandro resopló, como un toro enojado, y regresó la mirada a su madre.

—Tú sabes porque. —dijo, con aquella voz baja, pero firme.

—No, mi amor—se apresuró a decir. —¿Qué pasó? —Y se volvió a ver a Diego. —¿Hijo?

—No puedo creerlo—se indignó Alex, se acercó a su puerta, listo para escapar de ahí, pero su madre lo detuvo.

—¿Alejandro, qué pasó? —preguntó, ahora con un tono firme, de reprimenda. —Si no tienes una buena razón para encerrarte en tu cuarto vas a tener que bajar. No nos vas a hacer ese desaire a tu padre y a mí.

Alejandro bajó la cabeza y miró al piso con una expresión parecida al miedo. Reprimía los labios, y se pasaban las manos por el pantalón, como si estuvieran sucias e intentara limpiarlas.

—No me hagas decírtelo—gimió—tú sabes porque no puedo ir allá y sentarme a la mesa como si no pasara nada.

—Alejandro—contestó doña Alba, ahora con la voz seca. —Vas a bajar a cenar con nosotros y punto.

—No—negó él, pero sin mirarla. —No mientras ella siga ahí.

Y por un segundo el reconocimiento pasó por los ojos de aquella madre, en un segundo el cielo se le vino abajo, el mundo perdió la inocencia, los niños dejaron de creer en santa Claus. Todo cambió, perdió el control que las mentiras le dieron por años.

—Es tu prima Andrea. —terminó por decir ella, como si mentir fuera más fácil— y trajo a su esposo para que lo conozcamos.

Alejandro apretó la mandíbula, y aquello sólo hizo que se le escaparan las lágrimas, mismas que ni se inmutó por ocultar. ¿Qué más daba? Estaban teniendo la plática que evitaron por años.

—¿Crees que soy pendejo? —Preguntó Alex, levantó la mirada, y la posó sobre su madre —¿Crees que tengo cinco años?

—Alejandro, no me hables así—contestó ella, con un tono que comenzaba a ser amenazante.

—¡Y tú no me trates como imbécil! —replicó. —¡No voy a bajar a verle la cara a esa maldita perra!

Y lo próximo en sonar fue la mano de la mujer al estrellarse contra la suave mejilla de Alejandro, sonó como una chispa, como un leño rompiéndose en las llamas. En realidad no había sido un golpe fuerte, el desconcierto no era por el golpe, sino por la acción.

Alejandro la miró como poseído, retrocedió un paso, alarmado, parpadeó varias veces y luego el ceño se le frunció de tal manera que creí que habría una réplica, pero en lugar de eso precedió el silencio. Yo lamentaba tener que estar ahí, quería correr, tomar mis cosas y volver a la escuela, en donde nadie me molestaba, en donde nadie nos molestaba.

Doña Alba se cubrió a la boca la mano con la que había golpeado a su hijo, pero le temblaba tanto que tuvo que sostenérsela con la otra. Diego estaba quieto, no hacía nada más que mirar a Alejandro, lo miraba como un perro mira a su dueño, esperando por una señal, la señal de partida, la que le indicaría que por fin podía hacer algo.

—¿Desde cuándo lo sabes? —Rompió ella el silencio. Ya no podía seguir con aquello, era demasiado notorio lo que pasaba.

—Cuatro años—contestó Alejandro, con la voz ahogada.

Doña Alba se volvió a ver a Diego, alarmada. Yo estaba a su lado, sujeta a su brazo, y por ello podía ver la forma en que lo miraba, lo miraba pidiendo auxilio.

—Diego, hijo ¿Tú lo sabías? —inquirió, con los ojos suplicantes.

—¡Claro que lo sabía!—exclamó Alejandro, antes de que éste contestara. Estaba furioso, las manos le temblaban. —¡Él lo sabe todo!

Doña Alba miró a Alex, pero este, sin clemencia aprovechó el aturdimiento de su madre.

—¡Diego es el único que presta atención en esta maldita casa! —Siguió, y ahora luchaba por contener las lágrimas—Porque papá y tú jamás ven nada, nunca se dan cuenta de nada.

—¡Alejandro!—intentó protestar la mujer, pero con tan poca fuerza que la voz de su hijo la superó.

—¡No! —Exclamó, gesticulando con la mano herida—¡ahora me vas a escuchar! ¿Por qué lo hiciste? —Y aquello fue con la voz estrangulada—¡Tenías que decirme! ¡Mierda! ¿Por qué todo el tiempo prefieres mirar hacia otra parte? ¿Qué tenía de malo que me lo dijeras?

—Mi amor—susurró ella, —cuando seas mayor y tengas un hijo lo vas a comprender.

—¡No! —Gritó Alex, histérico —¡por tu culpa ni siquiera sé si quiero tener un hijo! ¡Si es para ser como papá y tú entonces no! ¡No quiero ser un desgraciado que solo pone dinero en la mesa!

—Alejandro—exclamó Diego, y corrió a su lado para alejarlo. Aquello se estaba saliendo de control, los gritos eran tan fuertes que estaba segura que podían escucharlos desde las escaleras. Alejandro se revolvió en los brazos de su hermano hasta que se soltó.

—¿¡Qué clase de padre no se da cuenta de lo que le pasa a sus hijos!? —inquirió con amargura, en frente de su madre, casi gritándole a la cara.

Doña Alba se irritó y volvió a levantar la mano, pero ahora fue Diego quien la apartó a ella. Estaba en medio de ambos, procurando detener todo.

—¡Tu padre, Carmen y yo trabajamos muy duro para mantener a esta familia! —exclamó la mujer, levantando por primera vez la voz. Había perdido la dulzura y ahora estaba enfadada tanto como si hijo. Si había comportamientos aprendidos, sin duda aquel era uno. —¡Tú ni siquiera sabes lo que tu padre tiene que hacer para darnos la vida que llevamos así que no te atrevas a cuestionarlo, ni a él ni a nosotras!

—¡Yo no se las pedí! —Replicó Alejandro —¡El dinero me vale madres! ¡Solo tenían que estar ahí para nosotros, para saber lo que pasaba!

—¡Conozco a mis hijos y sé lo que pasa dentro de mi casa, Alejandro! —Contestó Alba.

—¡No es cierto! —chilló Alejandro, ya harto de insistir, como si estuviera desesperado porque le diera la razón. —Tú no sabes nada, o si lo sabes prefieres ignorarlo. ¡Pasé años llorando por culpa de Andrea y tú ni siquiera te diste cuenta!

—Era la oportunidad de tu papá—gimió Alba, ahora casi sin voz—Necesitábamos apoyar a tu papá. Necesitábamos estar con él. No había tiempo para nada más.

—¡Pero no tenías que olvidar a tus hijos! —Exclamó—¡Por Dios! ¡Tu hijo jalaba coca y tú ni siquiera lo notaste!

Un quejido se escuchó por el lugar y tardé un segundo en notar que provenía de mi garganta. Levanté la mirada a Diego, que con ojos cristalizados miraba a su hermano. Todos guardaron silencio.

—¿Dónde estabas tú —inquirió Alex, aprovechando el momento—, su supuesta madre del corazón? ¿Dónde estaba Carmen, su madre biológica? ¿Y papá? ¿Dónde estaban todos cuando Diego se estaba arruinando la vida? ¿Dónde estabas tú cuando me fui porque no soportaba verlos? ¿Eh? ¿Dónde estaban? —Sorbió por la nariz, se pasó la mano por los ojos y siguió —¡Estaban haciendo dinero, porque es todo lo que importa en esta casa!

—Basta, Alex—intervino Diego, ahora también con la voz ronca. Lo tomó del hombro y lo hizo apartarse de su madre—Vámonos.

—¡No, no!—lloró Alex—¡Tiene que saberlo porque no es justo que me haga esto! —y entonces volvió la mirada a su madre —Me fui por tu culpa, —la señaló con el dedo—ese año me fui por tu culpa, porque no soportaba que invitaras a Andrea como si no hubiese hecho lo que hizo. Me largué sin pensar en Diego, y entonces él comenzó a usar drogas, pero nadie se dio cuenta. ¿Por qué no te diste cuenta? —Gimió, y parecía que aquello era lo que más le dolía de todo, la culpa, la irremediable culpa que sentía —¿Por qué tuve que volver para sacarlo de ahí cuando era su responsabilidad cuidarlo? ¿Por qué no hicieron nada?

Y ahora la que comenzó a llorar fui yo, porque no podía concebir lo mal que había estado Diego para que Alex dijera eso.

—¿Y sabes por qué lo hizo? —inquirió, con esas ganas inmensas de herir, sus palabras eran afiladas, punzantes y dolorosas como sólo él sabía ser. —Lo hizo porque papá no dejaba de presionarlo, y porque Carmen y tú jamás lo defendieron. Él estaría muerto si no se me hubiese ocurrido volver. ¡Y yo también porque no soportaría vivir con ustedes si él no estuviera aquí!

—¡Alejandro! —exclamó doña Alba, en un intento por callarlo, pero éste no paró.

—¡Por Dios, —siguió, asqueado —por una estupidez ibas a perder a tus dos hijos! ¡Sólo por no decirme la verdad! ¿Qué clase de madre hace eso?

—Por favor, vámonos—gemí, tomando el brazo de Diego, y él, como en una cadena, hizo lo mismo con Alex.

Alejandro asintió, pero antes de caminar le dedicó una mirada a su madre, y segundos después miró más allá de ella, al pasillo, al inicio de las escaleras.

—No tuvieron hijos propios—Dijo— porque en sus narices pudieron violar a sus hijas y sus hijos ahorcarse bajo su techo y ustedes no se hubiesen dado cuenta de nada.

El señor Javier Alejandro yacía de pie en el pasillo, con la mirada fija en su hijo menor. En su hermoso traje de noche lucia imponente, era más alto de lo que me imaginé, y delgado. En su rostro no hubo un solo gesto, se mantuvo firme, gélido. Con calma se dio la vuelta y se retiró.

La madre de los chicos se quedó ahí, hecha un mar de llanto, Diego también se quedó quieto en el medio, con el alma partida en dos, apretaba los puños, indeciso, lucía como si no supiera que hacer, si correr a abrazar a su madre y decirle que todo eso no había sido su culpa, que había sido la situación, o ir con Alex, seguirlo como siempre hacia, apoyarlo como lo había hecho toda su vida. No lo sabía, en su rostro se reflejaba la lucha interna que sufría.

Pero al fin se decidió por mí, corrió a mi lado, me tomó del brazo y me llevó a la habitación.

—Recoge tus cosas—me dijo, cuando me dejó en el umbral. —en quince minutos nos vamos.

Mis cosas no eran tantas, un puñado de mudas de ropa y dos pares de zapatos, las atiborré en la mochila de la escuela y con ella al hombro fui en busca de Diego. Entré en su habitación, y como no lo vi, fui a buscar al baño. Abrí la puerta de un tirón y lo encontré. Me miró cómo si fuera una desconocida. Estaba inclinado en los gabinetes del baño, todos los cajones estaban abiertos y las cosas regadas por el suelo.

—¿Qué estás buscando? — Pregunté, con un ligero timbre de alarma.

Él se levantó y se pasó las manos por el cabello para apartarlo de su rostro.

—Aspirina—contestó—me duele la cabeza.

No respondí.

—Vámonos—continuó.

Bajamos las escaleras a paso rápido, y sin volver la mirada a nadie de los comensales pasamos por ahí. Seguí a Diego en dirección a la cochera en donde las luces se encontraban encendidas. Doña Alba estaba ahí, en la entrada.

Diego fue hacia ella, y la abrazó.

—Nada de lo que dijo es tu culpa—comentó, con la barbilla apoyada en el hombro de su mamá. Tenía que inclinarse para alcanzar a la mujer. —Lo que me pasó no fue tu culpa, ni de nadie.

Doña Alba abrazó a su hijo por varios minutos en silencio, hasta que éste se apartó. Alejandro estaba de pie en la entrada. Todos los miramos. Tenía el rostro enrojecido, los ojos irritados, la ropa arrugada.

Dio un paso, con la intención de pasar de largo a su madre, pero ésta lo detuvo, lo tomó del hombro, y se encogió un poco, como esperando que él se sacudiera y se apartara de ella, pero no lo hizo, se detuvo, aunque no la miró, se dedicó a ver los carros estacionados en el lugar.

—Tú fuiste un regalo precioso, —susurró doña Alba—y no puedo cerrarle las puertas de mi casa a quien me dio con tanto amor lo que yo más deseaba en el mundo.

No hubo respuesta.

—Vinieron porque quieren conocerte. —Siguió —y yo quiero que los conozcas.

—Pero yo no—dijo él y se apartó.

Doña Alba asintió, y buscó a Diego con la mirada.

—Maneja tú, mi amor—comentó, al tiempo que se acercaba a él y le entregaba las llaves de un carro—no quiero que tu hermano maneje en ese estado.

—¡Aja! —Exclamó Alejandro, se dio la vuelta y nos miró a todos —¡Dale las llaves al adicto! ¡Es una buena idea!

—¡Ya, cabrón! —Reaccionó Diego cuando Alex se acercó para quitarle las llaves— Si manejas tú nos vas a matar.

—¿Y quién te está pidiendo que vengas conmigo? —inquirió Alex, ahora con la máscara de hielo que solía ponerse en ocasiones como aquella, pero que no tardaba en derretirse, e incluso así, ese pequeño intervalo era lastimero. —¿Quién les dijo que quiero que vengan?

—¡Entonces no vas a ningún lado! —exclamó Diego, se dio la vuelta y me tomó de la mano, con la intención de volver a la casa.

—¡Dame la maldita llave! —Exclamó Alex.

Y ambos comenzaron a forcejear, sin llegar a golpearse, pero sabía que no pasaría mucho antes de que uno soltara el primer golpe, por ello me metí.

—¡Por favor! —Grité—¡Sólo vámonos! ¡Alex, quiero irme, dale la llave a Diego!

Alejandro soltó el aire de sus pulmones, y me miró.

—Por favor dáselas—dije—Me da miedo cuando estas así.

Alex relajó los hombros, y soltó el llavero que ya había conseguido quitarle a su hermano. Diego se inclinó para recogerlo, luego me abrazó y juntos caminamos a donde estaba su madre.

—Lo voy a cuidar—comentó, —vamos a ir a la casa de la playa. Te llamo cuando lleguemos.

—Está muy lejos, —protestó Doña Alba, con la voz floja—mejor quédense en un hotel. Te voy a dar dinero.

Diego negó.

—Si manejo toda la noche puedo llegar —comentó—A Alex le gusta la casa, estando allá se va a calmar.

—Igual te voy a dar dinero—insistió su madre—no se vayan todavía. Ya regreso.

Me quedé con Diego en la semi oscuridad que había en esa esquina de la cochera, él me abrazaba sin decir nada. No había nada que decir. Ni quisiera yo tenía ganas de llenar el silencio para hacerlo sentir mejor. Todo había salido mal, no conocí a su madre, apenas vi a su padre, no pudimos cenar, la fiesta se arruinó.

Cuando la madre de Diego volvió, le tomó las manos, le puso una tarjeta de crédito junto con un rollo de dinero y lo miró.

—No pelees con tu hermano—dijo—no gastes el dinero en otra que no sea comida. Y por favor cuídate.

—Discúlpame con mi mamá cuando llegue —dijo Diego—explícale lo que pasó.

Doña Alba asintió.

—Sí, hijo, ve, no te preocupes.

Entonces la mujer me miró, y en esa mirada pude leer la súplica, las recomendaciones, y el miedo, el miedo de perderlos. Asentí, en señal de aceptación, aunque en realidad no me creía capaz de cumplir con las expectativas.

Cuando Diego accionó la llave, los faros de una hermosa camioneta negra se encendieron. Era uno de los cuatro carros ahí estacionados, uno en el que no habíamos viajado antes. Alejandro, que estaba de pie frente al carro blanco, el que ya habíamos tomado prestado en otras ocasiones, se apartó con un gruñido y abordó la camioneta.

Tomé en el asiento del copiloto, Diego al volante, y antes de encender el carro, nos quedamos callados, tan solo escuchando nuestras respiraciones agitadas. Alejandro sorbió un par de veces por la nariz, lo más callado que pudo, su hermano apretó el volante hasta que sus nudillos quedaron pálidos.

—Pónganse el cinturón—comentó Diego, con voz ahogada.

—Cállate—contestó Alejandro, dejó caer el torso al asiento, subió las piernas y se acostó cuan largo era. —Maneja.

El motor del auto apenas hizo ruido al encender.

—Ingrid, póntelo tú—comentó Diego, se acercó a mí y me dio un beso tembloroso en la frente. —Por favor.

Entonces lo miré, con cierta alarma.

—Sí sabes manejar ¿Verdad? —pregunté, porque jamás lo había visto al volante, era Alex el que siempre se ocupaba de aquello.

Alejandro soltó un resoplo, de esos lastimeros, nasales, ruidosos.

—Tú apoyaste a que el drogadicto manejara —comentó.

—¡Es mejor que el pendejo que no se puede controlar por una sola vez en su vida!—comentó Diego, al tiempo que azotaba el volante con las palmas. Ahora estaba en sintonía con su hermano, ambos furiosos, y conmigo, porque también se palpaba el miedo en el ambiente.

Mientras el auto andaba, a una velocidad vertiginosa, yo iba callada, pensando en los tipos que tenía al lado, y que de pronto me daban miedo. Me daba cuenta, con asombroso desconcierto, que no los conocía, que jugaba, por amor, a que así era, que podía lidiar con ellos, pero era mentira. Una vil mentira.

Eran violentos e hirientes, dos características que yo no necesitaba, que tenía de sobra. Y solo entonces comencé a notarlo.

Cuando Alex estaba tranquilo, procuraba no mencionar el problema de su hermano, y se enfadaba si alguien llegaba siguiera a sospecharlo, lo defendía por todos los medios, y de cualquiera, pero si era él quien se encontraba herido, lastimado o enfadado no dudaba en usarlo como terapia, lanzaba dos o tres comentarios sobre aquello, comentarios que caían sobre la conciencia de Diego como bombas, y aquel hacia algo parecido, sólo que de una forma distinta, aprobaba las actitudes de su hermano, y en vez de ayudarlo a controlar su carácter, lo empeoraba y una vez que lograba sacar lo peor de él, respondía de la misma manera. Suspiré, ellos serían para mí el eterno recuerdo del fuego y el keroseno. 

N/A

A los que quieren llorar pero no pueden y entonces sólo gritan. A ti, Jr.

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